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El conflicto social y el modelo de desarrollo chileno Opinión

El conflicto social y el modelo de desarrollo chileno

Enrique Fernández Darraz
Por : Enrique Fernández Darraz Doctor en Sociología, académico.
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En el fondo, el modelo económico chileno se podría homologar al que existió en las faenas mineras del norte y centro del país a fines del siglo XIX y comienzos del XX, o a las faenas madereras de Panguipulli en los 50 y 60: obreros poco calificados trabajando por un jornal bajo, del cual los patrones se apropiaban por la exigencia de comprar en la pulpería o tienda del mismo patrón. La inaccesibilidad de las faenas y el pago en fichas (también en Panguipulli), aseguraban que estas solo fueran canjeables en la pulpería.


A estas alturas, con justa razón, uno puede preguntarse por qué el Gobierno no ha cedido un centímetro a las demandas ciudadanas.

Después de más de dos semanas de marchas y huelgas, de destrozos, y de violencia policial y militar que creíamos erradicada, el Gobierno ha respondido con un tibio cambio de gabinete y con una aún más tibia “agenda social”, que no toca el modelo económico.

Las razones, pienso, son tres y conforman un nudo político, económico y social muy difícil de desatar.

La primera –no la más importante– es ideológica. La derecha chilena, en su amplio espectro, no cree en un Estado que vaya más allá de regular y fomentar las actividades de privados. Es decir, este debe actuar cuando el sector privado no puede o no le conviene producir un bien o servicio. Solo en ese caso el Estado debe asumir un rol relevante.

Esto no significa, sin embargo, que él mismo deba producir el bien o entregar el servicio, sino que puede subvencionar a privados para que lo hagan, bajo el supuesto de que esto será más eficiente y barato. Este principio ideológico tiene una sólida base en la economía, ya que parte importante de ella se sostiene hoy gracias a la captura de recursos del Estado por una infinidad de empresas.

Estas van desde los colegios particulares subvencionados, pasando por recicladoras de basura, hasta licitaciones de parques nacionales, o el establecimiento de “monopolios naturales”, como el agua potable. Concebir un Estado distinto, que elimine el lucro de muchos sectores considerados de bien público, significa, entonces, avanzar hacia un concepto que la derecha no comparte y, además, reducir una significativa fuente de ingresos.

La segunda razón, pienso, es cultural: las elites chilenas (y otras latinoamericanas) nunca han considerado al pueblo como un igual. No solo eso, con frecuencia lo han concebido como inferior cultural, moral y hasta biológicamente. De ahí que se alejen y aíslen de él, nucleándose en sectores alejados y reproduciéndose de manera endogámica.

Esta afirmación se encuentra suficientemente documentada por la literatura historiográfica y sociológica. Uno de los principales “secretos” de los modelos de desarrollo de países tan diversos como Estados Unidos, otros de Europa continental, hasta Singapur y Corea del Sur, fue que las elites consideraban a su propio pueblo como el principal factor productivo y, por lo mismo, parte significativa del gasto público fue destinado a educación y bienestar general de la población.

En Chile ello no ha sido así. Esto lo demuestran no solo la magra inversión en educación, ciencia y tecnología, sino también que el Estado se haya desentendido de muchos sectores y los haya delegado en privados. Generar un modelo educativo y de bienestar que transforme efectivamente al propio pueblo en un factor de cambio social y económico, no es viable en este contexto. Incluso se podría preguntar si ello es de verdad algo deseable para las élites chilenas.

La tercera razón tiene que ver con parte de la afirmación anterior. ¿Por qué, si hay ejemplos internacionales que tantos citan con regocijo, no se invierte en educación pública de alta calidad y en bienestar social, a fin de dinamizar y modificar el modelo económico?

La respuesta está, probablemente, en la estructura productiva nacional. Chile no tiene una oligarquía industrial, como sí la tienen los países con que alegremente nos comparamos. Nuestros grupos económicos viven de actividades primarias y extensivas de exportación, en gran parte a costa de la depredación del medio ambiente (desertificación del territorio por la minería, el cultivo de pinos, eucaliptus y frutales –como la palta y el arándano–; contaminación de las aguas por la piscicultura; extracción indiscriminada de recursos marinos; etc.). Existen sectores con algún grado de elaboración de productos, pero de escaso impacto industrial: vino, celulosa, papel, alimentos y otros.

Las élites europeas y norteamericanas que realizaron tempranos desarrollos industriales para proveer de productos al mercado interno y externo, rápidamente entendieron que ello solo lo podían sostener con recursos humanos altamente calificados. En el caso de Chile, en ausencia de ese desarrollo industrial y con un concepto degradado del pueblo, era y sigue siendo improbable que la élite esté de acuerdo con cambiar de manera significativa las reglas del juego.

En el fondo, el modelo económico chileno se podría homologar al que existió en las faenas mineras del norte y centro del país a fines del siglo XIX y comienzos del XX, o a las faenas madereras de Panguipulli en los 50 y 60: obreros poco calificados trabajando por un jornal bajo, del cual los patrones se apropiaban por la exigencia de comprar en la pulpería o tienda del mismo patrón. La inaccesibilidad de las faenas y el pago en fichas (también en Panguipulli), aseguraban que estas solo fueran canjeables en la pulpería.

El modelo sin duda se ha sofisticado, pero su estructura no ha cambiado: el sistema productivo chileno no requiere de un gran volumen de personal altamente calificado, como tampoco grandes desarrollos científicos o de innovación.

La producción de bienes primarios de exportación está concentrada en pocos grupos económicos (nacionales e internacionales) y el mercado interno se nutre principalmente de la importación de bienes, que la misma élite hace y pone a la venta en sus grandes cadenas de supermercados y tiendas. La venta de servicios se extiende también a ámbitos como educación, salud, pensiones, agua, etc.

Dado que los sueldos son bajos, los mismos grupos económicos –dueños además del sector financiero– los complementan con una amplia oferta de créditos, que van desde los alumnos universitarios de años iniciales hasta los jubilados. Por esta vía –vendiendo los bienes y servicios, y capturando los ingresos presentes y futuros (incluidos los ahorros previsionales) de sus propios obreros– se aseguran una reproducción adecuada del capital invertido y la sostenibilidad del modelo.

Y así como en las faenas mineras o madereras descritas, el abuso era parte constitutiva del modelo, también lo es en la actualidad: sueldos bajos, condiciones laborales extenuantes, venta de productos sobrepreciados, adelantados a crédito con intereses abusivos, indefensión ante el patrón.

Por ello la insistencia en no cambiar las cosas. Hacerlo no solamente podría poner en tela de juicio la supuesta superioridad cultural, social y económica de las clases altas, sino también el principio fundamental sobre el cual ha cimentado su propio desarrollo.

De ahí la nula voluntad de abandonar el modelo de la pulpería.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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