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La realidad neoliberal es nuestro «Mundo Feliz» Opinión

La realidad neoliberal es nuestro «Mundo Feliz»

Eduardo Alvarado Espina
Por : Eduardo Alvarado Espina Doctorando en Ciencias Políticas. Máster en Relaciones Internacionales y Máster en Análisis Político
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En nuestra realidad nos parecemos a esa idea de perfección social que se expone en “Un Mundo Feliz”, un ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes. Una perfección que resume muy bien lo que se espera de la humanidad en nuestros tiempos. Pero también significa lo que no se espera de ella, pensamiento crítico, ni debate político, así como tampoco cooperación. Quien pretenda ir contra corriente acaba clasificado como un paria por sus propios pares.


La realidad que asumimos cotidianamente está en nuestra cabeza. No obstante, ésta no es exclusivamente una proyección de nuestra consciencia. La forma en la que concebimos el mundo está contaminada por ideas insertadas mediante un prolongado proceso de inception por parte de un sistema que resulta invisible a simple vista. Este nos convence de que lo importante es la satisfacción individual. Una especie de disfraz de felicidad que exponemos a otros, donde no hay espacio para la frustración, la ira, la ansiedad, la tristeza, la desolación y otras emociones penalizadas socialmente. El sistema reclama esa felicidad a pesar de precarizar las condiciones materiales y psicológicas de la mayoría de personas. Pero, ¿cómo opera la realidad del sistema?

Vayamos al comienzo, a ese modo de vida que pivota nuestra realidad. Vivimos en un mundo cuyo centro dinamizador es una supuesta racionalidad económica. Una que pregona, a modo de sermón, que lo importante es el crecimiento económico, el libre mercado y la inversión privada. Un sermón que nos define como ese homus económicus propuesto por la ideología económica neoclásica de Hayek, y que nos reduce a un mero productor y consumidor de bienes y servicios transables. Nuestras funciones prioritarias son trabajar, producir y consumir. En este esquema, la creación artística así como el pensamiento o la ciencia solo pueden emerger si están supeditadas a los dictámenes de la rentabilidad económica de los propietarios del capital. Desde esta perspectiva economicista, los individuos son libres de elegir, en tanto lo hagan enmarcándose en lo que el sistema propone.

Dentro de ese marco a mucha gente se le ha convencido de que con el esfuerzo individual se puede salir de la pobreza o que un mayor consumo es mejor para todos. No obstante, lo primero no es más que un acto de auto-explotación que, de no contar con la ayuda de otros, solo perpetúa la precariedad a muchas personas. En el segundo caso, el efecto real de un mayor consumo es aumentar exponencialmente la riqueza de los más ricos y reducir los ingresos de los más pobres. Esto es, una transferencia de rentas de abajo a arriba. Ninguna de estas ideas es evidencia de la vida de la mayoría. Pero, si no hay verdad en ellas, entonces por qué siguen siendo las que predominan en la sociedad actual. Esto se debe básicamente a que existe algo que podríamos denominar “red de dominación”, la que da sentido a todas las inconsistencias del sistema social. Una red que actúa como una élite que comparte intereses, valores e ideología.

Tomando como fundamento las ideas neoliberales, esta élite ha desarrollado un gran trabajo de ingeniería de control social. Ha dado vida a una máquina panóptica en la que los engranajes, puntos de enganche y secuenciadores funcionan con gran eficiencia. Gracias también a un relato que es capaz de hackear los cerebros humanos para hacerlos funcionales, e incluso totalmente adeptos a cierta racionalidad que no tiene correlación factual o que es estadísticamente irrelevante.

Por ejemplo, el profesado ascenso social de personas de estratos sociales bajos a estratos intermedios o altos, el cual es expuesto como un triunfo del sistema cuando no es más que un hecho excepcional. Y esta idea cala a pesar de la rígida segregación entre estratos sociales que impone la versión más radicalizada del capitalismo que convierte a las clases sociales en verdaderos compartimentos estancos. Esto conduce a que se vea con normalidad la existencia de supermercados, centros comerciales, colegios, barrios, actividades de entretención, etc. diferenciados por clase social.

Todo lo anterior se ve reforzado mediante varios mensajes reproducidos y sacralizados por todas las instituciones de socialización humana. En la familia, el colegio, la universidad, los medios de comunicación y la empresa se repiten como un mantra frases que favorecen la competencia, el egoísmo, el consumo, la inversión o la propiedad por sobre la cooperación, el conocimiento, el desarrollo espiritual o la empatía. Esa es la ruta al éxito. Gracias a su aceptación nos convencemos de que la pobreza es el resultado individual de la flojera, en tanto que para surgir hay que sacrificar todo por el trabajo. Esto último casi siempre es acompañado de imágenes y testimonios de personas que dan un halo romántico a la precariedad laboral. Y voilà, tenemos la síntesis perfecta entre ideología y estructura, donde las ideas se ven justificadas por la realidad y viceversa.

De este modo, todo nuestro ciclo vital se encuentra definido por la visión del sistema, que no es otra que la de que seamos dócilmente adaptables al mismo. Que todo sea una carrera interminable hacia la ilusión de un bienestar individual basado en la triada trabajo-dinero-consumo. Esto implica que nuestras habilidades, capacidades, conocimientos y tiempo queden sí o sí totalmente disponibles para la producción que impone el capital. En términos efectivos, ser útiles para otros individuos que escasamente se han visto sometidos a esta triada. Sí, porque el mercado, la competencia y el trabajo solo existen para quienes no son parte de la élite.

En cierta forma, nuestro mundo es prácticamente una distopía. Un mundo que puede ser intrínsecamente similar a algún relato literario perteneciente al género distópico, como el de Brave New World de Aldous Huxley.

En la obra de Huxley, publicada en 1932 y traducida al castellano como “Un mundo feliz”, se describe una sociedad global gobernada por centros de reproducción en vitro. El leitmotiv de esta sociedad es la felicidad humana, concebida como un estado constante de evasión, somnolencia cognitiva y una especificidad laboral determinada desde antes de nacer. En él no hay espacio para el amor, la ira, la épica, el pensamiento crítico, el arte y/o la cooperación, todo ello identificado como los pesares que hacen infelices a los seres humanos.

En “Un Mundo Feliz” las personas están destinadas a seguir su vida de acuerdo a ideas implantadas a través de un método llamado “hipnopedia”. Ideas que definen conductas que son reforzadas mediante el reflejo condicionado pávloviano y la aplicación de electrochoques. A través de ese condicionamiento se consigue el indisoluble vínculo entre la mente y la función social. A partir de él se consolida una sola forma de entender la vida, la implantada por el poder. Dejando fuera la experimentación masiva con seres humanos, esto es muy similar a la reproducción constante de ciertos mensajes en los medios supuestamente dedicados a educarnos e informarnos en la actualidad.

En términos generales, se puede decir que la novela de Huxley es una crítica al imperio de la racionalidad y el economicismo capitalista. Un dominio que él expone a cada instante mencionando el condicionado amor a la tecnología, la funcionalidad laboral y la alienación consumista de sus personajes. Casi un siglo después, esta crítica bien podría considerarse como una descripción de la realidad funcional dictaminada por el neoliberalismo desde hace cuatro décadas en casi todo el sistema-mundo capitalista. Esa realidad que predomina en nuestro propio mundo feliz.

En nuestra realidad nos parecemos a esa idea de perfección social que se expone en “Un Mundo Feliz”, un ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes. Una perfección que resume muy bien lo que se espera de la humanidad en nuestros tiempos. Pero también significa lo que no se espera de ella, pensamiento crítico, ni debate político, así como tampoco cooperación. Quien pretenda ir contra corriente acaba clasificado como un paria por sus propios pares. En sentido figurado, se convierte en un desterrado de esa “feliz comunidad” de trabajadores, competidores y consumidores. Por cierto, algo similar a lo que sucede en la distopía de Huxley, donde quienes se atreven a desafiar las ideas originarias del sistema son enviados a una lejana isla. Aunque en este caso el destierro es literal.

Eduardo Alvarado Espina es analista político y doctor en Ciencias Políticas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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