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Chile, la guerra de Ucrania y el nuevo orden mundial Opinión

Chile, la guerra de Ucrania y el nuevo orden mundial

Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
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Etimológica y genéticamente –al menos desde la segunda mitad del siglo XVIII–, Chile es un país “criollo” y, como tal, “una de las varias versiones americanas” de Occidente. Nuestro idioma y nuestra fe en la libertad, nuestra confianza en la justicia, nuestra creencia en la ciencia y nuestra vocación por los derechos humanos provienen de esa condición. La política exterior del país debería ser fiel a ese paradigma y, en el caso de Ucrania, no debería refugiarse en cuestiones menores para no ejercitar lo que la mayoría del pueblo chileno sin duda apoyaría: un gesto directo y sustantivo de solidaridad con Ucrania. Hacerlo sería un acto de consistencia y humanidad.


Después de fracasar en su asalto a la capital y al gobierno democrático de Ucrania, el alto mando militar ruso ha informado a la comunidad internacional que el objetivo de su «operación especial» en marcha consiste en apoderarse de toda la región de Donbás. Esto incluye el litoral ucraniano sobre el Mar de Azov y el Mar Negro y, al parecer, también el territorio de Transnistria en Moldova. De ser así, esos territorios quedarían unidos a la Península de Crimea (invadida en 2014), incorporando unos 250 mil km2 al territorio de “la madre Rusia” (con la Zona Económica Exclusiva y la plataforma continental ucranianas).

Como es evidente desde el primer día de la invasión, se trata de una “guerra de conquista” del tipo de aquellas que en el siglo XX causaron cientos de millones de muertos y decenas de ciudades y países destruidos. Pese a esto, durante la reciente celebración de la Pascua ortodoxa, el patriarca de Moscú se ocupó de bendecir la “operación especial”, calificándola de “favorecida por Dios”.

El costo humanitario de la invasión rusa de Ucrania

Desde un punto de vista distinto, esa “operación especial” ha provocado innumerables violaciones de los derechos humanos, incursionando, repetidamente, en el campo de los crímenes en contra de la humanidad. Es el caso de la conocida masacre de civiles en Bucha y otras localidades, la violación y ejecución de mujeres, amén del uso de bombas de racimo e hiperbáricas sobre objetivos civiles.

Entre otros “logros”, hasta hoy la invasión rusa ha causado más de cinco millones de refugiados en países limítrofes, además de más de catorce millones de desplazados hacia otras regiones de Ucrania. Esto, sin contar el aproximadamente medio millón de ucranianos que han sido deportados –según alegan diversas organizaciones humanitarias– a lugares remotos del mapa ruso.

Se trata, en definitiva, de una crisis humanitaria y migratoria de la cual el responsable es, nada más ni nada menos, que un miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

La comparación con la invasión de Iraq y Afganistán por la coalición liderada por Estados Unidos (después de los ataques de 2001 sobre Nueva York) no solo no explica, sino que no justifica la destrucción total de Mariúpol, ni el ataque sobre la estación de Kramatorsk. En este último caso, el asesinato a mansalva de mujeres y niños que huían de la guerra. Al menos en la “manera chilena” de entender la vida y los derechos del prójimo (por ejemplo, de los niños), ninguna de esas “acciones militares” tiene justificación.

A través de los medios de comunicación y de las redes sociales la enorme destrucción causada por los ejércitos rusos ha sido seguida por miles de millones de horrorizados ciudadanos a lo largo y ancho del planeta, incluidos millones chilenos.

La ausencia de Chile

Por lo mismo, resulta verdaderamente sorprendente que el Gobierno chileno, que ha declarado e insistido en que la “columna vertebral” de su política exterior será la de los derechos humanos, hasta ahora se haya limitado a constatar que existen “relaciones diplomáticas normales” con el agresor y la víctima, para luego cómodamente sumarse a la mayoría de la comunidad internacional que, tanto en la Asamblea General como la Comisión de Derechos Humanos, ha condenado “de oficio” la invasión rusa.

Más recientemente, algunos ministros se han encargado de precisar que el comercio con Rusia “es cuestión de privados” (por ejemplo, las exportaciones de litio), es decir, que a pesar de la masiva evidencia de crímenes de lesa humanidad cometidos por los ejércitos rusos en Ucrania, para los efectos prácticos, nuestras relaciones bilaterales con el agresor se mantienen “normales”.

En los hechos, y no obstante que la actual canciller proviene –precisamente– del “mundo de los derechos humanos”, el Gobierno de Gabriel Boric ha decidido quedarse –como se dice ahora– en “el backstage” o, si se prefiere, al “aguaite”, para emplear una expresión propiamente criolla.

Es posible que la posición chilena (si es que existe) esté influenciada por la división que respecto de la tragedia de Ucrania se aprecia entre los gobiernos iberoamericanos. Nuestra región está dividida entre los que abiertamente apoyan a Putin (Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua), los que solapadamente simpatizan con él (el Brasil de Bolsonaro), y aquellos que aprovecharán la tragedia para mantenerse “neutrales” y “cobrarse cuentas pendientes” con Estados Unidos. Este último parece ser el caso de México, que no olvida (porque no puede) el “muro de Trump” (una afrenta gravísima a toda Iberoamérica), o de Argentina, cuyo gobierno no solo tiene en la retina la protección brindada por Washington a los “fondos buitre”, sino que, en el caso del kirchnerismo irredentista, tampoco olvida el apoyo norteamericano a la “fuerza de tarea británica” que, ya hace 40 años, recuperó las islas Falkland/Malvinas para “el imperio inglés”.

Chile parece pertenecer a una categoría más egoísta, esto es, la del cálculo de corto plazo que indica que, a pesar de los ideologismos y las declaraciones del Gobierno de “querer ser”, en la tragedia de Ucrania el interés nacional no está comprometido; ergo, no es necesario “hacer más”.

Los costos del cálculo de corto plazo

Si este último es el motivo, se trata de un punto de vista cómodo y miope que, en el futuro, puede servir de precedente para perjudicar, precisamente, el interés permanente de nuestro país. ¿Qué ocurre si uno de nuestros vecinos decide ignorar un tratado vigente?

Esto, porque la “operación especial” rusa importa una violación de los acuerdos suscritos en 1994 con Ucrania (Memorándum de Budapest sobre Garantías de Seguridad), por medio del cual Moscú no solo formalmente reconoció las fronteras ucranianas (Península de Crimea incluida), sino que explícitamente renunció a la amenaza y al uso de la fuerza. En esa ocasión Ucrania cedió a Rusia el arsenal nuclear con el que ahora Putin y sus ministros apuntan a los garantes de los compromisos de Budapest.

Una interpretación chilena de lo anterior indica que, después del 24 de febrero pasado, estamos en presencia de una flagrante violación del principio del “pacta sunt servanda” (“lo pactado obliga”), sobre el cual se sustenta nuestra propia integridad territorial.

En el ámbito de los crímenes en contra de la población civil y los crímenes propiamente “de guerra”, son los organismos de Naciones Unidas y las ONGs activas en Ucrania las que se están documentando las atrocidades cometidas (y por cometer) por militares rusos. La posibilidad de que esos crímenes terminen siendo materia de uno o más tribunales internacionales es, desde ya, altísima. Como lo hemos explicado en otras ocasiones, existe la posibilidad de que Putin, sus ministros de Relaciones Exteriores y Defensa y sus generales terminen sujetos a un juicio internacional semejante a los seguidos en contra de los líderes serbios Slobodan Milosevic y Radovan Karadzic, y del general Ratko Mladic, este último responsable directo de los bombardeos sobre Sarajevo y de la masacre de más de ocho mil civiles en Srebrenica (1995). Todos ellos terminaron condenados por un tribunal.

Rusia y “Occidente” ya están en guerra

En el relato ruso, el responsable de la guerra de Ucrania es “Occidente” o, más específicamente, Estados Unidos. La propaganda rusa no solo sostiene que las sanciones económicas, comerciales, políticas, diplomáticas y hasta deportivas en su contra son injustificadas, sino que la ayuda económica y militar –que hasta ahora ha hecho exitosa la defensa ucraniana– es el verdadero motivo del conflicto. Desde ese análisis, Rusia y “Occidente” ya están en guerra.

El propio ministro de relaciones exteriores ruso ha dicho que “Occidente” ha convertido a la “liberación rusa de Ucrania” en una “guerra indirecta” o “subsidiaria”, o lo que en inglés se denomina una “proxi war”. La evidencia indica que este es el caso.

Por esa razón Rusia ya ha declarado que considera “blancos legítimos” los convoyes que transportan armas y suministros norteamericanos y europeos para la resistencia ucraniana. En respuesta, un ministro británico ha dicho que su país ha transferido sistemas de armas que permitirían a la defensa ucraniana impactar las líneas de suministro enemigas al interior del territorio ruso, ante lo cual, a su vez, Moscú replicó que se reserva el derecho a una “respuesta proporcional” sobre objetivos británicos.

Más allá de la “guerra de declaraciones”, a estas alturas es obvio que “Occidente” y Rusia están involucrados en un conflicto de dimensiones difíciles de mensurar, pues, al invadir Ucrania, Putin no solo cohesionó a la OTAN, sino que le ofreció además una razón legítima para debilitar y hasta eliminar la amenaza inmediata que su país representa para la seguridad de Europa. Esa amenaza no se limita a lo militar, sino que cubre los ámbitos del crimen transnacional organizado (incluido el tráfico de armas, drogas, sustancias nucleares y la trata de blancas), el lavado de dinero, el espionaje industrial y el asesinato de disidentes en suelo europeo.

La animosidad contendida en ambos bandos es enorme y, por lo mismo, el potencial destructivo del conflicto de Ucrania es gigantesco.

El nuevo orden europeo y por extensión global

La posibilidad de que, por la razón que sea, esta guerra sobrepase los límites de Ucrania es lo que ha motivado a Suecia y Finlandia a abandonar su neutralidad para, a paso acelerado, adherir a la OTAN. Esto, a pesar de la amenaza rusa de desplegar armas nucleares en el Báltico. Ocurre que Rusia ya posee armas nucleares en esa región, tanto a bordo de su Flota del Báltico como en su enclave de Kaliningrado (a escasos 240 kilómetros de Varsovia, y a solo 500 kilómetros de Berlín o Estocolmo).

Una vez que la adhesión de Suecia y Finlandia se concrete, Rusia habrá logrado incrementar cualitativamente las capacidades de su adversario. Es más: toda vez que no es descartable que “el ejemplo ucraniano” termine por desestabilizar al gobierno títere de Alexander Lukashenko, en el mediano plazo Bielorrusia también podría iniciar su propia “marcha hacia Occidente”. Si esto ocurriera, la agresión rusa sobre Ucrania terminaría por construir una línea divisoria que se extendería por cerca de tres mil quinientos kilómetros, desde el Mar de Barents hasta el Mar Negro.

Por ahora, la “operación especial” rusa también ha logrado que, con Alemania a la cabeza, los actuales treinta miembros de la OTAN confirmaran su compromiso de, a partir de este año, destinar el 2% de sus respectivos PGB para gastos de defensa. El total de esos recursos sobrepasará en decenas de veces las máximas capacidades del fisco ruso. Rusia no tiene ninguna capacidad de igualar el gasto y la superioridad tecnológica de las armas de la OTAN. Desde una perspectiva global, estas no solo son malas noticias para Moscú sino también para otras potencias, por ejemplo, para China.

Asimismo, todo indica que los servicios de la Unión Europea han comenzado a preparar “las directivas” para permitir el ingreso de Ucrania a ese grupo regional. No obstante que aún no está vigente una “política común de defensa”, lo concreto es que la adhesión de Kiev a la unión política y económica que representa la Unión Europea tendrá, en todo orden de cosas, un impacto directo sobre la relaciones de Europa con Rusia. Para el resto del mundo esa circunstancia hará incluso más evidente la diferencia cualitativa entre el “modelo ruso” y el “modelo europeo” (y por extensión el «modelo occidental»).

La cooperación política entre Chile y Europa

A partir del Gobierno de Patricio Aylwin, el principal objetivo de nuestra política exterior consistió en lograr lo que entonces se denominó “la reinserción internacional”. Bajo ese paradigma, la diplomacia chilena se concentró en consolidar la cooperación política, económica y comercial con Europa, toda vez que entre 1973 y 1990 esta había desempeñado un rol decisivo en la defensa de los derechos humanos y la recuperación de la democracia.

Por esa razón, a partir de 1993 (año en que entró en vigor el Tratado de Maastricht, que estableció la Unión Europea), Chile se esforzó por articular una relación privilegiada que, en definitiva, no solo reflejara nuestra condición de “socio comercial”, sino que representara también nuestra condición de “democracia occidental” equivalente a cualquier democracia europea. Sobre todo entre 1994 y 1995, ese concepto se disputó prioridades con un acuerdo exclusivamente comercial con el entonces Nafta (Estados Unidos, Canadá y México) y la adhesión al Mercosur (una unión aduanera, solamente). Si bien al final Chile suscribió acuerdos con ambos grupos regionales, el tratado más completo y ambicioso fue aquel de “Asociación” con la Unión Europea (2002). Ese tratado incluyó un espacio de diálogo político sobre cuestiones de seguridad internacional.

La paulatina concentración de nuestras exportaciones hacia los mercados del Asia-Pacífico (China, especialmente) ha hecho perder de vista que nuestras relaciones con –para emplear la acepción rusa– “Occidente”, trascienden el ámbito meramente mercantil. Nuestros vínculos con Europa (y el modelo de sociedad que esta propone) no están acotados por ningún éxito o fracaso exportador, sino que se sustentan en la comunión en principios tales como el respeto a las libertades políticas e individuales, la autodeterminación, el rechazo al uso de la fuerza como arma política o geopolítica y, obviamente, el respeto de los derechos humanos.

Pese a ello, y quizás porque la guerra en Ucrania no amenaza (aún) a nuestras exportaciones, y a pesar de su “vocación por los derechos humanos”, el Gobierno de Gabriel Boric parece haber concluido que no es oportuno descontinuar los envíos de litio, alimentos y vinos al mercado ruso, ni tampoco sumarse a la condena occidental a una guerra de conquista que, en menos de dos meses, ha provocado decenas de miles de muertos y millones de desplazados.

Una posible contraofensiva ucraniana y la amenaza nuclear rusa

Esto, sin embargo, puede cambiar en cualquier momento. No es improbable que en el curso de las próximas semanas, luego de resistir la segunda embestida rusa, apoyada en el masivo apoyo material de Europa, Estados Unidos, Canadá Japón y Australia (incluidos drones turcos, blindados alemanes y polacos, misiles británicos y suecos, y obuses norteamericanos y franceses), la defensa ucraniana inicie una contraofensiva que traslade el teatro de operaciones a suelo ruso. En ese escenario el alto mando ucraniano seguirá contando con el aporte de la inteligencia satelital occidental, que ha desempeñado un rol fundamental en favor de los defensores. La reacción rusa puede adivinarse muy peligrosa.

Hasta ahora, además de aniquilar Mariúpol, las fuerzas de Putin no han logrado ningún objetivo importante. Sobre este asunto, diversos especialistas coinciden en que, primero, Rusia parece estar agotando su stock de misiles guiados y, segundo, que continúa sin superar las limitaciones estructurales enunciadas durante la ofensiva sobre Kiev, especialmente la baja moral de la tropa y sus limitadas capacidades tácticas.

Es para ese tipo de escenario para el cual el gobierno ruso comienza a prepararse, aumentando el tenor de sus amenazas y recurriendo cada vez con más frecuencia al argumento de “la tercera guerra mundial” y una “respuesta centelleante”.

Por su parte, en lo que parece ser un riesgo calculado, “Occidente” no solo no tiene intenciones de disminuir su apoyo a la defensa ucraniana, sino que ha dejado claro que, “guerra proxi” o no, simplemente no está dispuesto a permitir una victoria rusa. Así de simple.

Como Julio César al cruzar el Rubicón, al violar la frontera ucraniana Putin ha terminado por “echar los dados” de la historia. En este caso, sin embargo, la suerte no parece estar de parte del “aspirante a conquistador”.

Chile frente a un nuevo orden mundial

Putin y su régimen representan la negación de la convivencia pacífica, la democracia y el respeto de los derechos humanos. Por lo mismo, resulta equivocado dedicarle “comprensión” o simpatía, ya sea porque su gobierno hipotéticamente representa “el orden” y “el respeto a los valores tradicionales” (incluidos la homofobia y el racismo), o porque su proyecto pretende restaurar las gloria de la Unión Soviética (un “sueño progresista” del siglo XXI), porque representa una alternativa a la globalización, o simplemente porque encapsula “una forma de enfrentarse a Estados Unidos”.

Chile en el lado correcto de la ecuación global

De la guerra de Ucrania resultará un nuevo orden europeo y mundial en el cual los valores democráticos y los derechos humanos serán más que nunca el prisma de las relaciones económicas y comerciales. Con su silencio, China parece haber comprendido esta lección, y es poco probable que termine asistiendo a Rusia. Para el gobierno de Beijing el “modelo ruso” no solo es un modelo superado, sino que un elemento de perturbación del sistema internacional, en el que sus principales armas no son las nucleares sino el comercio y la inversión. Chile e Iberoamérica son ejemplos de la nueva política de relacionamiento chino.

Nuestro país debe estar alerta a los cambios que están ocurriendo. La relación con Europa y Estados Unidas (y por extensión con nuestra propia Iberoamérica), no solo es mucho más que comercio de materias primas sino que abarca también aspectos trascedentes para nuestro desarrollo, tales como la educación, la ciencia, la tecnología, la innovación y el diálogo político. Ignorar esta realidad en función de nuevos ideologismos o intereses comerciales parciales es equivocado y perjudicial a corto, mediano y largo plazo.

Etimológica y genéticamente (al menos desde la segunda mitad del siglo XVIII), Chile es un país “criollo” y, como tal, “una de las varias versiones americanas” de Occidente. Nuestro idioma y nuestra fe en la libertad, nuestra confianza en la justicia, nuestra creencia en la ciencia y nuestra vocación por los derechos humanos provienen de esa condición. La política exterior del país debería ser fiel a ese paradigma y, en el caso de Ucrania, no debería refugiarse en cuestiones menores para no ejercitar lo que la mayoría del pueblo chileno sin duda apoyaría: un gesto directo y sustantivo de solidaridad con Ucrania. Hacerlo sería un acto de consistencia y humanidad.

Una antigua canción uruguaya profetizaba: “El mundo está cambiando… y cambiará más”. Chile debe estar preparado para esos cambios, y asegurarse un espacio en el lado correcto de la ecuación global que resultará del conflicto en Ucrania.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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