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La profesión de las armas en Chile: Ciertos mitos y realidades

Horacio Larraín Landaeta
Por : Horacio Larraín Landaeta Ingeniero de la Academia Politécnica Naval, Magíster en Ciencia Política de la Universidad de Chile, Magíster en Estudios Políticos Europeos de la Universidad de Heidelberg y Magíster en Seguridad y Defensa de la ANEPE.
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*Tanto las relaciones político-militares como cívico-militares pueden verse afectadas por incomprensiones y desconocimientos mutuos, aspecto a lo cual contribuyen ciertos mitos que se confunden con realidades.

En la presente columna utilizaremos el término militares de manera genérica, para referirnos a miembros del Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Policía.

Entendemos por relación político-militar aquella que se establece entre las elites políticas y los altos mandos militares.

Por relación cívico-militar se entiende un concepto más amplio que el anterior y, por lo tanto, más difuso y que tiene que ver con el nexo que se establece entre las fuerzas armadas y la sociedad civil.

La reiterada presencia en estos días en los medios de comunicación de Carmen Gloria Quintana, víctima del llamado “caso quemados”, ha gatillado nuevamente el debate acerca de la responsabilidad de las instituciones armadas en la entrega de antecedentes que puedan permitir a la justicia ordinaria proseguir con los juicios a ex militares por violaciones a los DD.HH., en varios casos suspendidos durante años por falta de antecedentes claves.

Para algunos, la aparición de Carmen Gloria corresponde a una campaña mediática que intentaría bajarle el perfil a los casos recientes de corrupción política: Caval, Penta y SQM. Para otros, obedece a la necesidad de reorientar la estrategia de tratamiento de los temas de violaciones a los DD.HH. ocurridos en Dictadura.

Lo cierto es que, en muchos procesos, los jueces tienen la certeza o intuyen que existen vacíos en la secuencia de los eventos, producto de pactos de silencio entre los involucrados en crímenes de lesa humanidad, por ejemplo, durante las diligencias para dar con los cuerpos de personas desaparecidas por acción de agentes del Estado, o bien, para esclarecer hechos y responsables en actos tan atroces como el citado “caso quemados”.

Estos pactos, sean tácitos o explícitos, crean un círculo vicioso que prolonga el sufrimiento tanto de víctimas y/o sus deudos como de los propios inculpados, victimarios o cómplices, que muchas veces se ven sujetos a los vaivenes del progreso o estancamiento de las causas que los afectan. Específicamente, en el crimen que citamos, el nuevo testimonio de dos ex conscriptos que participaron en la malhadada patrulla en 1986 y que rompieron un pacto de silencio, reabrió el caso y despertó el interés mediático.

La tesis del “perdón y olvido”, sustentada por muchos de los que apoyaron al régimen de Pinochet, no tuvo eco en la ciudadanía. Si algunos chilenos pensaron que sus delitos, mientras estuvieron en el poder, serían relegados a la biblioteca polvorienta del olvido, como lo sugirió Fernando Villegas, olvidan igualmente que existen otros chilenos que no escatimarán medios en la búsqueda de verdad y justicia.

Es poco probable, por lo inaudito, que a 25 años de reinstauración de la democracia en Chile, los institutos armados participen en algún pacto de silencio, propio de organizaciones criminales. Ello no obedecería a ninguna lógica que apunte a consolidar a las FF.AA. como parte de la vida democrática del país, objetivo que ha sido explicitado por las autoridades castrenses en más de una oportunidad.

Ocurre, a menudo, que la opinión pública relaciona a las FF.AA. con organizaciones corporativistas de personas que alguna vez pertenecieron a estas instituciones y que hoy se encuentran en retiro. Es muy probable que, entre los que en algún momento integraron asociaciones ilícitas creadas alrededor de organismos de inteligencia, existan pactos de silencio. Podría ser el caso del llamado Comando Conjunto, una asociación ilícita cuyo propósito fue eliminar opositores, la cual fue constituida por miembros de la Defensa Nacional. Estas personas, sin embargo, hace muchos años que dejaron de pertenecer a las instituciones armadas.

Se es miembro de ellas mientras dure el contrato entre el individuo ciudadano militar y el Estado. El personal jubilado de estas instituciones ya no pertenece a las FF.AA.

Lo anterior parece una perogrullada. Sin embargo, la particularidad de lo castrense, en el que se mantienen ciertos protocolos ceremoniales de tratos a los funcionarios en retiro, suele confundir al civil y, a veces, también al militar retirado. Como se decía en la Armada, “una vez que usted viste corbata de colores, ya no tiene nada más que hacer en la institución, excepto tener algún lugar en las tribunas para ver los desfiles”.

Por otra parte, según Morris Janowitz, la profesión militar es algo más que una mera ocupación, constituye un estilo de vida que contiene códigos propios, intransferibles, muchas veces hermético para el no iniciado.

Los militares chilenos parecieran valorar su función con un sentido mesiánico, como un recurso último, una reserva moral que estaría dispuesta a inmolarse por “la patria amenazada”, sea desde el exterior como desde el interior.

La realidad es que las FF.AA. son esenciales para la seguridad nacional, como lo establece el artículo 101 de la Constitución, pero dentro de su rol específico en la defensa en contra de una amenaza externa. Sin embargo, no es el único recurso y, junto al servicio diplomático, su importancia como instrumento en un momento determinado dependerá de la modalidad que la conducción política civil resuelva emplear para enfrentar una eventual crisis. La guerra es un acto fundamentalmente político, afirmaba Clausewitz.

En las escuelas matrices de oficiales, no obstante, habría tendencia a promover un sentido de elite, la que se posicionaría por sobre el debate público y que, si es necesario, podría intervenir en caso de que el orden establecido se encontrase amenazado. Tales sentimientos quedarían internalizados de por vida y, a veces, se potenciarían más allá del término de la carrera. Se crea, además, una especie de categoría social, metafóricamente denominada “Familia”: la familia militar, la familia naval.

A nuestro juicio, tal autoimagen, que ha sido fomentada por sectores de la civilidad interesados en instrumentalizar a las FF.AA. en su beneficio, ha estado en la base de los desencuentros entre el campo civil y el militar a lo largo de la historia republicana de los últimos 125 años.

Otra característica que destaca al sector militar de la mayor parte de la civilidad, y que ha sido tema controvertido, es su plan de pensiones. Mientras a la gran mayoría de los trabajadores chilenos les fue impuesto por el régimen militar un sistema privado de pensiones de dudosa eficiencia, el sector defensa conservó uno de financiamiento fiscal.

El militar profesional, a diferencia de otras ocupaciones, tiene un tiempo limitado de ejercicio que raramente excede los 30 años de servicios. Esto se debe a la peculiaridad de la carrera militar, cuya efectividad está sujeta a la característica etaria de los funcionarios y a la estructura jerárquica piramidal de las instituciones. Obviamente, no todos los que salen de las escuelas matrices pueden llegar a generales, almirantes o sub-oficiales mayores. Por lo que se requiere un sistema de cuotas de eliminación luego de ciertos años de servicio que, en promedio, puede ser inferior a 25 años.

Un trabajador civil podrá ejercer su oficio o profesión hasta la ancianidad. Un militar, a veces con varios años de formación, está sujeto a la posibilidad de ver coartada su carrera por el sistema ya señalado. Un sub-oficial mecánico automotriz podrá encontrar con cierta facilidad un trabajo compatible en la vida civil, no así un sub-oficial infante, artillero, radarista o controlista de fuego.

Estas consideraciones explican en buena medida el sistema de pensiones de los uniformados. La mayor parte no podría cotizar en una AFP la totalidad de los años requeridos hasta cumplir la edad de jubilación. Se trata de servidores públicos que no están acogidos a la inamovilidad funcionaria.

Si el Estado chileno quisiera reemplazar el actual sistema previsional de las FF.AA., para someterlos al sistema de AFP, tendría que garantizar a sus miembros una forma de inamovilidad hasta la edad de jubilación equivalente al resto de los funcionarios públicos de planta. Probablemente esto sería más caro para el Fisco que el sistema de Caja de Previsión de la Defensa que rige en el presente.

Otro mito que aparece entre la civilidad es considerar que hay un fuero militar específicamente diseñado para favorecer a los uniformados.

En realidad, existe un Código de Justicia Militar (CJM) que fue promulgado en el año 1944 y que, entre otros preceptos, tipifica la existencia de faltas, delitos y sanciones propias del quehacer militar. No obstante, el artículo 13 del CJM permite que en tiempo de paz, la jurisdicción militar sea ejercida por los Juzgados Institucionales, los Fiscales, las Cortes Marciales y la Corte Suprema.

Grupos de defensa de los DD.HH. han constatado, sin embargo, que tales disposiciones permitieron el funcionamiento de la Justicia Militar como un fuero que amparó a los uniformados en muchos casos, sobretodo en juzgamientos de crímenes de lesa humanidad. Al parecer, el Poder Judicial ha estado consciente de esto y, desde hace algunos años, ha centralizado los procesos por las causas señaladas.

Por otra parte, ciertas conductas que en la vida civil no constituyen falta alguna, en el ámbito militar pueden llegar a considerarse un delito, por ejemplo, desobedecer una orden superior. Si fuese en caso de guerra, esta conducta estaría penada con la muerte.

La violación sistemática de los Derechos Humanos por parte de militares, ocurrida en varios países sudamericanos durante la vigencia de los llamados regímenes burocrático autoritarios (RBA) entre 1964 y 1990, dio origen a un importante debate acerca de la llamada “obediencia debida”.

El artículo 334 del CJM chileno señala: “Todo militar está obligado a obedecer, salvo fuerza mayor, una orden relativa al servicio que, en uso de atribuciones legítimas, le fuera impartida por un superior”. Sin embargo, el artículo 335 dispone: “No obstante lo prescrito en el artículo anterior”, [si]… “de su ejecución resultaren graves males que el superior no pudo prever, o la orden tienda notoriamente a la perpetración de un delito, podrá el inferior suspender el cumplimiento de tal orden”…”. Si el superior insistiere en su orden, deberá cumplirse en los términos del artículo anterior”.

El subordinado estaría sujeto a una coerción reglamentaria que, en ocasiones, podría obligarlo a cometer actos contrarios a su ética. En una situación de guerra, ante un enemigo externo y claramente definido, el dilema aparece más claro para el soldado y se sustenta en el derecho a la legítima defensa, aplicado a la nación que se defiende de un ataque exterior. Aun así, en la guerra hay reglas mínimas de comportamiento moral que están reguladas por la Convención de Ginebra.

La situación cambia cuando se trata de compatriotas, calificados unilateralmente como “enemigos internos”. La figura de la legítima defensa ya no sería sustentable moralmente. En primer lugar, por la desproporción de los medios que utilizan agentes del Estado, equipados con armas pesadas provistas por el Gobierno en contra de personas, algunas veces, inermes. En segundo lugar, porque se supone que es intrínseco al rol de los militares el resguardo de la vida de los ciudadanos, independientemente de la ideología que puedan sustentar.

Finalmente, es bueno recordar que el Estado y el orden social no son fines en sí. En cambio, lo son la vida e integridad de las personas.

* Publicado en la Revista de Actualidad Política, Social y Cultural Red Seca.

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