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Nueva Constitución: organizaciones sociales vs. clase política Opinión

Nueva Constitución: organizaciones sociales vs. clase política

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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El proceso constituyente, que iniciará el país el próximo año, es una oportunidad para dar cabida a un grupo más amplio de actores que aquellos que forman parte actualmente de la clase política. Pero al mismo tiempo implicará la dinámica inversa, esto es, la “politización” de las demandas sociales, y de la misma sociedad en su conjunto, obligándonos a todos a traspasar los bordes de nuestros intereses particulares para pensar en una forma de organizar los de todos. Estas son buenas noticias para Chile.


La clase política ha celebrado de forma casi transversal el acuerdo para avanzar hacia una nueva Constitución (las excepciones son el PC y algunos partidos del Frente Amplio). En cambio, las organizaciones sociales han tendido a mostrar escepticismo, si no abierto rechazo. De hecho, los partidos políticos que han rechazado el acuerdo han esgrimido como una de sus razones fundamentales el carácter inconsulto del mismo en relación con las principales organizaciones sociales que participaron en la movilización.

¿Por qué este rechazo a la política, en favor de las organizaciones sociales, en relación con el proceso constituyente? ¿Qué tienen estas organizaciones que las harían más valederas para avalar un proceso de esta naturaleza, en desmedro de los partidos con representación parlamentaria?

Las respuestas circulan al menos por tres cauces. El más concreto y ventilado los últimos años es, por supuesto, la profunda imbricación del sistema político con el sistema económico. A partir de los casos de SQM, Penta y varios otros, se hizo evidente que partidos políticos de todas las coaliciones recibían fondos de grandes empresas para sus campañas, lo que obviamente comprometía su accionar. Aunque algunos de los partidos actualmente en el Parlamento no estuvieron involucrados en los escándalos, la desconfianza es generalizada y afecta a todos por igual.

El segundo es menos contingente, más inherente a cualquier tipo de actividad política consolidada. Después de algunos años en el ejercicio “oficial” de la política, es inevitable que los actores políticos se transformen en una nueva especie de élite.

De esta forma, se desconectan del contexto desde el cual emergieron y comienzan a conformar una nueva casta de privilegios e intereses creados, la “clase política”. Esto fue muy evidente en los representantes electos por la Concertación después de la dictadura.

Si muchos de ellos provenían efectivamente del mundo social, y representaban diversas historias y trayectorias sociales, culturales y económicas, después de un ciclo en el Gobierno o Parlamento (para no hablar de tres o cuatro ciclos seguidos), aquella legitimidad termina por esfumarse por completo. Sospecho que buena parte de la demanda de la ciudadanía por rebajar la dieta de los parlamentarios, proviene de este deseo de contar con representantes que compartan sus mismas angustias y tribulaciones, por bajarlos del Olimpo.

Del tercer tipo de respuesta se habla menos y es en verdad más compleja y multiforme. Se refiere a la carencia de un discurso político (una ideología), que ofrezca una alternativa real y viable a las tendencias políticas imperantes, ya agotadas. Estar “cerca” de la gente, o “escuchar” a la gente (consignas que se prestan para cualquier cosa), no significa solo ir a tomar once o jugar una pichanga con los electores (eso es lo más fácil), sino levantar un discurso político que ofrezca una salida a las angustias que impone a las sociedades modernas la deriva del capitalismo contemporáneo. A este respecto, la izquierda en particular adolece de una grave falencia.

En este contexto, no es de sorprender que las organizaciones sociales emerjan frente a la ciudadanía como un actor más válido que los políticos para abordar el proceso constituyente. Frente a una clase política que se ha elitizado, los dirigentes sociales forman parte aún del grupo social del cual emergieron, y están por lo tanto en contacto directo con los problemas de la gente, los experimentan ellos mismos. No forman parte (no todos) de un grupo de poder, susceptible de ser cooptado a anestesiado por los privilegios, sino que están más bien del otro lado de la trinchera, en la calle. A partir de esta mayor vinculación con la realidad, pueden constituir un aporte muy relevante en la construcción de un discurso político que haga sentido a la gente, y en la generación de propuestas realistas para abordar los problemas más urgentes.

Por todas estas razones, las organizaciones sociales deberían jugar un rol protagónico en el proceso de construcción de la Nueva Constitución, otorgándole mayor legitimidad y oxigenando las visiones a debatir con nuevas propuestas.

En este sentido, el mecanismo de elección de la Convención Constitucional debería considerar mecanismos que resguarden o promuevan el ingreso de actores no vinculados a partidos políticos, aunque siempre a través de procedimientos democráticos, vía elecciones. Se podrían analizar aquí mecanismos similares a los de paridad de género, en una especie de “paridad social”, que permitiera el acceso de nuevos actores, que hasta ahora se han visto marginalizados del sistema político: dirigentes de base, dirigentes de campamentos, representantes de causas ciudadanas, entre otros.

Todo lo anterior no debe confundirse con un intento de debilitar el sistema político, y a los partidos, sino por el contrario. La incorporación de organizaciones sociales debe entenderse como un complemento a una clase política deslegitimada, que sirva para nutrirla y renovarla, pero no para reemplazarla. Los partidos políticos son una institución insustituible, pues son los únicos que articulan un discurso global sobre un proyecto país, buscando aunar las distintas demandas en una corriente de opinión abierta a toda la ciudadanía.

Las organizaciones sociales, en cambio, se constituyen en torno a demandas más circunscritas, que muchas veces afectan directamente a sus representadas (como los gremios), pero no tienen la obligación de articular un proyecto de carácter más global. Por esta razón, es también más “fácil” legitimar la demanda de una organización social, pues no tiene que negociar y transar con un conjunto de otras demandas, muchas veces contrapuestas, también presentes en la sociedad, sino solo las de su sector.

Partidos políticos y organizaciones sociales están por tanto a niveles distintos. Es conveniente que se acerquen y dialoguen entre sí, pero no que se fundan por completo, porque la dimensión política (el proyecto país), es más que una simple suma de demandas sociales.

La articulación global de estas demandas en un discurso macro –ideológico–, es una dimensión esencial de la política, a la que no puede renunciar. Por esta razón, aquellos partidos que pretenden mimetizarse por completo con las organizaciones sociales terminan consumiéndose en una dinámica autodestructiva, pues reniegan de su razón de ser y terminan por volverse intrascendentes.

El proceso constituyente, que iniciará el país el próximo año, es una oportunidad para dar cabida a un grupo más amplio de actores que aquellos que forman parte actualmente de la clase política. Pero al mismo tiempo implicará la dinámica inversa, esto es, la “politización” de las demandas sociales, y de la misma sociedad en su conjunto, obligándonos a todos a traspasar los bordes de nuestros intereses particulares para pensar en una forma de organizar los de todos. Estas son buenas noticias para Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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