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El fin del verano

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Las interminables filas de vehículos habían permanecido inmóviles durante toda la tarde en las carreteras de acceso a Santiago. El calor del último día de febrero ponía aún más irritables a los conductores, que les mostraban los dientes y ladraban a los vendedores ambulantes que se acercaban a ofrecerles helados semiderretidos o pegajosas rodajas de sandía.



Un helicóptero sobrevolaba inútilmente el gigantesco embotellamiento. Los automovilistas iracundos que llamaban por sus celulares a los servicios de información de tráfico carretero encontraban una escueta grabación que informaba en términos vagos sobre trabajos en la vía. Hacía el final de la tarde empezaron a circular fragmentos de noticias que se habían filtrado por interferencias radiales: las máquinas pesadas de dos empresas concesionarias rivales que se disputaban un tramo de la carretera, libraban un feroz combate. Los bulldozers chocaban unos contra otros y las grúas luchaban como gigantes mecánicos.



Se rumoreaba que en los túneles varios conductores estaban desvanecidos por asfixia y otros enloquecidos por la claustrofobia, pero ninguna ambulancia podía abrirse paso a través del atochamiento para rescatarlos.



La quema de pastizales y zarzas, por otra parte, dejaba varios sectores de la ruta sin visibilidad. Un camión cargado de concreto de fraguado rápido, chocó con un bus interprovincial; la carga cayó en el camino petrificando a los vehículos que arrastraban lanchas y otros bártulos veraniegos.



Al anochecer una nueva calamidad cayó sobre los tacos inmóviles. Se inició la transmisión, por cadena nacional de radio y televisión, del cierre del horrible Festival de la Canción. Todo el país sabía que una mafia internacional de artistas terminales se había apoderado de este evento. Los cantantes deshauciados y ya sin voz y otros jóvenes que nunca la tuvieron, pero que podían chillar y mover la pelvis en el escenario, más algunos humoristas despedidos de los circos pobres y de cabarets de mala muerte, actuaban y se hacían aplaudir y homenajear y recibían premios y trofeos a destajo.



Buena parte de la prensa estaba coludida para sumarse a los aplausos y el que se atrevía a criticar era catalogado de antipatriota, imbécil o ignorante. Como en el cuento del traje nuevo del emperador -supuestamente hecho con una tela riquísima que sólo los tontos no podían ver- el país hacía como que se tragaba ese espectáculo espantoso.



Este año, sin embargo, un técnico anarquista había inventado unos visores que se distribuían clandestinamente. Con ellos era posible, al mirar la pantalla, ver tanto a los artistas y a la pareja de animadores tal como serían si no se hubiesen sometido a sucesivos tratamientos de cirugía plástica. Así podía verse a patéticos ancianos, a la animadora decrépita y un esqueleto enfundado en smoking, cantando, contando chistes o levantando el ánimo del público alicaído.



Ante la imposibilidad de soportar a un cantante español que intentaba conciliar su estampa viril con su aflautada voz de capón, muchos automovilistas empezaron a bajar las carpas, los sacos de dormir, las lámparas y las cocinillas de gas que llevaban en la parrilla y partieron a acampar a los potreros cercanos. Otros optaron por irse a los moteles parejeros instalados en la ruta y otros por abandonar los vehículos y sumarse a la procesión de mochileros que avanzaban por las bermas.



La filas de vehículos, definitivamente inmóviles, dejaron ese año en suspenso el fin de las vacaciones: el verano nunca terminó, el mes de marzo, por lo tanto, no pudo comenzar y en los supermercados y los malls quedaron congeladas las ofertas de uniformes y útiles escolares.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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