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Migración, racismo y pobreza en Iquique: ¿qué nos puede decir la filosofía? Opinión Crédito: Aton

Migración, racismo y pobreza en Iquique: ¿qué nos puede decir la filosofía?

Daniel González Erices
Por : Daniel González Erices Facultad de Artes Liberales Universidad Adolfo Ibáñez
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Las imágenes de Iquique son devastadoras porque se echa en falta ese componente necesario que supone ser el amor hacia nuestros semejantes: ¿de qué manera resolver la crisis migratoria si no es, en efecto, pensando en esta cláusula?, ¿o es que el asunto se reduce, si esquivamos la hipocresía, al hecho de que hay ciertos seres humanos que nos parecen más semejantes que otros? Michael Hardt, filósofo estadounidense, cree que una organización política que finiquite, de modo pragmático, la oposición entre lo singular y lo comunitario, es dable cuando el amor es puesto en el centro de la vida social. Algo que vale la pena no perder de vista en vísperas de las futuras elecciones presidenciales y de los “valores” promovidos por algunos de los candidatos. 


Hace un par de años, escuché a un otrora vicepresidente de Codelco cuestionarse por la forma en que la llegada masiva de migrantes cambiaría a la sociedad chilena. Buscando dar respuesta a esa inquietud retórica, el tono que utilizó me pareció al mismo tiempo profético, lapidario y angustioso. En su diagnóstico apocalíptico se perfilaba una especie de “catástrofe” venidera, en la que nuestro país dejaría de ser lo que era para convertirse en una cosa por completo distinta. Y ese sería, de hecho, un proceso imposible de revertir.

En alguna de sus conferencias, un filósofo señalaba que este tipo de vaticinios, en realidad, no hace más que golpear una puerta que ya está abierta frente a nosotros. Sería difícil pensar en una pregunta menos útil de cara al fenómeno del que hoy por hoy somos testigos, lo que no deja de ser preocupante, si consideramos que se trataba de un alto personero de una de las principales empresas estatales que esgrimía la interrogante, es decir, una autoridad cuyas decisiones pudieron afectar a millones de personas. Quizá cualquier historiador hubiese contestado, asimismo, que los paisajes cultural, político y económico de Chile han sufrido profundas transformaciones de modo continuo con cada ola migratoria que se ha producido a lo largo del tiempo. Nadie podría presumir que, por ejemplo, las ciudades de Antofagasta o Valparaíso siguieron idénticas una vez que croatas e italianos se asentaron allí, respectivamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

¿Qué ocurre, no obstante, con la migración reciente de haitianos, venezolanos, colombianos? Basta con repasar, sin mucho esmero, las redes sociales y las secciones de comentarios de las páginas de varios medios para notar la desconfianza que despierta su presencia en determinados grupos. Los argumentos no resisten demasiado análisis y asoma en ellos, sin dificultad, un ánimo xenofóbico y aporofóbico. La quema de las carpas de migrantes en Iquique (haciendo desaparecer sus escasos enseres, sus documentos, los juguetes de sus niñas y niños, entre otros) revela esta desoladora realidad. Volvemos, así, al rechazo y al temor como motores en los que se arraigan acciones que debiésemos condenar de manera transversal, más allá de nuestra afinidad con la izquierda o la derecha.

Peter Sloterdijk, filósofo alemán, podría ayudar a explicar lo acontecido. Para la imagen de una nación en “estado puro” –la ensoñación de un país macizo, homogéneo y sin grietas–, la figura del migrante –de origen latinoamericano, afrodescendiente y de recursos modestos– resulta sospechosa y hostil porque infiltra una diferencia racial donde se cree existe la solidez de lo común. No por nada nuestro vocabulario cotidiano está repleto de palabras que apuntan a la piel de color oscura con un ánimo despectivo: indio, cholo, negro, mono.

Sin embargo, esta anhelada universalidad, o la ansiedad vana de una identidad local no mutable, nos acerca al terreno de lo fantasmagórico y nos aleja de lo verdaderamente practicable. El antes citado ejecutivo minero en algo tenía razón: el impacto de la migración es un fenómeno al que no se puede poner freno, tal como en el pasado no se pudo y como en el futuro tampoco se podrá. La violencia mezquina que pueda gatillarse a partir del deseo fanático por resistir a este escenario es una materia que atañe a la salud mental pública, me temo.

[cita tipo=»destaque»]El incendio del campamento de migrantes en Iquique activa otra alarma en su listado infinito: quienes participaron de ese arrebato, por completo insensato y vergonzoso, son, no cabe duda, inconscientes del tenor autodestructivo de estos actos y de lo mucho que afectan a la democracia en su conjunto. La observación que una académica hizo en su oportunidad, al sostener que Chile prueba estar a un paso muy pequeño del estado de naturaleza hobbesiano en casos nefastos como el aquí abordado, es una advertencia en verdad muy sensata. [/cita]

Señalaba más arriba que lo ocurrido en Iquique no es un conflicto que debiera interpelarnos a nivel de ideologías partidistas, sino a nivel de ética política. Los escépticos podrían argumentar que los países y sus ciudadanos buscan, en esencia, velar por su bienestar inmediato y que no es viable anteponer los intereses de terceros a este propósito. Una posible solución a esa disyuntiva se vislumbraría de la mano de dos filósofos antiguos, Aristóteles y Epicuro, y el papel que le atribuyen a la amistad.

Para el primero de ellos, la “justicia más justa” es aquella que se da en el ámbito de la amistad, entendiendo a esta última como un tipo de vínculo polifacético que se puede generar en relaciones humanas de distinta índole. Es por eso que este afecto tendrá diferentes matices, que dependerán del contexto en el que surja, ya sea al interior de una familia o de una comunidad más amplia. Pero en la médula de esta idea yace la convicción de que la amistad se puede considerar como tal solo en la medida que es recíproca entre las partes, permitiendo, por lo tanto, que a través suyo se practique la justicia. Una ética política asentada en este vínculo se encuentra en las antípodas del egoísmo, y, si algo nos ha enseñado la pandemia de coronavirus, es que es virtualmente imposible librarnos de un escollo de esa envergadura velando de forma exclusiva por las ambiciones individuales.

Todavía más, Epicuro postulaba que la amistad devenida de la sabiduría es fundamental para la felicidad personal y, al estar ligada a la justicia, sería parte de las condiciones sociales mínimas que nos permiten alcanzar nuestra serenidad y perfección. Por consiguiente, incluso si se aboga por una reflexión de corte particularista, como este filósofo la concibe, la amistad sigue siendo una experiencia crucial. En este sentido, el incendio del campamento de migrantes en Iquique activa otra alarma en su listado infinito: quienes participaron de ese arrebato, por completo insensato y vergonzoso, son, no cabe duda, inconscientes del tenor autodestructivo de estos actos y de lo mucho que afectan a la democracia en su conjunto. La observación que una académica hizo en su oportunidad, al sostener que Chile prueba estar a un paso muy pequeño del estado de naturaleza hobbesiano en casos nefastos como el aquí abordado, es una advertencia en verdad muy sensata.

Finalmente, las imágenes de Iquique son devastadoras porque se echa en falta ese componente necesario que supone ser el amor hacia nuestros semejantes: ¿de qué manera resolver la crisis migratoria si no es, en efecto, pensando en esta cláusula?, ¿o es que el asunto se reduce, si esquivamos la hipocresía, al hecho de que hay ciertos seres humanos que nos parecen más semejantes que otros? Michael Hardt, filósofo estadounidense, cree que una organización política que finiquite, de modo pragmático, la oposición entre lo singular y lo comunitario, es dable cuando el amor es puesto en el centro de la vida social.

El amor, en consecuencia, se debe unir al debate como una noción política, aunque corra el riesgo de hacernos imaginar las cursilerías románticas a las que estamos habituados tan pronto oímos esa palabra. La invitación es a expandir nuestra comprensión del amor por sobre esos límites y a incorporar sus diversas dimensiones en la acción pública. Descubriremos que en la amistad que nos debemos mutuamente, a lo mejor, se juega el horizonte de una multitud global que haga claudicar la lógica del terror difundida por el miedo irracional al migrante. Algo que vale la pena no perder de vista en vísperas de las futuras elecciones presidenciales y de los “valores” promovidos por algunos de los candidatos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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