
Qué hacer con el Ministerio de las Culturas: el debate ausente en la campaña presidencial
Su existencia solo se justifica bajo dos condiciones. Primero, de sacar de ahí a toda una cofradía de apitutados, para, segundo, incorporar masivamente funcionarios capacitados y profesionales, patriotas honestos y conmovidos con el significado profundo de la cultura en todas sus expresiones.
Ha llamado la atención que, a escasas semanas de realizarse la elección, ninguno de los ocho candidatos presidenciales se haya referido en profundidad a propuestas en el ámbito del arte y la cultura.
En tiempos de campaña electoral, tenemos la oportunidad única para discutir si reestructuramos desde cero las políticas culturales que viene implementando el Estado en los últimos años, o insistimos porfiadamente en el asistencialismo gubernamental.
Sin embargo, el variopinto elenco de candidatos que pretenden habitar por los próximos cuatro años el palacio construido por Joaquín Toesca, pareciera no entender la importancia del arte y la cultura. Ellas no solo entregan recreación y entretenimiento, también son fundamentales porque todas sus expresiones -pintura, música, escultura, danza, poesía, acciones de arte callejero, cine, teatro, fotografía, etc.- ejercen una función decisiva en la construcción de una identidad cultural, integrando clases sociales, democratizando el espacio público con estatuas y monumentos, junto con generar un impacto en la economía de los países, llegando en muchos casos a convertirse en motores claves para el turismo y el desarrollo.
Pero seamos francos, lo que más incomoda a la casta política -y en algunos casos les aterra- es la capacidad que tiene el arte para provocar cambios sociales y políticos. Los artistas desde siempre han utilizado sus acciones como instrumento de protesta y activismo, abordando temas como la desigualdad, los abusos, la injusticia y la opresión, logrado llamar la atención sobre determinados problemas sociales, generando conciencia y movilizando a las personas hacia el cambio y la acción.
Acaso no fuimos testigos que durante el Estallido Social, vimos nuevas formas de arte y que bajo consignas poético- revolucionarias, una joven generación, poseída por un apetito insaciable por querer cambiarlo todo, fue acompañada por una narrativa rica en imágenes. Hubo una multiplicación de verdaderos museos al aire libre, que hacían gala de una puesta en escena de exquisita creatividad, solo comparable a las acciones de arte realizadas en dictadura.
Pero si de provocar cambios a través de las acciones de artes se tratara, habría que recordar la irrupción del colectivo Las Tesis, que acompañadas de decenas de mujeres expresaron en un atronador grito, “la culpa no era mía, ni donde estaba, ni como vestía … el violador eres tú”. La performance, viralizada en las redes sociales, rápidamente dio la vuelta al mundo, haciendo, durante meses, temblar desde sus cimientos el orden patriarcal.
El imperdonable desinterés por la cultura de la casta política resulta más evidente en los candidatos de derecha, llegando incluso a que Johannes Kaiser, de forma sincera anunciara que de ser electo presidente de la república, una de sus primeras medidas será poner fin al Ministerio de las Culturas y el Patrimonio.
Los representantes de la derecha económica libertaria, que hoy en día “ponen la música en ese sector político”, tal vez poseídos por el miedo, la desconfianza o por ignorar la historia de Chile, desconocen que la cultura y especialmente el arte, fue promovido con bastante éxito y entusiasmo por la oligarquía. Entiendo a ésta no como una clase social propiamente tal, sino, más bien, como una categoría política, la cual alude a un conglomerado de ciudadanos que, cohesionados por intereses económicos, ejercieron el control político desde la Independencia hasta principios del siglo XX.
Expresión de lo anterior y solo por nombrar a algunos destacados representantes de ese sector político, mencionaré a Andrés Bello, un conservador, quien no solo fue un jurista, filosofo, poeta, escritor, primer rector de la U. de Chile, y uno de los más grandes humanistas de Latinoamérica del siglo XIX; Benjamín Vicuña Mackenna, dinámico miembro ilustre de la clase dominante, de convicciones liberales, que siendo intendente de Santiago se dio a la tarea de embellecer la ciudad dejando un legado de obras de arte en el espacio público que hasta el día de hoy disfrutamos. Así ocurre con la ornamentación del cerro Santa Lucia, para la que el propio intendente, de su propio patrimonio, compró jarrones, estatuas y toda clase de ornamentos para embellecer el lugar.
Añado a Luis Cousiño, terrateniente liberal, considerado por muchos un verdadero patrono de las artes, quien, aparte de construir el parque de Lota, donó a la ciudad de Santiago el hoy llamado Parque O’Higgins.
Sin embargo, fue el centenario de nuestra independencia, la oportunidad para que esta misma “oligarquía reaccionaria y conservadora” decidiera tirar la casa por la ventana y se esmerara embriagada de entusiasmo en celebrar los cien años del nacimiento de la República de Chile, construyendo numerosas, estatuas, monumentos, fuentes de agua y edificios públicos, junto con editar libros finamente empastados que ilustraban estos logros.
La mayoría de estas obras de arte y edificios más emblemáticos, hasta el día de hoy, están allí: la Estación Mapocho, el Palacio de los Tribunales de Justicia, la Biblioteca Nacional, la entrada principal y fuente de Neptuno del cerro Santa Lucia, la estación de Pirque, la Fuente Alemana, la canalización del río Mapocho y el Parque Forestal.
Sin embargo, toda la lista de monumentos anteriormente descritos palidece, al compararla con la obra más importante de todas las inauguradas para la ocasión, esto es, el palacio que albergaría al Museo y Academia de Bellas Artes.
Expresión del enorme compromiso de las autoridades de la época, por impresionar a las futuras visitas y delegaciones extranjeras que vendrían a las ceremonias oficiales preparadas para la celebración del centenario, el gobierno de Chile en 1901 nombra comisionado a Alberto Mackenna Subercaseaux, asignándole recursos económicos ilimitados, para comprar y traer especialmente de Europa, las esculturas y pinturas que sirvieron para la creación del mencionado Museo de Bellas Artes.
Resulta evidente que lo que las élites y la oligárquica de la época buscaban con la realización de esta infinidad de obras y monumentos públicos, no era otra cosa que presentar de forma simbólica, credenciales al mundo, especialmente a Europa, de ser, Chile, un país altamente civilizado. Estas realizaciones, pretendían expresar las virtudes del país, exaltando el alto grado de cultura alcanzada durante los cien años de nación independiente.
Compare usted, estimado lector, el nivel y el compromiso con el arte y la cultura de la antigua oligarquía de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, con los representantes de la derecha política y económica de hoy, indisolublemente asociada a la tacañería, a la estética de los guetos verticales, el desprecio por el patrimonio, un mal gusto que impresiona al visitante y que salvo excepciones, toma distancia de lo importante que es implementar políticas culturales de interés.
Pero, ¿nos ofrece algo mejor la candidata de centro izquierda y militante del Partido Comunista Jeannette Jara?
Parece que no.
Con la llegada de septiembre, nos informamos que la encargada de los temas relacionados con la cultura de la candidata Jara, es Ana María Gazmuri, actriz y diputada. Ella se ha hecho conocida por promover porfiadamente el uso “terapéutico y recreacional” de la marihuana. Agreguémosle a esto que, hace unos meses, reconoció que, junto con ser una fumadora habitual de ese psicotrópico, consumía hongos alucinógenos.
Para entender el sentimiento de decepción y hasta de espanto que en vastos sectores de la izquierda provoca esta designación, hay que reconocer el vínculo indisoluble que históricamente ha tenido esa ala del espectro político nacional, especialmente el Partido Comunista, con lo más sublime del arte y la cultura en Chile.
Sería bueno recordar a los responsables de esta discutible designación, que en un pasado no muy distante, no había, – salvo excepciones,- artista e intelectual que se preciara de tal, que no militara en el partido fundado por Luis Emilio Recabarren.
Poetas como Vicente Huidobro y el Premio Nobel Pablo Neruda, el periodista, escritor y diputado Orlando Millas, Violeta Parra, Víctor Jara, los escritores Pablo de Rokha, Francisco Coloane, Volodia Teitlboim y Pedro Lemebel, además de los pintores Pedro Lobos, Gracia Barrios y José Balmes, son solo un pequeño listado de nombres que militaron en el Partido Comunista y que hoy deben estar revolcándose en su cripta al saber de esta designación.
Por otro lado, conviene recordar que a pesar del innegable interés y genuino compromiso demostrado por el Presidente Gabriel Boric por la cultura y el arte en particular, el Ministerio de las Culturas y el Patrimonio estuvo marcado por un sinfín de errores y chambonadas que tuvieron expresión en el desfile de ministros que pasaron por la cartera, la negativa de asistir como invitado de honor a la Feria del Libro de Frankfurt, la polémica que rodeó el concurso para concurrir a la Bienal de Venecia, la vergonzosa licitación “exprés” para levantar un monumento a Gabriela Mistral, las denuncias por la contratación de centenares de abogados, periodistas, compañeros, compañeres, pololos, pololas, amantes, amigos y amigües. Sin embargo el premio mayor se lo lleva la fallida compra de la casa del presidente Salvador Allende, frustrada iniciativa que termina de poner el broche de oro a la gestión del cuestionado ministerio.
En un escenario tan desolador, muchos se preguntan y sostienen: ¿no sería mejor cerrar simplemente el Ministerio de las Culturas y el Patrimonio? Una institución convertida desde hace años en el jarabe milagroso capaz de sosegar los deseos imposibles de gestores culturales chantas y artistas que buscan ser premiados por los gobiernos de turno. Al menos así la decadencia cultural de la que somos testigos, no se financiaría con dineros públicos y no quedaría comprometido el alto nombre del Estado de Chile.
Como reflexión final, podemos afirmar que tal vez se podría ensayar otra solución, que nos evitaría el malestar de tener que financiar una institución pusilánime de carácter sumiso, cuya personalidad fundacional fue domesticada por la mano selectiva y generosa que mueve los hilos del poder.
Independientemente de quién resulte ganador en las próximas elecciones presidenciales, la existencia del Ministerio de las Culturas y el Patrimonio, solo se justifica bajo dos condiciones. Primero, de sacar de ahí a toda esa cofradía de apitutados anteriormente descrita, para, segundo, incorporar masivamente funcionarios capacitados y profesionales, patriotas honestos y conmovidos con el significado profundo de la cultura en todas sus expresiones.
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