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Jorge Teillier y su 70 años


El 24 de junio pasado se cumplieron los 70 años del poeta chileno Jorge Teillier (1935-1996). A Jorge Teillier lo conocí hace mucho tiempo cuando yo era casi adolescente y aprendiz de poeta. En ese entonces yo frecuentaba la amistad de escritores como Gonzalo Millán, Enrique Valdés, Omar Lara, Oliver Welden, Ramón Riquelme y Jaime Quezada, en el Concepción de los comienzos de los 70.



Probablemente fue en el otoño de 1970 cuando en Temuco hubo un encuentro de Poesía no sé si joven o no tanto. Con el poeta Ramón Riquelme fuimos ubicados (por otro poeta de Temuco) a alojar en la casa de una sacerdote quien vivía en una iglesia y era el cura principal. Muy aficionado a la poesía y conocedor de la juventud de Neruda cuando vivía en Temuco. Cuando nos recibió notamos su acento español pero recuerdo que no habló mal del Neruda comunista. Llegamos en la tarde y nos invitó a la cena en la casa parroquial. Nos sirvieron un gigantesco plato de tallarines con salsa y carne. Nosotros comimos como si hubiéramos sido unos Lázaros de Tormes recibimos por otro distinto cura. Al día siguiente hubo lecturas de poesía en Temuco y allí estaba Jorge Teillier escuchando a los jóvenes poetas que veníamos de Concepción. Esa misma tarde invitó a un grupo de poetas a Lautaro, pueblo que no estaba muy lejos de Temuco.



En Lautaro fuimos a parar a una casa que parecía estar sumida entre ramas de frambuesas. Aun no sé cómo, desde mis recuerdos, los poetas jóvenes nos desplazábamos tan fácilmente de un lugar a otro. Ni tampoco quién pagaba el transporte. Desde este presente me imagino a un grupo de jovencísimos poetas (yo y otros tres más) viajando como lo hacía Don Quijote de la Mancha: deseosos de aventuras pero sin ningún maravedí en los bolsillos.



El asunto es que éramos un buen numero de poetas (como nueve en total) quienes llegamos quien sabe cómo a la casa del padre de Jorge. Luego de unos vasitos de chicha de manzana cuyas botellas habían estado enterradas por algunos meses para que fermentaran, y el dulce del licor apareciera, entró el padre de Jorge con una bandeja de empanadas de horno que nos ponía generoso en su mesa, y antes de preguntarnos siquiera quiénes éramos y cómo nos llamábamos. Nos sirvió más chicha de manzana y allí estábamos en el living de su casa de madera.



Recuerdo que había algunas muchachas (quizás primas, hermanas, amigas de la familia Teillier) que no estaban presentes en el círculo de poetas pero sí yo las veía detrás de una puerta, sonriendo con la boca en la mano, mirando a hurtadillas a esos poetas amigos de Jorge. A lo mejor ellas hacían (sin duda) las empanadas, o enterraban las botellas con chicha de manzana, u horneaban pasteles de frambuesas. Como una fotografía de daguerrotipo recuerdo a esas muchachas que se movían detrás de unas puertas y cortinas de la casa. Mientras tanto seguían apareciendo empanadas calientes, las que rápidamente iban desapareciendo entre las manos de los poetas.



Recuerdo que aquella tarde (luego de comer empanadas y nunca averiguar quienes eran esas muchachas) también caminamos por la línea férrea de Lautaro y un fotógrafo (puede ser que fuera Jorge Aravena), quien también formaba parte del grupo, le tomó varias fotos a Teillier. Una de ellas luego fue la portada de la edición sus obras completas: «Muertes y maravillas» (Editorial Universitaria, 1971). En la portada se ve a Teillier sentado en unos rieles cerca de la estación de Lautaro.



El poeta Oliver Welden -entre los del grupo de invitados- debía tomar esa noche el tren que lo llevaría de regreso a Santiago. Todos los poetas andábamos a las ocho de la noche bastante contentos y con una sublime mirada de placer dulce por tan hermosa tarde. Todo el grupo fuimos a dejarlo a la estación que a mí me parecía construida en un tiempo remoto.



Recuerdo que Jorge Teillier llevaba dos copias del reciente libro del poeta Welden bajo su brazo. «Uno para ti, Jorge, y el otro para la biblioteca de Lautaro», dijo muy seriamente Oliver Welden. Luego de irse el poeta -entre el sonido de una locomotora a vapor y la oscuridad olorosa de Lautaro – los cinco que quedábamos nos fuimos a visitar unos lugares a los que suelen ir -por lo menos en ese entonces- sólo los hombres.



Al entrar, fue no más ver al «poeta Teillier» para que todas las muchachas se le fueran encima a saludarlo como si fuera su hermano o su tío. Quizás estuviéramos dos horas allí tomándonos tres botellas de chicha de manzana. Los cinco en una mesa que la cubría un mantel de cuadros rojos y blancos, y más botellas de chicha de manzana aparecieron sobre la mesa. Las muchachas sonreían al «tío» Jorge y a los demás.



Antes de irnos, Jorge, en un gesto que nunca he olvidado, y mirando dulcemente a una muchacha hermosa, joven y de rostro asiático -a la que le decían «la vietnamita»- le dio como regalo… el libro del poeta Welden que originalmente iba destinado a la biblioteca pública de Lautaro.



Con toda seguridad, y por aquel suceso de una noche de 1969 o 1970, es que ahora la biblioteca del pueblo de Lautaro quizás no cuente entre sus libros con la primera edición de ese hermoso poemario llamado «Perro del amor» del poeta Welden porque debió sin duda ser parte, quizás por muchos años, de la biblioteca privada de una hermosa muchacha de rostro asiático a la que por esos tiempos y en ese contexto histórico llamaban «la vietnamita».



*Javier Campos. Escritor y poeta chileno. Reside en EE.UU. Académico de la Univesidad de Fairfdield, Connecticut. Profesor de Literatura y Estudios Latinoamericanos.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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