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El debate sobre la educación gratuita

Nicolás Grau
Por : Nicolás Grau Profesor del departamento de economía de la Universidad de Chile e investigador del COES (Centro de estudios de conflicto y cohesión social). Doctorado en Economía Universidad de Pennsylvania. Presidente de la Fech en el 2006.
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El mercado y sus incentivos privados tienen muchas virtudes, no tanto en educación como en otras áreas, pero aunque sea difícil aventurar la magnitud del efecto, parece de una ingenuidad total pensar, como generalmente hacemos en el debate de política públicas, que la exposición a un esquema que acentúa los incentivos privados y la apropiación individual del conocimiento (que se compra) no vaya a alterar el tipo de profesional que se forma en nuestras universidades.


A pesar de la insistencia de la prensa, el ex ministro de Hacienda y el gobierno, no hay ninguna razón para que en teoría un cambio en el sistema tributario no pueda replicar el impacto distributivo de un esquema en que se paga por la universidad. En otras palabras, si lo que nos interesa como sociedad es que en promedio los sectores de mayores recursos paguen una fracción mayor del gasto en educación, aquello puede ser cobrándoles directamente, como hoy, o a través de una mayor carga tributaria, como proponen los estudiantes.

El argumento “sea cual sea la carga tributaria, siempre es preferible que el gasto se focalice en los sectores más vulnerables” es retórico pues desconoce que en cualquier esquema que contemple la existencia de universidades, una fracción de los recursos –sean públicos o privados- debe ir a educación superior, es decir, sea cual sea la carga tributaria no será posible destinar los recursos necesarios para la educación superior a otras necesidades. Si, por ejemplo, resolvemos que un 2% de nuestro PIB debe ir a educación superior, no importando si estos recursos se paguen privadamente o se recauden a través de impuestos, tales recursos no podrán ser destinados a otros ítems del gasto social.

[cita]El mercado y sus incentivos privados tienen muchas virtudes, no tanto en educación como en otras áreas, pero aunque sea difícil aventurar la magnitud del efecto, parece de una ingenuidad total pensar, como generalmente hacemos en el debate de política públicas, que la exposición a un esquema que acentúa los incentivos privados y la apropiación individual del conocimiento (que se compra) no vaya a alterar el tipo de profesional que se forma en nuestras universidades.[/cita]

Derribado el mito por el que se suele descartar la educación gratuita, podemos discutir otras ventajas y desventajas -pienso más atendibles- de tener un sistema universitario con tales características.

Desde mi perspectiva la educación superior gratuita tiene dos problemas, uno práctico y otro sustancial. El primer asunto dice relación con la dificultad política de hacer un alza tributaria al nivel requerido. Seguramente Chile en los próximos años realizará importantes aumentos impositivos, acordes a su nivel de desarrollo, sin embargo parece difícil que aquellos sean de la magnitud  que se requeriría para responder plenamente a las distintas necesidades sociales. A su vez, aún cuando los aumentos impositivos sean considerables, es conocido el “talento” de la clase alta para evadir impuestos. Así, por una u otra razón, uno podría argumentar que cobrarles a los más ricos a través del arancel es más seguro y fácil que cobrarles a través de impuestos.

El segundo problema, de fondo, es el carácter selectivo del sistema universitario. Para ilustrar el punto imaginemos una situación hipotética: una sociedad con real igualdad de oportunidades y universidades gratuitas,  donde por ende la selección universitaria captara a los jóvenes más talentosos del país. Aún en tal escenario la educación superior no sería un derecho, sino un privilegio para los jóvenes más capaces. De esta manera, incluso en el mejor de los casos, del cual estamos a años luz, la gratuidad favorecería a un sector privilegiado de la sociedad y no resolvería por sí misma el carácter excluyente del sistema universitario.

Por otra parte, considero que existen un conjunto de razones por las cuales hace sentido tener una educación universitaria gratuita o al menos avanzar hacia ella. En cuanto a la justeza de la medida, no parece moralmente adecuado, si nuestro foco es la igualdad de oportunidades, que los estudiantes salgan endeudados de la universidad dependiendo de si su familia pudo o no pagar el costo del arancel. Mantener aquello implica castigar a los estudiantes que dado su medio social realizaron un mayor esfuerzo para llegar a la universidad. La gratuidad o el arancel diferenciado permiten igualar la carga económica –en este caso la futura carga tributaria- con que saldrán los estudiantes de la universidad sin importar su proveniencia social.

Sin embargo, desde mi perspectiva, la mayor virtud potencial de la educación universitaria gratuita es como ésta puede alterar la experiencia educativa. En la actualidad la lógica de cliente-proveedor ha alterado por completo la lógica profesor-estudiante. El mercado y sus incentivos privados tienen muchas virtudes, no tanto en educación como en otras áreas, pero aunque sea difícil aventurar la magnitud del efecto, parece de una ingenuidad total pensar, como generalmente hacemos en el debate de política públicas, que la exposición a un esquema que acentúa los incentivos privados y la apropiación individual del conocimiento (que se compra) no vaya a alterar el tipo de profesional que se forma en nuestras universidades.

Así, el debate sobre el sistema de financiamiento estudiantil, y la posible gratuidad, debe considerar: 1) la dificultad política y práctica de recaudar los recursos requeridos para ésta y otras necesidades a través de impuestos, 2) el carácter selectivo de la educación superior (incluso con gratuidad), 3)  la equidad en las cargas económicas entre estudiantes de diversa proveniencia socioeconómica  y 4) el impacto del esquema de financiamiento en la experiencia educativa.

En este marco, el sistema que más me convence es el arancel diferenciado, en que cada familia contribuye de acuerdo a sus capacidades económicas y el resto se recauda a través de impuestos. Las ventajas de este sistema son: 1) representa una menor exigencia para la recaudación tributaria y, más importante, les cobra directamente a quienes eluden con facilidad los impuestos, 2) al exigir una contribución directa a quienes pueden hacerlo reconoce el privilegio inherente asociado a la educación superior, 3) equipara las cargas económicas de los estudiantes al salir de la universidad, pues al no haber deuda, todos contribuyen de igual manera a través de impuestos y de acuerdo a sus ingresos y 4) la contribución según lo que cada uno tiene, versus el pago del “valor” de la carrera, que es lo que proyecta un sistema que cobra la totalidad del arancel (al contado o con crédito), ayuda a fortalecer el carácter social de la experiencia educativa.

Por cierto, una implementación del arancel diferenciado tendría que exigir a las universidades partícipes del sistema, lo que no debería estar restringido al Consejo de rectores: no lucro efectivo, acreditación por carreras y universidad y someterse a una fijación de aranceles, de lo contrario el subsidio permitiría alzas aún mayores que las recientes. Complementariamente, las universidades públicas tendrían que contar con un aporte basal, que les permitiera responder a su misión pública y complejidad académica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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