¿Asistimos –como se ha insinuado más de alguna vez– a una mutación de nuestra cultura política en el sentido de ciudadanos cada vez más atentos de sus derechos sociales, pero menos dispuestos a involucrarse en lo público? O para citar la versión más popular de esta tesis: ¿transitamos hacia una “sociedad de derechos” que deja a un lado sus “deberes”? Una versión algo más sofisticada de esta tesis ha sido ensayada en estos últimos días a raíz de la abstención electoral: la desafección frente a la política se explicaría por ciudadanos que, aun cuando poseen expectativas sociales insatisfechas, comparten en lo esencial el rumbo de la modernización de la sociedad chilena.
¿Exigen los chilenos hoy un Estado garante en materia social y, sin embargo, no se interesan por los asuntos de la política? Los resultados de la Segunda Encuesta Nacional llevada a cabo por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) permiten examinar esta interrogante. En ella se evalúan precisamente una serie de discusiones normativas que han estado en el centro del debate público reciente: voto en el extranjero, matrimonio igualitario y adopción homoparental, así como las percepciones de la ciudadanía acerca de los denominados derechos sociales y las instancias de participación política.
Se ha destacado, en particular, la presencia de una concepción más amplia de los derechos humanos en la ciudadanía. En efecto, mientras en el anterior sondeo (2011) estos eran asociados de modo preferente con las experiencias de abuso, tortura y desaparición acontecidas en dictadura, ahora son fuertemente valorados también otros aspectos normativos que apuntan al núcleo moral mismo de la idea de derechos humanos: el reconocimiento de la igual dignidad y libertad, así como del recíproco respeto entre los ciudadanos. Es necesario destacar que no se deriva de esto una suerte de “olvido” o “superación” del pasado reciente: junto al amplio reconocimiento del carácter sistemático de la violación de derechos humanos en dictadura y la necesidad de políticas de reparación, subsiste con fuerza la opinión de una “excesiva impunidad” en este ámbito –un 70% de los encuestados se muestra de acuerdo con esta afirmación–.
Entre aquellas dimensiones que reciben una alta identificación en tanto “derechos humanos”, se destaca el conjunto de garantías asociadas a la posibilidad de disponer de condiciones materiales dignas, vale decir, los “derechos sociales”. Poseer una jubilación digna, acceder a salud y educación, así como a un empleo y salario digno, ocupan un destacado lugar en el imaginario normativo de los chilenos. Interesante resulta advertir que en ello parece expresarse no sólo una aspiración personal, sino más bien la articulación de una demanda de justicia: al ser reconocidas en tanto “derechos humanos” se hace, pues, extensivo su altamente valorado principio moral universalista (“todas las personas tienen los mismos derechos, no hay diferencias”) precisamente a estas dimensiones sociales. Así, para buena parte de la ciudadanía el disponer de condiciones materiales dignas no debiese quedar librado meramente a las contingencias de la vida personal, recibiendo por el contrario el rol garante del Estado (por sobre el esfuerzo individual) en cada una de estas dimensiones una importante valoración (en el caso de educación y salud la atribución de dicho rol alcanza, por ejemplo, cerca del 80% de aprobación).
[cita]¿Asistimos –como se ha insinuado más de alguna vez– a una mutación de nuestra cultura política en el sentido de ciudadanos cada vez más atentos de sus derechos sociales, pero menos dispuestos a involucrarse en lo público? O para citar la versión más popular de esta tesis: ¿transitamos hacia una “sociedad de derechos” que deja a un lado sus “deberes”? Una versión algo más sofisticada de esta tesis ha sido ensayada en estos últimos días a raíz de la abstención electoral: la desafección frente a la política se explicaría por ciudadanos que, aun cuando poseen expectativas sociales insatisfechas, comparten en lo esencial el rumbo de la modernización de la sociedad chilena. [/cita]
De esta manera, en segmentos importantes de la ciudadanía aquella identificación normativa –derechos sociales en tanto “derechos humanos”– parece representar una referencia clave en la comprensión y verbalización de sus experiencias de privación e injusticia. O dicho de otra manera: no sólo en la esfera pública, sino también en las conversaciones y reclamaciones cotidianas, el vocabulario moral inscrito en los derechos sociales (esto es: la pretensión de disponer de condiciones sociales dignas fundada en la pertenencia política a una comunidad y no en el arbitrario rendimiento individual) parece instalarse como una cartografía relevante para la comprensión de experiencias de privación material o exclusión social.
El escenario de aquellas dimensiones que aluden a la participación social o política se evidencia, por el contrario, bastante más indefinido. Junto a la alta abstención electoral declarada se advierte que un 42% afirma nunca haber tomado parte en alguna organización social (ya sea sindical, deportiva, religiosa u otra), mientras que formas más esporádicas o con menor densidad de involucramiento en asuntos públicos (manifestaciones, peticiones firmadas a las autoridades, quejas formales o demandas) son realizadas sólo por un escaso porcentaje de la población. No debiese extrañar entonces que entre las exigencias normativas que menos de la mitad de los encuestados identifica como “derechos humanos” se encuentra, por ejemplo, la posibilidad de participar en decisiones del gobierno, unirse a sindicatos y acceder a la información pública.
Cabe entonces preguntarse: ¿Asistimos –como se ha insinuado más de alguna vez– a una mutación de nuestra cultura política en el sentido de ciudadanos cada vez más atentos de sus derechos sociales, pero menos dispuestos a involucrarse en lo público? O para citar la versión más popular de esta tesis: ¿transitamos hacia una “sociedad de derechos” que deja a un lado sus “deberes”? Una versión algo más sofisticada de esta tesis ha sido ensayada en estos últimos días a raíz de la abstención electoral: la desafección frente a la política se explicaría por ciudadanos que, aun cuando poseen expectativas sociales insatisfechas, comparten en lo esencial el rumbo de la modernización de la sociedad chilena.
Los datos de la encuesta del INDH permiten, sin embargo, al menos sugerir e ilustrar una lectura alternativa. Se muestran pues en este ámbito algunas paradojas. Por ejemplo: un 80% evalúa que el derecho a participar en las decisiones del gobierno no se encuentra plenamente protegido, pero sólo un 11% identifica ello efectivamente como la vulneración de un derecho. En el caso de la posibilidad de participación sindical, esta asimetría vuelve a emerger: cerca de un 75% considera que ésta se encuentra deficientemente garantizada (se protegería, pues, sólo “algo” o “nada”), pero sólo para un 6% se trata de un derecho que ha sido pasado a llevar. Lo mismo, finalmente, para el acceso a la información pública: alrededor de un 72% considera que no se encuentra totalmente garantizado, mas sólo un 9% identifica esto en términos de vulneración de un derecho. En suma: la difundida sensación de que los mecanismos de protección y ejercicio de participación ciudadana son esencialmente insuficientes o débiles no es vivida o expresada como la “vulneración” de un legítimo derecho.
Ahora bien, esta sensación de falta de garantías efectivas para la participación pareciese al menos en parte cuestionar la hipótesis de un recentramiento en la vida privada –un expandido desinterés en lo público– como consecuencia no esperada de la modernización reciente. La alta sensación de desprotección también puede ser interpretada como frustración ante aquellas instancias y mecanismos que debiesen garantizar la participación (y no sólo como un abierto o generalizado desinterés). Pues, ¿por qué se habría de percibir como desprotegido aquello que no nos interesa que sea protegido o garantizado legalmente? Sostener que una esfera social se encuentra desprotegida no constituye una afirmación moral neutra; más bien parece indicar una (si bien desarticulada o difusa) expectativa de protección.
Ello insinúa una interesante diferencia con los derechos sociales. En el caso de estos, se conjuga, pues, la percepción ciudadana de desprotección con la efectiva identificación de un derecho que ha sido injustamente pasado a llevar. Las principales experiencias de vulneración son asociadas de hecho (además de la imposibilidad de vivir en un ambiente libre de contaminación) al conjunto de garantías sociales antes mencionadas. Su privación o denegación se vive entonces como la vulneración de un legítimo derecho y parece dar pie a una más articulada exigencia de justicia: la interpelación al rol garante del Estado en materia social.
¿Cómo entender esta diferencia? Es posible sugerir que a la interpretación o traducción de una situación de privación material o desprotección legal en términos de “vulneración de un derecho” subyace una significativa experiencia: la posibilidad de inscribir una particular desventaja o exclusión en un horizonte normativo (un lenguaje moral), a partir del cual aquello que es negado es vivido como injusticia (y no, por ejemplo, como resultado del mero azar o del fracaso individual). El ciclo de movilizaciones sociales recientes en Chile pareciese haber contribuido a (re)constituir aquella infraestructura moral esencial para una sociedad democrática: quienes no disponen de condiciones dignas de existencia no pueden ser entregados a su propia suerte y, más relevante aún, aquello que en esos casos se exige no se funda en la asistencia social o la caridad individual, sino en un legítimo derecho.
Por el contrario, la desafección ante las instancias de participación pareciese aún carecer de un lenguaje moral que permita comprender y traducir aquella sensación de desprotección en efectiva exigencia de justicia. Atribuir a la abstención electoral en sí misma un sentido crítico pasa por alto justamente esta dificultad; así como pretender subsumirla en el debate acerca del carácter legal del voto olvida que el derecho vive de fuentes éticas que difícilmente puede por sí mismo crear. Esto último se torna evidente justamente a la luz de la emergente presencia del vocabulario moral de los derechos sociales: lejos de ser el resultado de la construcción de un “relato político” (como se acostumbra a proponer frente a la falta de identificación ciudadana) expresa, pues, la fuerza y resonancia normativa alcanzada por las luchas sociales recientes en el espacio de lo público.