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¿Y si la nueva centroizquierda nace ahora? Opinión

¿Y si la nueva centroizquierda nace ahora?

Daniel Hojman
Por : Daniel Hojman Académico, Harvard Kennedy School
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Para mí, la alcaldía de Santiago no es «la madre de todas las batallas» por su posible rol en la próxima presidencial. Lo es porque resume perfectamente esa tensión, de avanzar o no en la construcción de una nueva centroizquierda para un nuevo ciclo, de sumar o no jóvenes que pueden decidir esa elección, de dispersar votos en candidaturas pequeñas que terminen sacrificando una posibilidad de cambio ante un incumbente de la UDI, de confiar o no en uno de los liderazgos más potentes de una generación relativamente joven, capaz de convocar equipos extraordinarios, pero que arrastra la carga de una Concertación que la gente se resiste a revivir.


Las elecciones municipales de hoy son las primeras después de las mayores movilizaciones sociales desde la dictadura. Y aunque los pilares de un sistema político que no da para más siguen en pie y la oferta política cambia lentamente, las cosas no son iguales. Llevamos dos años sincerando el país que tenemos o, más bien, empezamos a verlo con otros ojos. A partir de las alamedas, nos atrevemos a cambiar la verdad. Hace dos años, el acceso a educación de calidad no era un derecho. Hoy, independiente de lo que digan las leyes, lo es. A partir de la calle, revisamos la noción de lo que es justo; es cada vez más compartida la percepción de que moralmente inaceptable que en un niño no acceda a educación o salud de calidad simplemente porque sus padres no pueden pagarlo; “las desigualdades y abusos inaceptables” se han vuelto un lugar común en el discurso de casi cualquier figura pública.

Aunque la prensa, partidos y ministros centren la atención en las derivaciones presidenciales de las municipales, el trasfondo es otro: es imposible explicar las movilizaciones en Chile sin apelar a una falla sistémica de la política. Desde 1990, Chile recuperó la democracia y el Estado de derecho, los estándares absolutos de vida aumentaron considerablemente para una enorme mayoría; la desigualdad del ingreso se mantuvo o cayó levemente y en otras dimensiones esenciales —acceso garantizado a la salud, educación, pensiones básicas, entre otras— la desigualdad de frentón cayó; hoy, atravesamos años buenos del ciclo económico con bajo desempleo.

El remezón vino de la calle a interpelar a un sistema político encapsulado, abusivo y, en definitiva, irresponsable. En lo esencial, el sistema político ha fracasado en negociar un sentido compartido de país. Como muchos, pienso que ese fracaso se origina en la incapacidad de revertir la severidad de las desigualdades sociales, la concentración del poder y la exclusión social, donde la delincuencia, la “ghettización”, los territorios tomados por el crimen organizado, el conflicto mapuche, aparecen como fallas extremas de integración. La persistencia y severidad de las desigualdades y la exclusión social erosionan la posibilidad de un interés común, falla una función central de la política, bienvenido al país de la desconfianza.

[cita]No es factible ni estético que una nueva centroizquierda —cohesionada en los objetivos centrales, moderna y con mística para el nuevo ciclo— nazca de un matrimonio bien constituido. Regenerar las oportunidades de cooperación pasa por complicidades que atraviesan las etiquetas de partidos, movimientos, generaciones, que se nutren directamente de la participación ciudadana.[/cita]

Mucha desconfianza. Y asoman riesgos impensados como el colapso del sistema de partidos (que marcan niveles de aprobación en los márgenes de error), el surgimiento de caudillismos populistas de derecha o izquierda, la radicalización —de manifiesto en los llamados a funar las elecciones como los capuchas—, o la extinción de la educación pública que muchos buscaban mejorar a través de la movilización.

Hoy, esa desconfianza se proyecta en una división de las fuerzas progresistas entre una Concertación, el PRO, el PC y una nueva centroizquierda social que empieza a configurarse en torno a los movimientos y organizaciones sociales, descolgados de partidos y una ciudadanía —joven y no tanto— ávida por representación. La fragmentación ha sido una marca registrada del progresismo, ciento cuarenta años de historia, fuerte influencia en el ascenso de los nazis en Alemania o en nuestros lutos recientes, entre otros fracasos. La compulsión a la repetición, por su parte, es más universal. Una  pregunta es si, a partir de estas elecciones, es posible vislumbrar nuevos espacios de cooperación.

En la centroizquierda, el progresismo, el centro más la izquierda, en todas sus versiones, se ha consolidado el consenso de que avanzar decididamente hacia una sociedad más inclusiva y una democracia plena pasa por liderar transformaciones estructurales —nuevo modelo educacional, reforma tributaria, reforma laboral, política industrial, reforma electoral y constitucional, entre otras—. La naturaleza de esas transformaciones es inviable sin una coalición política que garantice gobernabilidad por período prolongado de tiempo. La exigencia va mucho más allá de un buen resultado en la municipal o ganar una elección presidencial. Sin mayorías parlamentarias ni complementariedades entre los movimientos ciudadanos y el poder político, no hay cómo. Si el progresismo chileno aspira a conducir ordenadamente cambios que sintonicen con la presión ciudadana por un país más justo, su principal desafío es la unidad y la cercanía con la gente.

No es fácil. La fractura que existe entre la Concertación y la «nueva centroizquierda social» o la propia gente, es severa. La Concertación como la conocimos está viva en las elites pero muerta en la ciudadanía. La gran irresponsabilidad de muchos dirigentes concertacionistas fue ampararse en las certezas del binominal y arrogarse el derecho legítimo a controlar las decisiones colectivas, apropiarse de bienes públicos como los partidos, reduciéndolos al mínimo —mientras menos ciudadanía, mejor— y profundizando prácticas clientelares. Cuesta entender que la Concertación ofrezca a Hernán Pinto de candidato al alcalde en Valparaíso o  que hace un par de semanas no se haya cuadrado con limitar el financiamiento compartido en las escuelas.

Por mucho que se insista en que la crisis de los partidos es mundial, no hay excusa. En el Reino Unido, el laborismo es capaz de convocar a cientos de miles para elegir a su líder en fuerte competencia y el líder del partido es —siempre— el principal presidenciable. En Francia, la primaria del PS que escogió a Hollande, convocó a dos millones de votantes. En Alemania, la izquierda socialdemócrata —siguiendo al Partido Pirata— ha comenzado a consultar directamente en forma usual a miles de ciudadanos usando nuevas tecnologías. Islandia acaba de aprobar una nueva Constitución con participación ciudadana en línea. En Chile, la disidencia de un partido parece caber en un departamento en Pocuro. Estamos hablando de organizaciones cerradas al extremo. La dirigencia ha tenido serios problemas para internalizar que las prácticas políticas pueden desvirtuar un ideario, que la transparencia es un elemento esencial de la profundización de la democracia porque legitima a quienes han de tomar decisiones por el colectivo, que las prácticas y estructuras de ayer no se condicen con la horizontalidad de los nuevos tiempos.

Por contraste, la nueva «centroizquierda social» está muy consciente de construir de abajo hacia arriba, de a poco, desde y ante la ciudadanía. Sin embargo, Generation Distrust corre serio riesgo de transformarse en otro lote más. Demás está decir que es delirante creer que las transformaciones estructurales son viables sin intermediación y a partir de la autoconvocatoria. Si la nueva centroizquierda social no ve que su principal poder está en renovar, legitimar y aglomerar, podríamos estar frente otro episodio de balcanización o irrelevancia. El discurso que apela la Concertación, el PRO o el PC son iguales a la Alianza o que todos —sin excepción— en la Concertación están cooptados por el poder, es patético. El poder de los nuevos ciudadanos y líderes progresistas debe aspirar a liderazgos propios, pero solo logrará apalancar una alternativa de futuro —y su propio poder— en la medida que se muestra eficaz en colaborar y seleccionar programas y liderazgos en toda la centroizquierda, no solo en contiendas boutique.

No es factible ni estético que una nueva centroizquierda —cohesionada en los objetivos centrales, moderna y con mística para el nuevo ciclo— nazca de un matrimonio bien constituido. Regenerar las oportunidades de cooperación pasa por complicidades que atraviesan las etiquetas de partidos, movimientos, generaciones, que se nutren directamente de la participación ciudadana. En este caso, lo único responsable —la forma de evitar una tragedia a lo Romeo y Julieta— es justamente promover las pasiones entre Montescos y Capulettos, aunque se incomode la parentela.

No es fácil, porque la cooperación no es sostenible sin amenazas creíbles y el sistema actual con sus barreras de entrada no otorga una tecnología. Una cooperación incondicional no solo es ilusa sino que inútil. La cooperación tiene sentido solo si potencia ese proyecto futuro compartido y eso pasa por separar del trigo el polvo. Proyecto a proyecto, caso a caso. La joven centroizquierda no puede ser utilizada como un lavado de imagen para legitimar liderazgos obsoletos. Se requieren un balance entre compromisos y actos de generosidad. Hay que buscar mecanismos —ritos, hechos políticos, culturas de colaboración, actos de generosidad, compromisos recíprocos— que permitan que quienes merecen perder poder dentro de la centroizquierda lo pierdan para potenciar un proyecto mayor con legitimidad ciudadana. Al mismo tiempo, hay liderazgos potentes en los partidos de la Concertación, el PRO o el PC, que la centroizquierda social debe apoyar con miras a la colaboración futura.

Para mí, la alcaldía de Santiago no es «la madre de todas las batallas» por su posible rol en la próxima presidencial. Lo es porque resume perfectamente esa tensión, de avanzar o no en la construcción de una nueva centroizquierda para un nuevo ciclo, de sumar o no jóvenes que pueden decidir esa elección, de dispersar votos en candidaturas pequeñas que terminen sacrificando una posibilidad de cambio ante un incumbente de la UDI, de confiar o no en uno de los liderazgos más potentes de una generación relativamente joven, capaz de convocar equipos extraordinarios, pero que arrastra la carga de una Concertación que la gente se resiste a revivir. En la candidatura de Carolina Tohá, hay una apuesta genuina por prácticas del nuevo ciclo: primarias que van más allá de la Concertación; un acuerdo de paz con el PRO; un programa explícito, ambicioso y construido en base a casi un centenar de reuniones con vecinos y organizaciones sociales; la apuesta por transformar una comuna emblemática en el puntal de la reforma educacional.

Espero que aprendamos de esta experiencia, pero sobretodo, espero que los jóvenes y los no tanto tengan el coraje de confiar cuando pueden hacer la diferencia. Es muy valioso que los jóvenes hayan remecido el tablero. Tampoco es necesaria la autorización para abrir espacios de cooperación.

«El lugar más oscuro del infierno está reservado para aquellos que se mantienen neutrales en tiempo de crisis,» canta la Divina Comedia. Ni militar durante la adolescencia, ni los exilios y amenazas de muerte a la gente que uno quiere. La historia siempre mueve el futuro de quien la vive, pero es la marca de la cooperación en tiempos difíciles lo que impide mi neutralidad por estos días.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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