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El auténtico peligro del pinochetismo millennial Opinión

El auténtico peligro del pinochetismo millennial

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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El discurso de la diputada Camila Flores no nos llama la atención por su supuesta limitación intelectual, sino por la soltura y liviandad con que surge de alguien que no tiene ninguna necesidad de enarbolarlo como bandera de lucha. En este sentido, el pinochetismo millennial da cuenta de un fenómeno mucho más profundo que una simple pachotada o ingenuidad personal. El pinochetismo no es solo un resabio del pasado, una especie de atavismo galvanizado en un grupo de defensores recalcitrantes que va a terminar por extinguirse cuando esa generación se muera, sino que se articula más bien como una visión política que se que se traspasa a las nuevas generaciones. El resurgimiento de una visión que emerge casi como algo teórico, ideológico, desprovista del dolor, la culpa, el oprobio, de quienes tomaron parte de él.


Genera una sensación un poco surreal observar la acérrima (y no del todo desarticulada) defensa del régimen de Pinochet por parte de la diputada RN Camila Flores. Una especie de refracción, la sensación de haber entrado de pronto –sin darse cuenta– en una máquina del tiempo, y haber retrocedido al Chile de los 90, de estar contemplando una resurrección de Jovino Novoa o Pablo Longueira, travestidos en la figura de una mujer asombrosamente joven, vestida a la moda, indudablemente de nuestro tiempo, pero que emplea los mismos argumentos, las mismas justificaciones, la misma política del “empate”, que ya se creían relativamente (digo, relativamente) erradicados del panorama político nacional.

Pero no, hay una diferencia, algo en el tono, en el estilo, muy sutil al principio pero que comienza a hacerse cada vez más palmario a medida que uno escucha hablar a la diputada Flores. Es su absoluto desparpajo, la ausencia de cualquier tipo de duda o crisis interna, una conciencia que no ha tenido que cicatrizar, porque no ha sufrido ninguna herida. Camila Flores recoge las mismas categorías de los defensores de la Dictadura de los 90, pero se desprende por completo del trauma en el que se inscriben. Su defensa, por tanto, aparece totalmente desprovista de culpa, justificaciones personales, aunque sea dudas. Es pura positividad; historia, no biografía.

Los argumentos son los mismos que hemos escuchado cientos de veces: la violencia no comenzó el 73, sino mucho antes, el Gobierno de Allende fue el gran responsable del golpe, Pinochet (y las Fuerzas Armadas) fueron forzadas a tomar el poder, el “pronunciamiento” fue fruto de un enfrentamiento entre dos bandos, un país dividido, una guerra civil, que el Ejército debió luchar y ganar, para luego reconstruir el país, la Dictadura fue un gobierno “de excepción”, de carácter refundacional, sentó las bases de la institucionalidad del país.

Por supuesto, incluye también algunas joyitas de cuño propio: Pinochet es un ejemplo de demócrata (¿?), lamentablemente ella no tuvo el “privilegio” de conocerlo (la palabra “privilegio” repetida muchas veces, con gran prestancia y ni un ápice de duda), si lo hubiera hecho sin duda le habría preguntado si sabía algo de las violaciones de los Derechos Humanos.

“¿Y qué opina de las violaciones de los Derechos Humanos?”, pregunta un desesperado Daniel Matamala, poco acostumbrado a lidiar con una defensa tan frontal de la dictadura, menos aún en la figura de una millennial completamente incólume a las categorías de lo políticamente correcto. “Por supuesto que las condeno, pero no me puedo hacer cargo de ellas. Yo nunca he asesinado a nadie, absolutamente a nadie” (El “absolutamente” recalcado, como si fuera una gran gracia). Claro, cómo se va a “hacer cargo”, alguien que nació un año antes que se produjera el Plebiscito.

El que diga que la diputada Flores es tonta, se equivoca completamente, trata de tapar el sol con un dedo o cae presa de estereotipos machistas (probablemente las tres alternativas juntas). El discurso de Flores no es un arrebato, ni un gusto personal, ni una idea inoculada por otros y repetida mecánicamente. Es una visión histórica y política, aparentemente bien reflexionada y apropiada, insólitamente consistente y, todo hay que decirlo, bastante bien informada. Me sorprende –diría incluso que me disgusta–, el hecho de que se la haya pretendido despachar tan rápidamente como una tontera, emergida de alguien corto de luces, cuando nunca se ha empleado este tipo de calificativos con sujetos como el diputado Urrutia, el columnista Gonzalo Rojas y el mismo José Antonio Kast, que llevan un tiempo voceando opiniones muy similares. Indudablemente hay un prejuicio de género en descalificaciones de este tipo.

El discurso de la diputada Flores no nos llama la atención por su supuesta limitación intelectual, sino por la soltura y liviandad con que surge de alguien que no tiene ninguna necesidad de enarbolarlo como bandera de lucha, a no ser que sea por convicciones reales. En este sentido, el pinochetismo millennial da cuenta de un fenómeno mucho más profundo que una simple pachotada o ingenuidad personal.

El primer rasgo de este fenómeno es bastante obvio. A pesar de todos los esfuerzos que se han hecho por esclarecer la verdad histórica, buscar justicia para las víctimas de los crímenes de la dictadura, y, sobre todo, crear conciencia sobre la importancia primordial del respeto a los Derechos Humanos, la sociedad chilena dista mucho de haber alcanzado una opinión homogénea respecto de la dictadura de Pinochet.

Es indudable que a lo largo de estas tres décadas se ha avanzado en la construcción de una mayoría política y cultural, pero esto no implica que las visiones antagónicas se hayan absorbido por completo, ni de cerca. Es evidente que subsiste un segmento, minoritario pero relevante, que sigue valorando la Dictadura, y que probablemente va a morir pensando así. Esta es una realidad que nos debe preocupar, llamar a redoblar esfuerzos, pero que es necesario asumir.

El segundo, mucho más sorprendente por cierto, es constatar que el pinochetismo no es solo un resabio del pasado, una especie de atavismo galvanizado en un grupo de defensores recalcitrantes que va a terminar por extinguirse cuando esa generación se muera, sino que se articula más bien como una visión política que se regenera, que se traspasa a las nuevas generaciones (aunque sea de forma reducida), y que es revivida y rearticulada por quienes la adoptan, en sus propios términos, con su propio lenguaje y, sobre todo –como he mencionado–, desde su propio contexto emocional y vital.

La generación millennial, que nació en Chile en la década de los 80 y 90, creció en una sociedad libre, democrática. Este hecho le otorga una nueva perspectiva para observar el presente, y el pasado, ya libre del miedo y el trauma que quedó atado de por vida a las generaciones que vivieron el golpe y crecieron en dictadura. Se trata de un fenómeno positivo, que ha dado lugar a nuevas visiones y movimientos políticos, que tienen mucho que decir acerca del presente, y también del pasado de Chile. No obstante, la ausencia del trauma personal implica también un riesgo, que tiene su expresión más dramática en el resurgimiento de este pinochetismo millennial, que emerge casi como algo teórico, una visión histórica o ideológica más, desprovista del dolor, la culpa, el oprobio, de quienes tomaron parte de él.

Es lamentable, incluso trágico, que haya gente que piense que un régimen autoritario es justificable en ciertos contextos, y peor aún que revalide el carácter refundacional de una dictadura, aun a costa de violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos. Pero, lamentablemente, parece que se trata de argumentos y visiones ideológicas consustanciales a una sociedad democrática, que no se pueden suprimir por decreto. Son, por decirlo así, el precio más alto que hay que pagar por vivir en una sociedad democrática.

Por supuesto, se puede prevenir la denegación rampante de crímenes de Estado, objetivamente probados. Este es el fundamento de ciertas legislaciones europeas que prohíben la negación del Holocausto. En el centro de Europa se exterminaron sistemáticamente seis millones de personas, y ningún “historiador” o político se puede dar el lujo (como sucedió) de decir que eso no ocurrió o que era un invento de ciertos grupos de poder.

Pero no se puede hacer lo mismo con determinadas visiones políticas o ideológicas y, de hecho, las ideas nacionalsocialistas han vuelto a surgir en Europa (a pesar de estas leyes), de forma realmente alarmante. La democracia no es –nos enteramos a medida que pasan las décadas–, un camino que avance en una sola vía, ni siquiera que garantice un avance en vez de retrocesos, es tan solo la delimitación del campo de debate, donde distintas visiones de la realidad compiten por supremacía.

En este contexto, no se le puede decir a las nuevas generaciones lo que pueden pensar y lo que no, ni siquiera lo que pueden expresar y lo que no. De hecho, tampoco es la mejor forma de combatir estas ideas, y esta es la razón de fondo por la cual el proyecto de ley que busca sancionar el negacionismo en Chile es una mala idea. La prohibición por decreto solo engendra más prohibiciones, en una lista que puede alargarse de manera muy peligrosa, y que puede rebotar, en el curso de la historia, en contra de distintas vertientes políticas, como el infame artículo 8vo de la Constitución de Pinochet.

Políticamente, además, la penalización de ciertas ideas es también ineficaz, pues solo refuerza las ideas prohibidas, las rodea de un aura heroica, victimiza a quienes las sostienen y aliena a quienes las combaten. El camino correcto es más arduo: la reflexión y la lucha permanente, la demostración diaria de que el camino no es el odio, la intolerancia ni la violencia, sino la tolerancia, el respeto y la democracia.

El resultado no será nunca una sociedad completamente homogénea en torno a estos sentidos, por más fundamentales que parezcan, sino una sociedad libre y, por lo mismo, perpetuamente responsable de ir construyéndolos día a día.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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