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Líderes negativos y reos normales

Javiera Herrera
Por : Javiera Herrera Directora de comunicaciones, LEASUR
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Encerraron a varios en una “celda de contención” (una habitación con barrotes del porte de una caseta de baño) y los rociaron con gas lacrimógeno, y, agarrando a otros por la parte de atrás del cuello de la polera, los arrastraron hasta el patio del recinto. Ninguno de los internos recibió atención médica. Llevarlos a la enfermería resulta ser, la mayoría de las veces, solo una forma de blanquear los procedimientos.


El 29 de septiembre pasado una abogada de la Defensoría Penal Pública (DPP), María Paz Ureta, abrió el diario para enterarse de lo que estaba pasando en Chile. Eligió La Tercera y encontró un artículo de su interés: “Gendarmería indaga asociación de anarquistas y ex subversivos con reos comunes en las cárceles”. La “primera alerta”, decía la columna, tuvo lugar en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS) de la Unidad Especial de Alta Seguridad (UEAS), cuando “un allanamiento de personal de Gendarmería terminó con tres personas sancionadas”.

La abogada siguió leyendo: Nicolás Lizana y Hans Niemeyer fueron castigados por estar en posesión de un celular y un objeto cortante, ante lo cual varios internos lanzaron agua, quemaron la basura y taparon las cámaras de seguridad. Preocupada, la abogada llamó por teléfono al recinto. “Todo tranquilo”, le respondieron del otro lado. “Aquí no ha habido ningún motín”.

Acostumbrada a abrir el diario para obtener información reciente, María Paz había pasado por alto la fecha del suceso: 8 de agosto de 2014. Por supuesto, ella estaba enterada del hecho y sabía que la prensa no había dicho nada en su momento. ¿Por qué lo hacía más de un mes más tarde? Porque la columna de La Tercera no se trataba de lo que había pasado en la CAS el 8 de agosto, sino de un fenómeno de proporciones, una tendencia que había que analizar en el marco noticioso de los bombazos en el metro: “La eventual alianza entre delincuentes comunes y reos ligados a ex movimientos subversivos o grupos anarquistas”, respecto de la cual el motín constituía solo la “primera señal”.

El punto es que, frente a esta primera señal, la respuesta de Gendarmería fue, literalmente, agarrar a los presos a palos.

[cita]Encerraron a varios en una “celda de contención” (una habitación con barrotes del porte de una caseta de baño) y los rociaron con gas lacrimógeno, y, agarrando a otros por la parte de atrás del cuello de la polera, los arrastraron hasta el patio del recinto. Ninguno de los internos recibió atención médica. Llevarlos a la enfermería resulta ser, la mayoría de las veces, solo una forma de blanquear los procedimientos.[/cita]

Por eso, el lunes 11 de agosto María Paz se había dirigido a la CAS y pedido el parte sancionatorio. Todas las papeletas decían lo mismo: “Sin lesiones físicas actuales”. Sin embargo, al entrevistarlos, la abogada pudo constatar que todos los internos habían sido golpeados: tenían heridas en las narices, moretones en los brazos, las manos hinchadas, cototos en la cabeza, quemaduras en la base de la espalda. Además, dos internos se habían cortado. Uno para que no le siguieran pegando a su compañero, y el otro para no quedarse “pegado” en la Sección de Máxima Seguridad (SMS) por acumulación de castigos. Otros dos se habían cosido la boca (la forma que utilizan los presos para mostrar su determinación de iniciar una huelga de hambre sólida y líquida).

Todos los entrevistados ofrecieron el mismo relato: los gendarmes habían encontrado un “elemento prohibido” en la celda de Lizana y Niemeyer y, como ninguno asumió ser el dueño, ambos fueron sometidos a un “aislamiento preventivo”, es decir, a un encierro de veinticuatro horas en una celda ubicada en la SMS.

Entonces los internos que comparten piso con ellos quisieron saber por qué se habían llevado a sus compañeros, y los gendarmes les respondieron con insultos y garabatos. Así que los presos se sublevaron. Uno le prendió fuego a su colchón dentro de un basurero y otros taparon las cámaras de vigilancia, ante lo cual los gendarmes dieron aviso de motín y procedieron a «reducirlos» a palos, puntapiés, combos y golpes con palma abierta.

Encerraron a varios en una “celda de contención” (una habitación con barrotes del porte de una caseta de baño) y los rociaron con gas lacrimógeno, y, agarrando a otros por la parte de atrás del cuello de la polera, los arrastraron hasta el patio del recinto. Ninguno de los internos recibió atención médica. Llevarlos a la enfermería resulta ser, la mayoría de las veces, solo una forma de blanquear los procedimientos.

Sin embargo, dio la casualidad de que uno de los internos que habían sido golpeados se dializaba tres veces por semana y acudió el sábado 9 de agosto a un hospital donde un médico pudo constatar sus lesiones. Y solo gracias a esta casualidad, la abogada de la DPP pudo contar con un registro efectuado por un profesional autorizado.

María Paz Ureta solicitó entonces un amparo urgente ante el juez de garantía y pidió que una autoridad competente visitara a los presos y verificara su estado. Pero en lugar de eso, el magistrado fijó una audiencia. Ahí la abogada interpuso una denuncia por torturas y falsificación de instrumento público (las constataciones de lesiones), y el juez fijó otra audiencia. Para entonces los presos ya se habían recuperado, pero una cámara había registrado a los gendarmes golpeándolos mientras estaban esposados y, solo después de verlo, el juez instruyó investigar.

Hoy la investigación está a cargo de la brigada de Derechos Humanos de la PDI y es solo por dos casos de torturas.

Pero el 8 de agosto fueron torturados veinte internos a causa de un “elemento prohibido” que no resultó ser otra cosa que un alambre que los internos usan para destapar el baño, y cuya existencia y uso era de conocimiento de la administración. Por eso ni Hans Niemeyer ni Nicolás Lizana quisieron asumir que tenían en su poder algo que el reglamento prohibía que tuvieran.

Y es que, según María Paz Ureta, “los gendarmes de la UEAS sindican a Hans Niemeyer y Nicolás Lizana como ‘lideres negativos’ que manipulan a los delincuentes comunes a su antojo, casi sugiriendo que habría una red insurgente en la cárcel y que quieren levantar a toda la población” […], siendo que “los dos ‘cabecillas’ solo han intentado que los condenados sean respetados y les han enseñado a no callarse y a preguntar cuando lo crean necesario”.

Por el contrario, todo el que haya leído La Tercera el 29 de septiembre solo habrá podido enterarse de la opinión de algunos funcionarios y oficiales penitenciarios y del ministro de Justicia. Según los primeros, “a diferencia del reo normal”, estos “internos de características refractarias” ven a los gendarmes “como el Estado que atacan y del cual ellos están en contra”, por lo que “siempre tratan de cuestionar los procedimientos, generar indisposición para que el funcionario trate de reaccionar y luego tener argumentos para decir que se cometen abusos en su contra”. Según el ministro, en tanto, es necesario “detectar lo que se denomina líderes negativos, de distinta connotación, en los penales del país”. De los veinte presos que fueron apaleados el 8 de agosto en la CAS, el lector no habrá podido encontrar, nuevamente, ni una sola palabra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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