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El día después Opinión

El día después

Marcos Vergara
Por : Marcos Vergara Académico Escuela de Salud Pública UCh
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Nuestro país ha estado en la UCI, enfermo de algo que no terminamos de entender bien qué es. Su compromiso ha sido general, sistémico, conocemos a lo que hemos llegado, pero no sabemos bien del todo qué le ha dado origen, así que tampoco hemos tenido claro por dónde empezar, qué antibiótico usar, ni siquiera ha habido médicos de turno. Es el malestar, se ha dicho. Pero ya no el del lumpen-proletariado de Carlos Marx a punto de llevarnos frente al pelotón de fusilamiento, sino el de la clase media de Milton Friedman y sus expectativas insatisfechas, creadas por nosotros mismos y por el “modelo”. ¿Cómo es la cosa, entonces? Y más encima, el coronavirus nos empaña los vidrios de la vitrina.


Netflix nos ha traído de regreso esta serie danesa de los mismos productores de The Killing, que nos muestra el despliegue de un régimen de gobierno parlamentario asociado a una monarquía constitucional, como muchos regímenes democráticos europeos. Allí, según se muestra en la serie, la conformación del gobierno y los acuerdos se realizarían a vista y paciencia del pueblo y no en los oscuros pasillos del poder. Por cierto, siempre hay cocina oscura, pero los guisos principales se confeccionarían de cara al público.

Habrase visto. Interesante para nuestra reflexión constitucional, en un ambiente donde la política y sus actores más representativos –los parlamentarios, los herederos de familias con trayectoria, los candidatos a Presidente de la República y otros– se encuentran venidos a menos.

El otro asunto notable de la teleserie es acerca de cómo se cocerían las habas en estos modelos de gobierno y de ejercicio de la democracia tan diferentes al nuestro, a propósito de la relación entre la política y los medios de prensa, por los vínculos oficiales y extraoficiales que se tejen entre estos dos mundos que lucen inseparables en la historia que se relata. En particular entre la televisión pública y el gobierno.

[cita tipo=»destaque»]Hace unos días hemos dado un gran paso hacia la confección de una nueva Carta Magna, después de tomar todos los resguardos necesarios para salir masivamente a votar. Dejaremos –por fin– atrás la Constitución de Jaime y hemos decidido hacerlo sin los conocidos rostros del Parlamento, mal que les pese. La gente en las plazas se veía verdaderamente feliz con los resultados, celebrando, esta vez sin manifestaciones de violencia al cierre, como ha sido lo habitual. Pero cuidado, mucha prudencia, que mientras tanto La Araucanía sigue en llamas. Se abre un camino, pero el desafío de entendimiento y de construcción de legitimidad que tenemos por delante es enorme. Tenemos, en efecto, un poderoso y delicado activo en nuestras manos.[/cita]

La serie está por lo general ubicándose en ese borde en que los más variados asuntos entre política y medios de comunicación social, hasta las relaciones de pareja, se resuelven desde los principios y códigos éticos de las profesiones, entendiendo a la política como una de aquellas. Las cavilaciones son parte del drama.

Miseria existe en esa dinámica, qué duda cabe, es propio de la política, pero los personajes se las arreglan para no caer en tentación y para no incurrir en prácticas que ellos mismos juzgan como indebidas o que podrían acarrearles consecuencias negativas en el futuro, según versan las reglas del juego. Son verdaderos héroes de la democracia. Y, en consecuencia, el espectador queda en posición de distinguir perfectamente bien cuáles son las fronteras y, a su vez, de reconocer qué es lo que está por fuera de aquellas y por qué lo está. Esta sería la principal gracia de la teleserie, poner las cosas en blanco y negro. Por lo pronto, en otras series y películas estos mismos países del norte del Báltico nos muestran su lado B, con cadáveres atravesados en la línea de la frontera (Broen) y otros crímenes horrorosos (Los hombres que no amaban a las mujeres y la propia The Killing, en la versión original danesa).

Por lo pronto, en Chile nos ha tocado vivir últimamente –a propósito de un estallido social– el derrumbe del presidencialismo sin cláusulas de salida y una agitación parlamentaria de marca mayor, volcados los políticos de la casa legislativa al populismo e intentando ser condescendientes con la gente, para sostener de ese modo la plataforma que a ellos mismos sostiene: los votos. Han estado muy asustados, no han sabido qué hacer. Y de la mano del desenfreno, los medios han ofrecido mucha tribuna a los planteamientos realizados por esta clase, los han invitado a los matinales, los han disfrazado, los han esperado a la entrada y a la salida de sus templos pidiéndoles que se pronuncien frente a la violencia en las calles y otros temas polémicos e, incluso, han escrito columnas como si fueran uno más.

Nuestro país ha estado en la UCI, enfermo de algo que no terminamos de entender bien qué es. Su compromiso ha sido general, sistémico, conocemos a lo que hemos llegado, pero no sabemos bien del todo qué le ha dado origen, así es que tampoco hemos tenido claro por dónde empezar, qué antibiótico usar, ni siquiera ha habido médicos de turno. Es el malestar, se ha dicho. Pero ya no el del lumpen-proletariado de Carlos Marx a punto de llevarnos frente al pelotón de fusilamiento, sino el de la clase media de Milton Friedman y sus expectativas insatisfechas, creadas por nosotros mismos y por el “modelo”. ¿Cómo es la cosa, entonces? Y más encima, el coronavirus nos empaña los vidrios de la vitrina.

Hace unos días hemos dado un gran paso hacia la confección de una nueva Carta Magna, después de tomar todos los resguardos necesarios para salir masivamente a votar. Dejaremos –por fin– atrás la Constitución de Jaime y hemos decidido hacerlo sin los conocidos rostros del Parlamento, mal que les pese. La gente en las plazas se veía verdaderamente feliz con los resultados, celebrando, esta vez sin manifestaciones de violencia al cierre, como ha sido lo habitual. Pero cuidado, mucha prudencia, que mientras tanto La Araucanía sigue en llamas. Se abre un camino, pero el desafío de entendimiento y de construcción de legitimidad que tenemos por delante es enorme. Tenemos, en efecto, un poderoso y delicado activo en nuestras manos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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