Publicidad

La familia ante todo


Rafael Alvear expone, en un notable artículo de opinión publicado en El Mostrador, las polémicas protagonizadas por la Compañía de Jesús en los últimos años en torno a casos de vejámenes y abusos sexuales contra niños, acontecidos en el Colegio San Ignacio El Bosque (del cual soy exalumno de la misma generación que Rafael). A partir de dicha exposición, apela a la red de encubrimientos y operaciones realizadas por los sacerdotes (que incluyen compensaciones económicas a las víctimas) para sortear las acusaciones en su contra y, de una u otra forma, seguir funcionado con relativa normalidad.

Es interesante constatar que, a pesar de los hechos ya públicamente conocidos, el Colegio San Ignacio El Bosque sigue siendo una institución clave en la élite nacional. Su matrícula se repleta cada año, dejando largas filas de personas fuera, frustradas por no poder hacer que sus hijos, y ahora hijas, puedan ingresar. Quienes sí tienen preferencia para hacer ingresar a sus hijos e hijas somos los exalumnos (lo escribo en masculino porque, de hecho, aún no existe una exalumna). Es muy interesante constatar que, en efecto, muchos exalumnos que conozco personalmente, y que fueron parte de la generación abusada por Guzmán (al que incluso José Miguel Viñuela apuntó en una oportunidad en televisión), tienen a sus pequeños y pequeñas en el colegio.

Es probable que, además de los encubrimientos que bien indica Rafael, esta inercia irracional de hacer ingresar a quienes más amamos, nuestros hijos e hijas, a una Institución con graves antecedentes delictuales, se deba a un asunto de clase. Sucede que, a pesar de todo, entrar al San Ignacio El Bosque es una fuente de recursos invaluable para mantener el estatus social y, quizás incluso, ascender. En este país la calidad educativa pareciera estar supeditada al grupo social del cual provienes, o con el cual te mezclas, sea cual sea el costo. No sólo hay que pagar más dinero (bastante más para un colegio de élite), sino que la posibilidad de que nuestros y nuestras niñas sufran algún tipo de daño físico y/o emocional pareciera ser parte del paquete, con tal de mantener la familia. Y nuestra moral.

Recuerdo que, estando en tercero medio, se supo que un grupo dentro del Centro de Alumnos robó plata. El rector de aquel entonces decidió dejar ese hecho en el ámbito privado, hablar con los padres y madres de los estudiantes y hacer que devuelvan el dinero. Pero no los hizo pagar con sus cargos. Se trataba de no hacer público el asunto, apelando a una supuesta reparación dentro de la conciencia individual de cada uno. De ese grupo de estudiantes, hoy algunos dirigen grandes empresas, otros han tenido cargos públicos. Todos tienen a sus hijos e hijas en colegios de élites y congregaciones que también develan antecedentes de abusos y vejámenes sexuales a niños y niñas. 

Los secretos familiares, el “todo queda en familia”, tienen una larguísima tradición forjada sobre abusos sexuales intrafamiliares. Todo el sistema moral levantado sobre el tabú del incesto es una sepultura con un cuerpo enterrado vivo. Y tal como contaba el viejo Freud, hoy sigue reapareciendo como síntoma. Que vivamos en una sociedad basada en el odio a la infancia y que, por lo mismo, podamos hacer vista gorda a los riesgos a los que sometemos a nuestros niños y niñas con tal de “asegurarles su futuro”, lamentablemente no es una sorpresa.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias