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La humillación como esencia de nuestras vidas CULTURA|OPINIÓN

La humillación como esencia de nuestras vidas

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El siguiente texto corresponde a la presentación del libro “Historia de las humillaciones”, realizado hace una semana.


Al momento de plantearme esta novela, he puesto mis ojos en algo que, por tener tan cerca, desviamos de nuestra atención.

Eso es la humillación como esencia de nuestras vidas.

Tengo la impresión de que los seres humanos somos humillados desde el momento en que nacemos. Y me viene a la mente la imagen de ese niño que decide no crecer más, en la novela “El tambor de hojalata”, al asomarse al mundo desde esa posición tan incómoda, y “escuchar las especulaciones relativas a su futuro” y tal como escribe Gunter Grass, decide volver al interior, pero la comadrona ya ha cortado el cordón umbilical.

Puede parecer muy rudo lo que voy a decir, pero igual lo diré.

Le creo a ese Oscar del tambor: El momento inicial de nuestras vidas ocurre tras nueve meses en que hemos estado en la oscuridad, enredados al interior de otro ser humano, lo que podría ser -y de hecho lo es – cálido, milagroso, pero visto desde otro ángulo es sombrío, cavernoso.

Formamos nuestro cuerpo, lo que nos acompañará por los próximos 75 años – que yo tengo ahora – es decir, nuestros ojos, nuestro sexo, nuestras manos y nuestro corazón, los formamos digo entre huesos, tripas y sangre, en el vientre de esa madre, para ser expulsados en un anticipo de lo que será la futura muerte.

En su breve e interesante biografía sobre Proust, el norteamericano Edmund White, que acaba de morir, entrega la siguiente aseveración de Proust: “Un libro es un gran cementerio en donde ya no se pueden leer los nombres de la mayoría de las tumbas”.

No lo veo así: en rigor creo que la novela es una suerte de sala de maternidad en donde es posible leer los nombres de quienes vienen al mundo. Esos recién nacidos vienen a vivir un tiempo que parece muy largo pero que, en realidad es corto, esperando esa muerte, lo que no solo es otra humillación sino también la peor forma de fracaso de la vida.

Porque en definitiva, así visto, tal como les sucede a mis nuevos personajes, vivimos para fracasar, para desengañarnos. Lo escribe Blest Gana en el epígrafe de esta novela: “Era la historia de las humillaciones, de los mortificantes desengaños”.

Blest Gana propone términos como vanidad asociados a la humillación, así como José Donoso, otro invitado al baile, propone términos como burlas, limosnas, conmiseraciones, que equivalen a “besos al cielo”, “vuela alto” tan comunes por estos días.

Gran parte de la humanidad tiene el convencimiento de avanzar hacia la máxima realización tan solo por el ejercicio de vivir. Es decir, teniendo hijos, que es lo que más hacen los seres humanos, a lo que se añade haber amado a alguien. Luego viene la realización de amasar fortunas; y quienes se convierten en fructíferos artistas, pintando obras inmortales, escribiendo obras maestras, componiendo la música de nuestras vidas. Y están también los que consagran su vida a la Divinidad ligada a la Eternidad, a la adoración de los dioses.

Debo advertirles que estas cosas se nos pasan por la cabeza a quienes hemos pasado los 70 años.

Todo sucede en el ejercicio de cerrar los ojos. Los abrimos apenas al nacer para cerrarlos al morir.

Junto a estas humillaciones de nacer y morir, todas las otras humillaciones a lo largo de la existencia parecen cosa simple o de segunda categoría.

Estoy pensando en las afrentas de las guerras, en el escarnio de las pestes y las enfermedades, en el ultraje de la pobreza, en el desprecio de la servidumbre humana, como escribe Donoso, las burlas, las limosnas a las que se enfrentan los servidores.

Hace algunos años un tío muy querido, ya fallecido, me entregó unas fotocopias que contaban un par de historias ligadas a nuestra familia. Eran recortes extremadamente viejos, provenientes de inicios del siglo XX y parecían cuentos, fábulas sin brillo alguno, pero allí estaban ciertos nombres familiares correspondientes a mi abuelo materno, a mi bisabuela e incluso a mi tátara abuela. Muchas familias descubren estos recortes reveladores, pero somos los escritores los que nos apoderamos de ellos y les damos nueva vida, una posible pasión estética y moral. A partir de textos mal redactados y peor publicados en los periódicos, extraemos una narrativa desde donde puede surgir el inicio de un tiempo o de una tradición. Nos tientan más bien las desgracias – ya lo sabemos – que las alegrías. O las frustraciones y las decepciones, aunque nos muevan propósitos largamente acariciados y reconsiderados muchos años antes.

Me pongo en una larga fila de escritores ante el intento de captar la esencia de la pequeña burguesía – en nuestro país más pequeña aún si se quiere – por ser una burguesía del fin del mundo, alimentándose de otras más sabias y antiguas.

Por sobre esa clase social está el reino más extendido de la mediocridad – como llamó Vargas Llosa al interior del alma de Madame Bovary: el universo gris del hombre sin cualidades, de la mujer sin cualidades, lo que somos ustedes y yo. La dicha y la desgracia son la acumulación insensible de hechos menudos y banales – como en mi novela – ya que lo pequeño y lo opaco son más propios del ser humano que lo grande y radiante. Ahí están en mi novela, ya lo leerán, hechos casi inverosímiles como el accidente del carretón que corre por la calle Merced, y el incendio de una panadería en Matucana.

La novela tenía que ser desoladora, inmoral y graciosa en lo posible, tanto para hacer digerible el melodrama subyacente (todas mis novelas tienen una raíz tristísima, que se atenúa con agresión, humor o lo que proceda) y así desactivar cualquier tipo de pomposidad.

Creo que la voz narradora es una tercera persona que ofrece el punto de vista de un escritor llamado Federico Arriagada, que, para variar, se parece a mí. Yo quería que mi novela sonase antigua y moderna al mismo tiempo, como un trasatlántico volando por los aires y aterrizando a los pies del cerro Santa Lucía; que evocase otro siglo y otras personas.

A este respecto no enfrentamos con otra humillación. La de compararnos con nuestros vecinos al otro lado de la cordillera. En Buenos Aires abundan los trasatlánticos anclados al Barrio Norte, desde la Avenida Callao, pasando por Alvear, o incluso por la Avenida Belgrano más al sur, los inmigrantes europeos crearon una ciudad espléndida en permanente movimiento en donde los pasajeros suben y bajan ya por dos siglos.

Acá apenas fuimos capaces de crear un barco, el escenario central de esta novela, donde vivo desde hace años, primero solo, luego acompañado y sostenido por Rodolfo Guzmán, dando la bienvenida al centro de Santiago, con su volumen macizo y sus ventanas que dan a la calle Santa Lucía, creando la ilusión de un barco con sus reales funciones: alejarse de la costa, acercarse a la costa. Pero este barco está inmóvil física y socialmente desde casi cien años, como lo está el territorio donde ha encallado. Más que traer pasajeros, se los llevó en el acto de convertir a compatriotas, primero en trasplantados, y luego en exiliados o en almas en pena.

Pablo Neruda escribe en su “Cantata Fulgor y muerte de Joaquín Murieta”:

“Ahora la hora en el buque nos canta y nos llora,

las olas dibujan su eterno y amargo desfile:

que sola se siente mi alma cuando en la distancia se apaga,

mi patria se aleja, no veo las costas de Chile.”

Estaremos iniciando la lectura de una novela con personajes inventados que intentan rechazar el realismo tradicional, pero al mismo tiempo existe un interés en referirse a los personajes como si fueran personas reales. Personas que se subieron al barco, volviendo a la patria, porque fueron trasplantados toda su vida como Blanca, la hija de Blest Gana, que anda buscando imposibles en el cerro Santa Lucía. Y está lo que sucede con caracteres que provienen de otra novela – en este caso de Jaime Valdivieso – un sujeto llamado Luis Riesco, quien no se sube a ningún barco y adquiere vida propia más allá de la que le dio Jaime Valdivieso, creando nuevos lazos con su soberbia hija Paulina. Personajes que unen dos mundos.

Como ven, esta novela partió sin una historia y personajes claros. Le suplicaba a mi editor, Alejandro Kandora, que me contara de que se trataba lo que había escrito, porque, asimismo, aguardaba entre mis papeles un recorte de los años 80 proveniente del testamento de un presidente de la República, lo que le dio un tono moral al asunto. El testamento de un hombre soltero y sin hijos, dice algo en torno a los destinos de algunos seres humanos. Después fui escribiendo en desorden, sin planificar, aunque aquí hay un intento de arquitectura, como dijo mi ilustre vecino Jorge Edwards, la novela es arquitectura, no pura palabra. Pero atento a los interesantes efectos que pueden conseguirse desviando el orden cronológico – lo que no es novedad en mi literatura – actué de esa forma. La narración que avanza desde inicios del siglo XX y cierra en nuestros días impide presentar la vida como una sucesión de acontecimientos y permite un juego de ironía entre sucesos muy separados en el tiempo.

Al jugar todo esto como una novela vuelta y vuelta a contar, es posible visualizar el terrible pasado, porque tal como lo dice el crítico David Lodge “la mayor parte de los experimentos radicales en torno a la cronología narrativa parecen referirse a delitos, crímenes y pecados.” Todos presentes en esta Historia de las humillaciones.

Y en cuanto a la amplia gama de personajes, arquitectos vanidosos, hijas de escritores célebres, cabronas, madres posesivas e hijos homosexuales, gloriosos oligarcas y sirvientes aireados, presentando sus distintas voces y conciencias por largos períodos de tiempo, hace que el lenguaje de la novela se amplíe, convirtiéndose en una mezcla de estilos y voces y eso – al decir nuevamente de David Lodge – lo convierta en un género literario democrático y anti totalitario. Dos términos tan en boga en estos días difíciles.

Aquí ninguna posición ideológica o moral escapa al cuestionamiento y a la contradicción, así seas el presidente Alessandri, Madame Ramón Subercaseaux, Blanca Blest Bascuñán o Eliseo Coñuepán. Qué decir de la emperatriz de los franceses o apenas de la señora Melania.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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