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Los perros de La Moneda 2: RIP


Todo estaba a punto para la ceremonia de transmisión del mando más cinematográfica que haya conocido la transición. La Comandante de Palacio revisaba el lustre de las botas de la guardia. El mayordomo deslizaba la palma de su mano sobre la seda de la bandera nacional que se izaría para iniciar la nueva era de la historia republicana. Los ujieres terminaban de soplar los pomos bronceados de puertas eternas que se abrirían para la victoria o la tragedia de los héroes o heroínas que en igualdad de proporciones serían llamados a recorrer pensantes y resolutos en sus escritorios bajo lámparas de lágrimas acostumbradas a que se les pida más iluminación que la que puede dar su alambicada figura. La trompeta que dará el toque de diana yace en estuches de terciopelo y madera nativa cuidada como un habano de selección de las temperaturas que pudieran resfriar sus metales.



A través de los cortinajes del balcón reservado sólo para los hombres que hacen historia, el jefe de protocolo observa la explanada de la Plaza de la Constitución que se proyecta a sus pies como una geometría elemental en la que su mente imagina el desarrollo de un programa de cambio de mando a la altura de una nueva epopeya ciudadana: la llegada a esta casa de una mujer luciendo banda tricolor. Su mirada escrutadora ha descubierto en la oscuridad una sombra que se amontona junto al pedestal de la estatua de un presidente. Gira su cabeza y mira interrogante a su asistente mientras ensancha el espacio de las cortinas y dirige su índice hacia la sombra descubierta.



-Son los perros, señor -dice el asistente.
-¿Los perros? ¿Qué perros? ¿Cuántos? Comuníqueme con la Intendencia.



A las cuatro de la mañana del 11 de marzo de 2006, el Jefe de Sanidad Urbana y Emergencias Epidémicas de la Región Metropolitana ha sido despertado por una llamada urgente y mientras se levanta de la cama piensa que ha habido seis años para deshacerse de los perros y se pregunta por qué se les ocurre hacerlo a última hora. La Intendente saliente, que esta noche no ha podido conciliar el sueño, piensa que nunca se sabrá si la orden la dio la antigua o la nueva autoridad porque tiene la idea que a esa hora en Chile no hay Gobierno. El portavoz de La Moneda piensa que no es buena imagen que un gobierno se vaya haciendo perro muerto. El Jefe de Carabineros se conforma con que ahora las órdenes de exterminio nocturno no sean contra personas. Los perros se preguntan por qué nos dan carne tan rica a esta hora de la madrugada. La matanza ha comenzado. Lo exige el concepto de ornato que de la ciudad tiene un burócrata con permiso para envenenar.



Nunca se sabrá si el Presidente que se fue o la Presidenta que llegó se preguntaron en algún minuto que habrá pasado con los perros. Lo más probable es que no se hayan dado cuenta de nada porque en las imágenes que han recorrido el planeta se aprecia que un quiltro se desplaza entre las escenas del protocolo. Se llama El rucio y es el único que se ha salvado porque fue protegido en un autobús de carabineros y así escapó de los matarifes. No era ésta la primera vez que en medio de una matanza la policía detiene a los condenados a muerte para salvarlos de la garra del verdugo. Le pasó al propio Presidente que se fue.



Los fastos de la ceremonia han terminado. El país ha mostrado al mundo su modernidad sin perros callejeros. Sin embargo, los visitantes ilustres se llevan en sus porfiadas retinas, que siempre se fijan en la fealdad, las callampas de cartón y lata que escoltan la autopista al aeropuerto, las micros amarillas que imponen el temor en las calles y, sobre todo, una mole de diseño fascistoide al que los llevaron en Valparaíso para realizar la ceremonia más trascendente de la vida republicana, y se preguntan si los chilenos serán capaces algún día de eliminar estas fealdades.



ĄPerros de la MonedaĄ
ĄPresenteĄ

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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