En marzo del año pasado, en este mismo medio, escribimos que en tiempo de pandemia “lo más difícil es controlar la percepción individual del riesgo y hacer entender a la población la urgencia de asegurar el control del riesgo para la sociedad”. La evolución de la pandemia en las últimas semanas nos demuestra la vigencia de esa afirmación.
Como país no hemos sido capaces de construir una conciencia en torno a la amenaza que significa el coronavirus y el riesgo de resultar contagiados y enfermos de COVID-19, con las consecuencias que ello implica, tanto para las personas como para la sociedad. Esto no es un problema solo para Chile, la misma dificultad la experimentan muchos países del planeta.
Cabe, en consecuencia, preguntarse por qué es tan difícil conseguir una mejor comprensión de la percepción del riesgo que nos está golpeando. ¿Somos los seres humanos, por naturaleza, porfiados e incapaces de entender los riesgos, como parece quererse comunicar respecto de las fiestas clandestinas ocurridas en diversas comunas? ¿Existe una fuerza invisible que nos impulsa a comportamientos rebeldes, rechazando las recomendaciones que las autoridades nos dan, o es que esas recomendaciones y mensajes, que invitan a la responsabilidad individual, al autocuidado y a la solidaria ciudadana, han sido mal formulados?
Sin duda, existe un conjunto de elementos que justifican nuestro comportamiento. Los sociólogos y psicólogos tienen suficientes teorías para explicar estas reacciones. Sin embargo, el riesgo –en su interpretación más moderna– es el resultado de una construcción social y de una gobernanza deficiente.
El reconocido investigador británico Allan Lavell dice que el riesgo “se construye a través de la acción y la práctica humana” y tiene una naturaleza interconectada, de carácter sistémico, lo cual lo hace más complejo. Por ser el riesgo parte de la experiencia humana, su comprensión ayudaría a una mejor percepción en sí y con ello se podría hacer más efectiva su gestión. No obstante, para conseguir esto último –es decir, la compresión–, se precisa de estrategias pedagógicas y de una comunicación que emerjan de una base fundamental: no es lo mismo el riesgo real, que el riesgo percibido.
¿Y cómo se separa el riesgo real de su percepción? Investigando en tiempo real lo que los diferentes segmentos de la población sienten o vivencian. Se trata de elementos muy subjetivos, aquí todo contribuye a formar una percepción: realidades socioeconómicas, experiencias previas, capacidades intelectuales, la relación con los medios de comunicación y/o redes sociales, entre otros, y, por supuesto, la información o los mensajes que las autoridades nos proporcionan en torno, en este caso, a la pandemia.
Alguien podrá dudar de si es posible gestionar el riesgo al mismo tiempo que el cómo éste se percibe. Baste con pensar que eso se realiza cada vez que se pone en marcha una nueva política pública. Eso es precisamente parte de la gobernanza.
En nuestro caso particular, desde hace casi un año hemos sido diariamente bombardeados con mucha información, también desinformación o noticias falsas. Las autoridades de Gobierno nos han dado cifras (algunas muy cuestionadas), diagramas, indicadores, se nos han entregado recomendaciones y rendido cuenta de algunas decisiones no del todo claras u otras sencillamente contradictorias (como hablar de la obligatoriedad de mantenerse en casa, al mismo tiempo que abrir los malls a compradores). Así también se nos planteó que los adultos mayores y los enfermos crónicos constituían el grupo de riesgo más importante y, en consecuencia, había que concentrar la atención ellos. Y aunque era sin duda relevante, esa ‘verdad’ relativa significó que otros grupos, especialmente los jóvenes, entendieran que para ellos el riesgo era menor y podían relajarse llevando una vida casi normal.
Las fiestas recurrentes, especialmente las de fin de año, demostraron que una parte de ese grupo etario se sintió fuera de riesgos y con la libertad para celebrar. Lo hicieron, como ha quedado evidenciado, no respetando ninguna de las recomendaciones de autocuidado emanadas de las autoridades sanitarias. Pero no fueron solamente los jóvenes. También los más adultos tuvieron comportamientos poco cuidadosos, particularmente en las aglomeraciones producidas por el consumismo de Navidad, por el más reciente eclipse o por la simple necesidad de relajarse luego de meses de restricciones.
Los jóvenes, a quienes se dijo desde un comienzo que no eran un grupo de riesgo y los adultos que no se cuidaron, nunca comprendieron que ellos podrían ser vectores del virus y que propagarían los contagios a razón de cómo lo estamos viendo y sufriendo –de vuelta a las cuarentenas– en este momento.
Esta experiencia nos enseña que el manejo del riesgo exige una planificación minuciosa de las comunicaciones, cuyo fin último es hacer consciencia sobre las amenazas y las formas de evitarlas.
Los mensajes y los mensajeros son vitales. Y no se trata de promocionar algo como si fuera un evento de marketing para salir en los medios. Eso es no solo banal, sino que grave; y ha ayudado a la construcción del riesgo que hoy tenemos, en vez de evitarlo. De ahí que varias personalidades, entre ellas la presidenta del Colegio Médico, hayan manifestado su preocupación por las comunicaciones e instado a modificarlas.
Las organizaciones de emergencia con experiencia en gestión de riesgos y desastres saben que la población, por lo general, no siempre confía en los mensajes de las autoridades, menos aun cuando estas están desprestigiadas. Por ello, recomiendan escuchar y asociarse a mensajeros con credibilidad, reputación, empatía, conocimientos, que utilicen un lenguaje común y no burocrático. No se trata de difundir ideas alarmantes que recurran al miedo como elemento central (de eso ya tenemos bastante); por el contrario, se trata de invitar a acciones sencillas, responsables, solidarias y esperanzadoras, centradas en bien de la comunidad.
De la misma manera recomiendan utilizar mensajeros o comunicadores que representen a diferentes segmentos de la población, y transmitir los mensajes conforme a las características y necesidades de cada grupo. En otras palabras, tanto los mensajeros como los mensajes deben ser diferenciados, pero con un eje central coherente y único.
A propósito de este último punto, es lo mismo que recalcó Jeanette Vega, exsubsecretaria de Salud y actual asesora para la OMS, en conversación con El Mostrador: “Creo que tenemos una comunicación inconsistente: un día tenemos muchos problemas, al otro cifras alentadoras. Un día decimos que hay que cuidarse y usar la mascarilla, al otro aparece el Presidente sin mascarilla y saludando. Un día aparecemos diciendo que este año será muy complejo, al otro vacunando como si la vacuna fuera a llegar ahora ya y además se hace la promesa de la vacunación completa de aquí a mediados de año. Ese es un punto crítico. ¿Por qué? Porque la comunicación consistente genera una respuesta en las personas. Más allá de estar o no de acuerdo, la gran mayoría de las personas estarán disponibles para colaborar. Pero para que eso ocurra, se requiere consistencia. Si no es así, lo que pasa es que hay una sensación de perplejidad y de no entendimiento. Dejo de oír y empiezo a hacer lo que creo mejor. Y eso tiene que ver con mi percepción de riesgo”.
Y, por cierto, nunca es bueno que los encargados de la gestión del riesgo sean también mensajeros, ya que, no sólo se distraen de su tarea primaria, sino que también suelen confundir más que orientar a las audiencias.
Aún no es tarde para mejorar la comunicación y modificar los comportamientos que ayuden a la gestión de la pandemia. Si el riesgo es generado socialmente, podremos sin duda hacer un esfuerzo común, pero tiene que darse esa oportunidad y consistencia.