Publicidad

Peatón

Desde la aparición del automóvil, un miserable bicharraco comenzó a caer en desgracia: el peatón. Es decir: el hombre, esencial e inerme, desprovisto de amnículos y armaduras protectoras: el ciudadano en su más intrínseca ciudadanía.


Tuve un amigo que perteneció, en Madrid, a la APC: Agrupación de Peatones Cabreados. Nunca supe si se reunían orgánicamente o si tenían un secretario general, pero yo mismo me consideraba de la APC cada vez que debía saltar numerosos coches siempre mal estacionados en las veredas de Huertas, Malasaña y, en general, de todas las calles del hervidero humano que es esa capital ibérica.



Desde la aparición del automóvil y otras máquinas afines, un miserable bicharraco comenzó a caer en desgracia: el peatón. Es decir: el hombre, esencial e inerme, desprovisto de amnículos y armaduras protectoras: el ciudadano en su más intrínseca ciudadanía.



Los jerarcas citadinos han considerado que modernidad significa que el fluido interno de las ciudades debe ser a motor, a unos 70 kilómetros por hora (si es que no hay taco), con ruido y humo negro. Para ello derrumban parques y aniquilan plazas a favor de la construcción de autovías, pasos elevados, túneles y estacionamientos.



La idea es permitir a como venga el fluido vehicular, readecuando las características urbanas a este nuevo dispositivo que se ha constituido en la substancia del mundo moderno. No en vano el siglo pasado -suena extraño referirse así al tan presente siglo XX- es llamado El siglo del automóvil.



En países como Chile, el automóvil unipersonal se ha transformado en el icono del progreso del individuo y del arribismo basto: alguna vez Pinochet, en el delirio del boom económico, prometió que, al final de la década de los 80, «cada chileno llegará a tener teléfono y automóvil propio». Y eso quería decir que la muerte del peatón -al transformarse en automovilista- significaba la tan apetecida llegada del Primer Mundo a este recóndito país de la trastienda. Fuera de ello, el automóvil social (la micro), pese a ser en teoría menos nefando que el unipersonal (tiene una mayor densidad vial de tripulantes), ha adquirido en la ciudad de Santiago un rostro espeluznantemente diabólico, pese a su maquillaje uniformador amarillento.



El peatón es el cochayuyo que botó la ola. Hoy día el caminante cabreado vale menos que el biciclista furioso. El cabreo del peatón no es materia de inquietud sindical ni de reivindicación ecologista: ya todos saben que el cabreo es un capricho impertinente e ilícito para el curso de la economía y que se debe mamar (caminar) a boca cerrada.



En este escenario resulta, en apariencia, un tanto incomprensible que, junto a la exclusión de la ciudad que vive el inerme peatón, se habiliten de cuando en cuando los llamados paseos peatonales. Pero a no engañarse: aquellos paseos hacen las veces de reducciones indígenas del caminante: zonas de exclusión infinitamente pequeñas en las que se les permite a las tribus ejercer sus prácticas ancestrales.



No por otras razones que las económicas, sólo en estos días la Unión Europea ha reparado en que el peatón todavía existe. De acuerdo a un informe recién salido del horno, 7.000 peatones de las ciudades de Europa mueren atropellados en un año, lo que representa un gasto de cerca de 10.000 millones de dólares (lo dicen en euros) para los gobiernos del vetusto continente. Tal magnitud de euros exasperó: en los próximos meses debería aprobarse un reglamento en consideración del caminante que incluiría restricciones al diseño automotriz y nuevas normas de seguridad vial.



He escuchado muy pocas voces solidarias al peatón. No recuerdo una pancarta en su nombre. El crecimiento de nuestras ciudades, y la vida vertiginosa cada vez más automotora (siempre ignorante del feliz ejercicio de la ciudadanía), han olvidado al infeliz caminante. Tal vez las únicas bocanadas en su auxilio fueron los eslóganes ecop(r)o(f)éticos de uno de los más astutos de entre los nuestros: hace nada menos que 20 años, el temerario Nicanor Parra se atrevió a proclamar: Peatón, héroe anónimo de la humanidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias