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Ray Bradbury: relectura e interpretación CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

Ray Bradbury: relectura e interpretación

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Cuando cumplió 80 años el 2000, Ray Bradbury comentó en una entrevista: “La gran diversión de mi vida ha sido levantarme cada mañana y correr hacia mi máquina de escribir porque alguna idea nueva se me ha ocurrido. El sentimiento que tengo cada día es más o menos el mismo que cuando tenía 12 años”.


Ray Bradbury (1920-2012) explica varias cosas interesantes acerca de su arte de escribir en el prólogo de uno de sus primeros libros, el volumen de cuentos policiales titulado Memoria de crímenes (1959), que contiene sus textos más antiguos, algunos de los años 40. Dice: “El año en que dejé la escuela secundaria en Los Ángeles adopté para el resto de mi vida el régimen de escribir un cuento por semana. Yo sabía que sin cantidad no podía haber calidad”. Y agrega: “Mientras tanto, trataba de meterme por los ojos toda la experiencia literaria posible: buena, mala, indiferente o excelente para que, con un poco de suerte, saliera luego de mis dedos”.

Pasó muchas noches en las bibliotecas, como ha contado; y muchas cuartillas cayeron botadas a la basura. Ray Bradbury cumplió su objetivo y por unos tres cuartos de siglo escribió un cuento por semana o, alternativamente como aclara él, capítulos de novelas o tiradas de versos. Desde ya, un empeñoso Bradbury teenager saca su propia revista, Futuria Fantasía, cuyos cuatro únicos números se han convertido en tesoros de coleccionista. Pronto abandona el género policial o negro. Reconoce que no podía competir con estrellas resplandecientes del brillo de Hammett, Cain o Chandler, porque no se hallaba capaz: “La ficción policíaca, así como los géneros de fantasía, ciencia-ficción y horror eran mi fiesta. Pero mi talento se desarrolló más rápidamente en los últimos porque exigen intuición… Los cuentos de misterio, que exigían dura reflexión, dañaban mi capacidad de usar la intuición a fondo”.

Nada más cierto. Los cuentos de Memoria de crímenes se leen con placer, pero no constituyen el punto más alto de la extensa obra de Bradbury. A menudo lo fantástico tiende a colarse y los cuentos derivan al garete en aguas poco profundas; una cierta obviedad que no se supera al final, les hace perder encanto. Rescatable en todo caso su detective, Douser Mulligan, un personajillo cínico, esmirriado, arriesgado hasta lo inverosímil, que imita a los sabuesos literarios como el Sam Spade del Halcón Maltés (aunque se parece más a Joel Cairo). Protagoniza algunos de los mejores cuentos de este volumen.

Luego Ray Bradbury se mueve hacia el cuento de horror. Su concepto del horror se sustenta sobre todo en que los sucesos cotidianos se ven transformados en situaciones inusuales, extrañas, a menudo siniestras. No son los entornos misteriosos, aislados, tenebrosos, del relato gótico; ni los fantasmas enfermizos, mentales, de Edgar Allan Poe. Su inspiración confesada fue H.P. Lovecraft y su mentor August Deleth, discípulo de aquel, el cual orientó al joven Bradbury para publicar en las revistas pulp abocadas al género. De allí salió Carnaval negro (1947), su primer libro de recopilación de cuentos. Se vendió con gran éxito y desde entonces el escritor se paseó por la fama, solicitado por las mayores revistas y editoriales. Cabe mencionar que el libro El país de octubre (1955) contiene una buena parte de los relatos de horror de ese libro juvenil.

Ray Bradbury se prodigó pues, primero, en el relato policial y luego en el de horror antes de embarcarse en el género que le dio fama universal: la ciencia-ficción. En ciencia-ficción hay que decir que Bradbury se alzó en innovador del género. Introdujo una cierta exquisitez formal y una presencia de lo poético que sonaban raras, en un género más inclinado a la truculencia y el espectáculo que a la delicadeza. En tal marco, su obra aparece singularizada por el escepticismo frente a la tecnología y, sobre todo, por la crítica de la mentalidad mezquina y destructiva del hombre de la segunda mitad del siglo XX. Reforzada en lo que va del siglo XXI, aprovechemos de decir. Aunque a veces puede pecar de sentimentalismo y didactismo, su lectura busca honestamente remover las conciencias. Entre las críticas que se le hacen está que a veces resulta un tanto empalagoso con tanto derroche de lirismo; y que en su aproximación a la tecnología se revela anticuado, superado.

Así pues, en Crónicas marcianas (1950) Bradbury narra, en forma de novela, pero en realidad se trata de un conjunto de cuentos entrelazados, la “historia” de la colonización humana de Marte. El escritor no se equivocó en algo: la devastación que los humanos provocan en el planeta rojo se queda corta al lado de lo que estamos viendo en la actualidad en nuestro propio planeta. Bradbury siempre se declaró sensible al tema ecológico y en esa época se vivía apenas el inicio. El hombre ilustrado (1951) continúa en esta vena, y en este caso el hilo conductor son los tatuajes vivientes que decoran a un personaje. Para los seguidores del maestro Bradbury recomiendo el cuento titulado “La mujer ilustrada”, que forma parte del volumen Las maquinarias de la alegría (1964), una ingeniosa autorreferencia.

Este último libro, ya que estamos en él, trae cuentos que no pertenecen a ningún género, donde destaca la capacidad de Ray Bradbury para la percepción de hechos sociales. El racismo, los abusos de la religión y la censura, el despotismo, la pérdida de las tradiciones, la falta de solidaridad y la destrucción de la naturaleza, son temas recurrentes incluso en la narrativa más reciente de Bradbury, que se ha alejado de las temáticas de sus obras de ciencia-ficción más populares.

Transformado en un clásico ya en vida, Bradbury prefirió un registro más amplio, que se concentra en su visión del naciente siglo, tocando variados temas de su interés; y donde predominan ciertos tópicos culturales y sociales que tienen que ver con él mismo y con sus raíces. Ya no es más un referente contemporáneo en materia del género ciencia-ficción, cabe señalar. Aunque no por nada escribió en una carta: “No me dan miedo los robots sino la gente”.

Lo mejor de la narrativa de Bradbury surge marcada por una época precisa, la que viene tras la Segunda Guerra Mundial, cuando el pavor de la posible conflagración nuclear es encubierto de algún modo por la esperanza (ilusión) que da la carrera espacial. Los viajes a otros planetas, la fascinación de los cohetes, los intercambios con civilizaciones de otras galaxias, la búsqueda de recursos más allá de la tierra, en general esa clase de temas, alimentaron una obra que se insertó maravillosamente en el inconsciente colectivo. Las traducciones en nuestro medio mostraron lo mucho que esas problemáticas, aparentemente lejanas, también nos alcanzaban. Un entusiasta Borges prologó con brillantez la edición en castellano de las Crónicas marcianas.

Sin embargo, a pesar de los anacronismos, su obra ha fascinado a tres generaciones de lectores, y otras se integrarán seguramente al culto. Sus libros se siguen leyendo con pasión, sus más de 600 cuentos siguen siendo buscados por los lectores, sus narraciones siguen siendo saqueadas por el cine. ¿Por qué? Esa capacidad suya para emocionar, inquietar, hacer soñar con lo misterioso de la humanidad del siglo XX (y no con fantasmas en castillos), lo hace un autor popular, que hechiza al lector. Hay algo de intemporal en su obra, una saudade del paraíso, de la perdida niñez, tal vez. No dudaría en ponerlo al lado de Hans Christian Andersen, de los hermanos Grimm, de Charles Perrault…

No hace mucho vi un documental sobre un encuentro de escritores de ciencia-ficción. Al medio, recibiendo honores, un ancianito Ray Bradbury sonreía con alegría y firmaba libros. A su lado, un joven autor premiado no podía contener las lágrimas. Es que saca demasiada emoción sentirse cercano a un inmortal, que tanta alegría nos ha dado a los aficionados al género.

Cuando cumplió 80 años el 2000, Ray Bradbury comentó en una entrevista: “La gran diversión de mi vida ha sido levantarme cada mañana y correr hacia mi máquina de escribir porque alguna idea nueva se me ha ocurrido. El sentimiento que tengo cada día es más o menos el mismo que cuando tenía doce años. En cualquier caso, aquí estoy a mis ochenta, sumido en igual sentimiento”. Toda una vida en la literatura…

Escritores, a no olvidar su fundamental lema: “Sin cantidad, no puede haber calidad”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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