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“El psicoanalista desnudo” de Gabriel Dukes: despegar la mirada del texto CULTURA|OPINIÓN Crédito: imagen de portada del libro

“El psicoanalista desnudo” de Gabriel Dukes: despegar la mirada del texto

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Marcelo Simonetti
Por : Marcelo Simonetti Escritor y periodista.
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También es una novela que plantea esa dicotomía que existe entre el éxito y la felicidad, al punto que uno llega a preguntarse si acaso no son dos términos antagónicos.


Después de leer «El psicoanalista desnudo», de Gabriel Dukes (Forja, 2025) me ha venido a la mente una película ochentera dirigida por Martin Scorsese que lleva por título «Después de hora». Se trata de una película tan divertida como trepidante, en donde el protagonista no hace más que sortear un obstáculo para enfrentarse a otro, al punto que tras terminar su jornada como oficinista se enfrenta a la peor noche de su vida en la que terminará convertido en una escultura de yeso. La novela de Dukes tiene el mismo ritmo trepidante de la película de Scorsese, y su protagonista, el doctor Lev, al igual que el protagonista de «Después de hora», tomará una serie de decisiones que convertirán su vida apacible en un aparente laberinto sin salida.

También he recordado una serie brasileña «PSI», que narra la vida de un psiquiatra, psicólogo y psicoanalista un poquito patológico. Tuvo cuatro temporadas y en cada episodio Carlo Antonini, el protagonista, detallaba algún caso algo fuera de lo común que le había tocado tratar en su consulta. Al igual que en la serie que cito, en «El psicoanalista desnudo» su autor construye de manera magistral la atmósfera de una sesión de psicoanálisis, ese espacio íntimo que vincula al profesional con su paciente, algo que a mí me seduce mucho.

Y lo digo no solo porque en mí habite un psicólogo o psicoanalista frustrado, sino también porque soy un convencido de que la mejor literatura se construye a partir de la posibilidad que brinda el autor de dejar abierta la puerta a la intimidad de sus personajes, a esas escenas en que el lector pasa a ser un testigo privilegiado de una conversación o un encuentro que solo se puede dar a puertas cerradas. Para entrar a esa intimidad el autor debe construirla, y para construirla debe saber muy bien cómo son sus personajes, sus capas, sus miedos, sus verdades. En este sentido, las conversaciones que tiene el doctor Lev con Montserrat —la mujer de Raimundo Cuéllar, un villano egótico y controlador, psicoanalista por añadidura— y con Rosario —candidata a psicoanalista, y amante de Cuéllar—, son espacios en los que uno se compenetra con los personajes y genera esas complicidades que solo podemos establecer con aquellas personas a las que conocemos profundamente.

Puesto a ponderar la virtudes del texto habría que celebrar su gran tensión —y con esto me refiero al procedimiento de plantear atractivas preguntas en el inicio y demorar sus respuestas, que provoca que el lector no pueda dejar el texto—; los personajes bien construidos, al punto que si uno los viera por la calle podría reconocerlos —personalmente me encantaría cruzarme con Montserrat—; conflictos muy bien urdidos, y una prosa que avanza entre lo coloquial y lo elegante, sin efectismos, sencilla, contundente.

Sin embargo, lo que más me sedujo de «El psicoanalista desnudo» fue su capacidad para interpelar al lector, el hecho de que funcione como un espejo de nuestra propia realidad. Quienes sean buenos lectores probablemente me van a entender cuando digo que hay momentos de la lectura de un libro en que uno cambia la dirección de la mirada, se despega del texto, para mirar el horizonte o la naturaleza que estalla del otro lado del ventanal, como una forma de conectarnos con aquello que el texto nos evoca. Son pequeñas epifanías que descubrimos en la historia y que nos obligan a detenernos, a desviar la mirada, a apropiarnos de ellas para confrontarlas con la propia experiencia. Yo creo que, entre otras cosas, leemos para prodigarnos esos momentos, para despegar la mirada de una lectura y conectarnos con nosotros mismos.

Y esos momentos en la novela de Dukes no son pocos. Y es de esos momentos de los que quiero hablar en esta presentación.

El doctor Lev es un psicoanalista de mediana edad, que sobrelleva una serie de conflictos sin decidirse a hacerles frente del todo. Ha hecho de la atención de pacientes su vida, de su consulta el mundo que habita, restándose, en parte, de otras experiencias vitales, sobre todo respecto de reiniciar su vida sentimental. Separado de su mujer, tiene una relación algo distante con su hija Sigall; su padre atraviesa por un cáncer; carga consigo el suicidio de uno de sus pacientes; lo mismo que la muerte de su hermano pequeño, Jacobito, muerte que él presenció y arrastra desde la infancia. A ello se suman los problemas que advierte en Rosario, a quien supervisa en el trabajo con sus pacientes; y las dudas de Montserrat en su relación con Cuéllar, las que va develando luego de que Lev acepta ser su terapeuta. Todas estas situaciones van a confluir en una especie de tormenta perfecta de la que no sabemos cómo logrará zafar Lev.

Una de las premisas de una buena historia consiste en hacer que esta le importe al lector. Y Gabriel se las arregla bastante bien en hacer que esta nos importe porque empatizamos con Lev desde el inicio, porque de algún modo le pasan las cosas que a nosotros nos pasan —y digo nosotros como una forma de encerrar en una palabra a todos aquellos que tenemos más de cincuenta años, lo que no significa que alguien de treinta no pueda leer la novela y gozarla de principio a fin—. Porque a estas alturas del partido, quién no ha atravesado ese trance que implica que los padres se enfermen. Quién no ha sentido esa suerte de impotencia por querer librar a cualquiera de nuestros padres de las circunstancias de una grave enfermedad y poder hacer poco al respecto. Lev vive el cáncer de su padre y todo lo que ello implica. Me vi leyendo la novela y despegando la mirada de ella para recordar la enfermedad por la que atravesó mi padre y todas sus vicisitudes.

Es inevitable no levantar la mirada del texto cuando Montserrat se cuestiona su relación con Cuéllar o cuando Rosario se ilusiona ante la posibilidad de que el propio Cuéllar deje a su mujer para iniciar una nueva vida con ella. ¿Qué es lo que buscamos en la pareja?, ¿qué es lo que se espera de nosotros?, ¿cómo cuidamos una relación?, ¿cuáles son las renuncias que estoy dispuesto a aceptar por seguir adelante en esa vida de a dos?

También es una novela que plantea esa dicotomía que existe entre el éxito y la felicidad, al punto que uno llega a preguntarse si acaso no son dos términos antagónicos. Porque a los ojos de los demás, Raimundo Cuéllar parece tenerlo todo: un sicoanalista renombrado y prestigioso, buena pinta, una mujer guapa, varios años más joven que él, dinero, independencia, ascendencia sobre los demás. Pero basta escarbar un poco para darnos cuenta de que detrás de ese aparente éxito hay zonas oscuras, poco virtuosas, y una trastienda de vida que huele como una cloaca.

Hago estas disquisiciones y temo que se hagan una idea algo errada de «El psicoanalista desnudo». No piensen, por favor, que es un texto que coquetea con la autoayuda o destila un existencialismo que cada dos párrafos se pregunta por el sentido de la vida. Nada más lejos de esto. Esta es una novela que se lee de una sola sentada, que está llena de sorpresas y giros, que incluso tiene momentos de humor, divertidos, sin que esto signifique hacer concesiones a un facilismo narrativo. Gabriel ha escrito una novela que conjuga entretención y profundidad, que divierte e interpela, y que es también un viaje al corazón del psicoanálisis.

Probablemente muchos de ustedes sabrán que en hebreo el nombre del protagonista, Lev, significa «corazón» y que esta palabra se usa en la Biblia para representar la esencia del ser humano, abarcando no solo el sentimiento, sino también el pensamiento y el deseo. Sentimiento, pensamiento y deseo se conjugan no solo en el protagonista, sino que son tres ejes que recorren la novela y que, no tengo dudas, para quienes la lean convertirán esta historia en una novela difícil de olvidar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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