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Erika Silva y el inconsciente político de la ciudadanía

Manuel Ugalde Duarte
Por : Manuel Ugalde Duarte Manuel Ugalde Duarte, Centro de Estudios de la Argumentación y Razonamiento y Docente del Programa Académico de la Escuela Militar (2010-2013), Universidad Diego Portales
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De ahí que si algo nos permiten sacar en limpio las declaraciones de Erika Silva no es nada sobre ella, sino sobre el inconsciente político que está instalado ideológicamente y milimétricamente en nosotros gracias a la democracia de los acuerdos. Esa que Burgos parece hoy querer sostener más que nunca, y que la antigua Concertación y la Alianza parecen celebrar denodadamente de pie.


Erika Silva, la recién despedida jefa del gabinete de la Dirección Sociocultural de la Presidencia, saliendo del Palacio de Gobierno se acercó directamente, y tal vez intempestivamente, a la prensa. Su objetivo parecía claro: hacer sus severos descargos y mostrar sus veraces sensaciones frente a todo el impasse en el que se involucró al afirmar por redes sociales que el ex ministro Peñailillo tendría responsabilidades en el mal manejo del destape del caso Caval. Sus declaraciones en tono agitado, estilo informal, con una ilación por momentos circunstancial y con un afecto algo eufórico, gatillaron en las redes sociales fervorosos comentarios, al punto de ser trending topic durante la tarde. La mayoría de ellos la devaluaban a través de calificativos que la imputaban de padecer algún trastorno mental severo y, al paso, se preguntaban cómo alguien así pudo ocupar un cargo en el Palacio de La Moneda. Las críticas, que siguen en aumento, no se concentran tanto en el contenido de lo que ella dijo (que igualmente puede ser cuestionable) como en la forma poco compuesta y desarticulada en la que habría proferido sus declaraciones.

Y es allí, a mi juicio, donde deberíamos detenernos por un momento, y con cierta desazón, en la polémica ciudadana y periodística que desataron tales descargos; y, con ello, interrogarnos sobre el asunto seriamente: ¿por qué lo conveniente era guardar la compostura?; ¿cuál fue el problema de la jefa del gabinete al decir lo que se piensa?; ¿por qué sería preferible su discreto silencio a su centelleante discurso?; ¿por qué una vez renunciado al cargo la mesura es la actitud más deseable? O mejor y abarcando todo lo anterior: ¿a qué otra forma de comportamiento, actitud o de elevada dignidad estamos defendiendo cuando denostamos o cuestionamos el descargo público de Erika Silva? Porque resulta evidente que cuando reprochamos a una persona por su estilo al elaborar un mensaje o los criterios de su forma de enunciarlo, lo que insinuamos implícitamente es que no lo hizo del modo correcto o de la manera que correspondía a las circunstancias. Y esto último es los que nos debe causar desazón, que su pecado haya sido no ser estratégica frente a cámaras.

[cita] De ahí que si algo nos permiten sacar en limpio las declaraciones de Erika Silva no es nada sobre ella, sino sobre el inconsciente político que está instalado ideológicamente y milimétricamente en nosotros gracias a la democracia de los acuerdos. Esa que Burgos parece hoy querer sostener más que nunca, y que la antigua Concertación y la Alianza parecen celebrar denodadamente de pie.[/cita]

A mi modo de ver, no es descabellado entender que tanto el mensaje público por Twitter que Silva hizo como las declaraciones dadas a los medios de comunicación a la salida de La Moneda, pueden ser enjuiciados como imprudentes. Pero ese enjuiciamiento no nos debe confundir al momento de sacar otras conclusiones. Y es que suponer que toda acción que se aleje de la prudencia, del decoro o la impasibilidad es equivalente a la enajenación mental, la ingobernabilidad comportamental o el descontrol afectivo, parece apresurado y, por ello mismo, da cuenta menos de cómo son de hecho las cosas, que sobre nuestros implícitos criterios esperados o deseados frente a lo que debe ser la personalidad del político profesional.

Desde ya despejemos toda duda: con lo dicho anteriormente no defiendo la euforia ni la incontinencia afectiva que Erika Silva pudo mostrar en sus declaraciones, sino, más bien, intento interrogarme sobre esos criterios impensados y no reflexionados que aplicamos a las actitudes de Erika Silva como político para defenestrarla o, al contrario, venerarla.

En el fondo, lo que esperábamos como televidentes de las declaraciones de la ex jefa del gabinete era que respetara las maneras protocolares de los políticos chilenos, es decir, la compostura de la expresión, la mesura de los términos y la prudencia de los planteamientos. Sin embargo, ocurre que cuando hablamos de esas supuestas virtudes políticas debemos darnos cuenta de que no estamos hablando de un registro o un estilo neutro, aséptico y objetivo. No. En política tales “virtudes” no son eso, sino el desplante de un discurso que a toda costa pretende minimizar el disenso y la polémica con otros. Eso es lo que se ha constituido e instituido –tal vez con mayor fuerza y legitimidad que nunca desde la política de los acuerdos y de la medida de lo posible fundada por Aylwin– como la “verdadera” declaración pública. De allí que el desmedido enojo e impacto que se da frente a la ruptura de esta “verdadera” declaración pública por medio de la “declaración pública verdadera” y sincera de Erika Silva, no sólo sintomatiza con claridad nuestra lealtad cognitiva sino nuestra identificación afectiva con esos discursos que se caracterizan por su talante genérico y escamoteador, con altos niveles de abstracción y que están plagados de lugares relativamente comunes y vacíos. En suma, de una supina artificialidad almidonada.

Y son justamente –y a diario– esos discursos huecos y locuaces los que generan nuestra desconfianza y desaprobación frente al estamento político. Y, sin embargo, y a pesar de ese desgarbado odio frente a tanto cinismo político, no podemos evitar sostener imaginaria e inconscientemente esos criterios para evaluar la sinceridad y desvergüenza de Erika Silva: mientras que concientemente los criticamos ácidamente, inconscientemente los empleamos automáticamente.

Y no es que esta aparente contradicción nos haga cínicos como a los políticos que denostamos, porque tanto nuestro cuestionamiento consciente como nuestra aplicación inconsciente no son empleados estratégicamente sino que de modo completamente genuino. Y es allí, cuando nuestras prácticas niegan y no son exorcizadas por los juicios y razones en que creemos, que nos encontramos frente a la ideología. De ahí que si algo nos permiten sacar en limpio las declaraciones de Erika Silva no es nada sobre ella, sino sobre el inconsciente político que está instalado ideológicamente y milimétricamente en nosotros gracias a la democracia de los acuerdos. Esa que Burgos parece hoy querer sostener más que nunca, y que la antigua Concertación y la Alianza parecen celebrar denodadamente de pie.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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