La película inspirada en el best seller homónimo de la ucraniana Irène Némirovsky, resume las cualidades artísticas que se le pueden exigir a un filme de época, desarrollado con el telón de fondo del drama que encarnaron la Segunda Guerra Mundial, y la ocupación alemana, para la conciencia histórica de la nación gala: ambientaciones preciosistas y elegantes, una estética audiovisual de la tensión, y las plausibles actuaciones de Michelle Williams y de Matthias Schoenaerts. En el soundtrack: irrumpe la voz de la cantante chilena Rosita Serrano.
“Arrojado a quietud, / divisaré esa playa última de tu ser / y te veré por vez primera, quizá, / como Dios ha de verte / desbaratada la ficción del Tiempo, / sin el amor, sin mí”.
Jorge Luis Borges, en Luna de enfrente
El tercer largometraje de ficción del director inglés Saul Dibb (Londres, 1968) –un experto en trasladar textos literarios al cine- es un título de temáticas sugerentes, bien hecho, construido técnicamente con prolijidad, pero que termina por convertirse en una especie de crédito trunco: la belleza de la fotografía -que parece a veces lograr una sincronía con los motivos del guión- jamás lo conquista, sin embargo, por completo. Y eso, debido a las claras lagunas narrativas y dramáticas que se atestiguan en la obra.
Dicho más simple: son notables las descripciones inherentes a las imágenes de los encuadres, pero la fuerza literaria que debería respaldar esa composición estética, no existe, o simplemente, se esfumó en la adaptación efectuada desde la novela, hacia el irregular libreto cinematográfico escrito para la ocasión.
Es necesario realizar la pertinente advertencia: Suite francesa (Suite Française, 2014) para nada es una mala película, al contrario, su insatisfacción final es que los demás elementos que la conforman (cámara, puesta en escena, actuaciones, banda sonora), quedan a la deriva e inmersos en esos vacíos propios de un discurso creativo que, a medida que avanzan los minutos, languidece: unos excepcionales tópicos fílmicos, difuminados a causa de la mediocre estructura argumental, de algunas secuencias de la pieza.
Ambientada en 1940 (capitulación del ejército galo ante la Wehrmacht, las Fuerzas Armadas alemanas), la historia relatada por el largometraje se sitúa espacialmente en un pueblo cercano a la capital, París. Esa pequeña localidad, así, adquiere las características de un microcosmos representativo de los traumas que ocasionaría, al interior de la sociedad francesa, primero, la derrota política y militar frente al invasor, y luego, la ocupación de facto emprendida por las unidades bélicas germanas, el sometimiento de las autoridades locales, y finalmente la dominación de la totalidad de la ciudadanía, sin excepción.
Asimismo, la cinta de Dibb muestra la trama de un amor difícil: el vínculo nacido entre una rebelde lugareña (Lucile, interpretada por la estadounidense Michelle Williams), y un teniente de la milicia hitleriana, encarnado por el actor belga Matthias Schoenaerts (su personaje se llama Bruno von Falk). La película, de esta manera, se encuentra basada en la novela homónima de la escritora franco parlante, nacida en Ucrania, Irène Némirovsky (1903-1942); unas páginas que se publicaron en forma póstuma, y recién, durante el año 2004.
El principal atributo audiovisual de Suite francesa radica en esa lograda combinación de planos a campo abierto y tomas de sosegadas y melancólicas habitaciones interiores. En esas directrices, este trabajo adeuda bastante a la Expiación (Atonement, 2007), del realizador británico Joe Wright, protagonizada por Keira Knightley y James McAvoy: encuadres de estilo preciosista, a lo vintage, y la búsqueda de una estética de la clandestinidad, y por ende, de la humana imposibilidad.
En efecto, los contrastes entre luces apagadas (que mandan cuando el foco camina por las casas, las mansiones y los graneros que sirven de locaciones), versus el brillo casi onírico, de cuento, del mundo ajeno e infinito; valen para expresar esa pretendida creación sensorial de un espacio detenido en el tiempo, porque antes que un hecho imitativo de la realidad, se trata de reflejar en imágenes una interioridad emocional y psicológica. Donde las miradas, los gestos, la intencionalidad detrás de una postura corporal, contendrían el descubrimiento de una percepción de la existencia, en un momento histórico que cambiará la vida de los involucrados en la trama, para siempre.
A eso nos referíamos con las contradicciones artísticas evidenciadas en Suite francesa: ideas cinematográficas sugerentes, pero desplegada en la métrica rítmica de un libreto con lamentables falencias en la mantención, lineal, de su corporalidad e intensidad estrictamente dramáticas. Lo que asemejaba a un thriller íntimo y privado, de pronto, sin intermedios ni transiciones, adquiere los contornos y rasgos genéricos de una cinta epocal, en la que los fracasos y frustraciones sentimentales de una pareja imposible, desembocan en una escuálida reivindicación audiovisual de la Resistencia. Quizás, esa falla capital se deba a que la novela que inspiró el guión, se editó incompleta, sin acabar, pues antes de finalizar su redacción, la autora fue deportada (era de origen judío), y asesinada en el campo de concentración de Auschwitz, en Polonia.
El texto original está compuesto por cinco nouvelles, y sólo las tres primeras fueron concluidas, y aunque el quinteto transcurre en el trecho temporal inmediatos a la derrota francesa y a la invasión del país, por parte de los alemanes, el corpus completo se inspira en argumentos independientes entre sí, y esa unión forzada, que hicieron los guionistas Matt Charman y Saul Dibb, se aprecia trunca y enlazada más por el voluntarismo de sus creadores, antes que por la intención inicial de Irène Némirovsky. Ese tropiezo literario y argumental, vital en la columna vertebral de una pieza fílmica, sólo se subsana por las actuaciones del reparto, enaltecido con la participación secundaria de la inglesa Kristin Scott Thomas.
Debemos insistir en esta arista, a fin de evaluar con justicia el crédito que comentamos: ahondar en la belleza intrínseca de sus tópicos argumentales, y en el logrado estilo audiovisual que utiliza su director, con el propósito de expresarlos dentro de las fronteras de una producción simbólica, de formato cinematográfico. Y ese núcleo es el descubrimiento de la afectividad amorosa, en una situación de prohibición y de clandestinidad, y la contemplación de cómo ese impulso romántico y de comunión, le sirve al atormentado oficial de la Wehrmacht (un compositor de música docta), en el objetivo de escribir esas partituras inspiradas por un amor imposible y sancionado, en tiempos de guerra y más encima, en el contexto de la hostilidad foránea y extranjera. Esas ideas son hermosas, y Dibb las consigue hacer patentes mediante un lenguaje audiovisual sencillo, pero profundo gracias a los códigos semióticos y pictóricos que dan vida a la fotografía, tanto como por el dialogo ocular y silencioso, generado entre los actores.
El soundtrack (un factor sonoro que azuza los oídos y la sentimentalidad bien dicha), no podía ser más apropiado y emotivo: Lucienne Boyer, Josephine Baker, y “El Ruiseñor Chileno”, Rosita Serrano, bautizada la “Edith Piaf alemana”: la noche, la luna, una fiesta, un cóctel de alcohol y de comida, un lago quieto, y la voz de María Esther Aldunate del Campo rasga la oscuridad. Es un temblor auditivo y de cielo.