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Acerca de la comentada globalización


La globalización se ha puesto de moda en estos días, no sólo a propósito de la enorme difusión de asuntos públicos como los tratados de libre comercio, las cumbres presidenciales, las reuniones de alto nivel del G8 (grupo de presidentes de las naciones más desarrolladas), las protestas de los grupos mal llamados anti-globalización, así como los recientes atentados en contra de las Torres Gemelas en Nueva York y del Pentágono en Washington, que nos han dejado la tenebrosa idea de que hasta la violencia a gran escala está también en proceso de globalizarse.



Lo primero que debemos señalar, como nos lo recuerda Amatha Sen (Premio Nobel de Economía), es que la globalización no es un fenómeno nuevo en la humanidad, en la medida que no entendamos ésta como una simple occidentalización, puesto que durante miles de años, la globalización ha progresado por los viajes, el comercio, las migraciones, la expansión de la cultura, la propagación del saber y de los descubrimientos, incluido la ciencia y la tecnología.



Las influencias han ido en diferentes direcciones, por ejemplo, a fines del primer milenio, Europa era influida por la tecnología china, las matemáticas indúes y el álgebra árabe. Terminado el segundo milenio, el movimiento se opera principalmente del Occidente.



El actual proceso de globalización supone una amplia apertura comercial entre países, regiones o bloques económicos, así como el aprovechamiento de las ventajas comparativas de los países integrantes puesto que esto supone promover el crecimiento económico de los países en desarrollo o emergentes, así como negociar acuerdos multilaterales para facilitar la comercialización de bienes y servicios, buscando, a largo plazo, que la economía esté formada por bloques y no por unidades individuales como los países.



Es importante señalar que la actual globalización tiene claramente un marcado acento económico. Recuérdese que dentro de los acontecimientos que podrían identificarse como detonantes de esta globalización, está la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI), en julio de 1944, cuyo principal objetivo era establecer un sistema multilateral de pagos que proporcionara estabilidad en los tipos de cambio y favoreciera el comercio internacional.



De allí surgió un sistema de tipos de cambio fijos, pero ajustables, en el que el dólar jugó un papel central. Los Estados Unidos fijaban el precio del oro en dólares y se comprometieron a comprarlo y venderlo a ese precio. Las demás monedas, si querían formar parte del sistema, debían fijar sus tipos de cambio con respecto al dólar. Los bancos centrales de los países adheridos al sistema se comprometieron a intervenir en los mercados de divisas para mantener el tipo de cambio de su moneda.



Para facilitar el comercio mundial el sistema internacional funcionó hasta 1995 con un conjunto de normas y concesiones arancelarias acordadas a través del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio). Sólo en 1995 se crearía la Organización Mundial del Comercio (OMC), constituida en la actualidad por 142 Estados miembros.



Lo que resulta incomprensible desde la perspectiva de la utopía emancipadora de la Modernidad, es que las características del actual proceso de globalización, se han ido determinando cada vez más y a partir de 1975, por las siete naciones más poderosas del mundo -Francia, Estados Unidos, Japón, Alemania, Inglaterra, Canadá e Italia-, las que crearon el G7, con el fin de discutir alternativas de cooperación para manejar la crisis petrolera de los setenta. Posteriormente, este «club exclusivo» se ha estado reuniendo anualmente para discutir los principales temas políticos y económicos mundiales y sus consecuencias en la comunidad internacional.



Los temas de la agenda del G8, llamado así desde la incorporación de Rusia, comprenden aspectos como el comercio internacional y relación con los países en desarrollo, así como el empleo, el medio ambiente, los problemas relacionados con el crimen organizado, el narcotráfico, el control de armas y el terrorismo.



Dentro de las grandes contradicciones que muestra la globalización, en cuanto al bienestar que provee el desarrollo del comercio internacional, está el hecho de que las armas de guerra constituyen la principal mercancía transada en estos mercados internacionales. De hecho se gasta en el Occidente 130 veces más en armas que en educación básica. Naturalmente, nadie puede decir que esto no tiene implicancias severas en cuanto al estado de «bienestar» de nuestra civilización.



Por otra parte, la actual globalización ha implicado una inmensa polarización social que ha aumentado la desigualdad entre las personas de una proporción dos a uno en los alrededores del 1800, a una de 60 a 1 en esta última década. Hoy la pobreza es un fenómeno mucho más extendido que antes de esta última fase de la globalización. El Acuerdo de Libre Comercio de los países de Norteamérica (NAFTA), ha significado, entre otras cosas, la eliminación en Estados Unidos de más de 700 mil empleos potenciales entre 1994 y el 2000 y ha incrementado las desigualdades salariales. En México se incrementó el trabajo en la zona de las maquiladoras, en donde los salarios son muy bajos, y los derechos y beneficios laborales no existen. En Canadá se experimentó un incremento de la desigualdad puesto que los más ricos incrementaron su posición en un 20% y disminuyeron los empleos estables y a tiempo completo.



En cuanto al medio ambiente, ya se sabe del impacto negativo que la globalización ha generado: la mitad de los humedales del mundo se destruyeron en el siglo pasado; la actividad forestal y la conversión han reducido los bosques mundiales a casi la mitad; cerca del 9% de las especies mundiales de árboles están en riesgo de extinción; la deforestación tropical excede los 130.000 kilómetros cuadrados por año; la flota pesquera es 40% mayor a lo que los océanos pueden sostener; cerca del 70% del stock mundial de peces marinos está siendo sobre explotado o están siendo pescados en sus límites biológicos; la degradación de los suelos ha afectado a dos tercios de los suelos agrícolas mundiales en los últimos 50 años; 20% de los peces de agua dulce se han extinguido, están amenazados o están en peligro de extinción; etcétera.



La cuestión central que es conveniente señalar aquí es que no está en cuestión la llamada economía de mercado, puesto que ésta es compatible con un gran número de situaciones institucionales diferentes, pudiendo desembocar en diferentes resultados. No se trata de saber si debe o no existir una economía de mercado, sino más bien, si la repartición de los beneficios es justa. Lo fundamental, como dice Sen, es sobre el nivel de las desigualdades. Los resultados del libre funcionamiento de los mercados van a depender de la manera en que se repartan los medios de producción, los recursos naturales y humanos, las reglas que prevalezcan, del rol del Estado y de la sociedad.



Finalmente, la cuestión central es el fortalecimiento político de la democracia, puesto que ésta es el contrafuerte moral de la expansión del mercado. Sin una democracia política sólida, el mercado termina por abolir los derechos fundamentales.



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Marcel Claude es economista y director ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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