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El regreso de los trenes Opinión

El regreso de los trenes

Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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Los tímidos intentos por echar a correr de nuevo algunos trenes en el siglo XXI no han logrado aproximarse siquiera al nivel que tenía Chile cien años antes, cuando se podía viajar en el “pata’e fierro” de Iquique a Puerto Montt a lo largo de casi 9.000 km en un camarote dotado de una cama acogedora. El nocturno a Puerto Montt, en el que viajaré varias veces hasta San Rosendo para trasbordar al ramal de Chillán, formaba parte de la tupida telaraña ferroviaria que teníamos en Chile, telaraña que será criminalmente desmantelada por un criminal.


Con motivo de la polémica sobre el fortalecimiento del sistema ferroviario, objetivo que figura en el programa de Gabriel Boric, cabe recordar que Chile estuvo a la vanguardia en el continente por el temprano desarrollo de su extensa red ferroviaria. En el libro de recuerdos/ficción “Pésima memoria” que escribo actualmente, incluyo algunas referencias a los ferrocarriles que adelanto a continuación:

El machetazo fatal a los trenes chilenos lo asestará un señor de apellido Pinochet que como general de la República había jurado defender la seguridad nacional de un país largo y angosto que en buena medida depende de la integración territorial y las óptimas conexiones terrestres. Este sujeto de uniforme liquidará los ferrocarriles en beneficio del transporte por carretera como premio a los camioneros que protagonizaran huelgas violentas contra Allende. La guinda de la torta será el desmantelamiento del estratégico tren militar del Cajón del Maipo que ascendía hasta El Volcán, cerca de la frontera con Argentina.

A partir de entonces, los 27 millones de pasajeros que se desplazaban anualmente en ferrocarril deberán comprarse un automóvil o habituarse a los buses interurbanos e interprovinciales. Mientras en el mundo la crisis petrolera da impulso renovado a los ferrocarriles y a los tranvías, que consumen y contaminan infinitamente menos que los camiones y automóviles, los militares chilenos venderán los rieles como chatarra, cuando no los usen como el cosaco Krassnoff, brigadier ruso-chileno, que empujará vivos al mar con su bota desde un helicóptero a mis amigos Ceferino Santis, Luis Fernando Norambuena y Gustavo Manuel Farías, vecinos de Llo Lleo, con rieles amarrados a los pies.

Los tímidos intentos por echar a correr de nuevo algunos trenes en el siglo XXI no han logrado aproximarse siquiera al nivel que tenía Chile cien años antes, cuando se podía viajar en el “pata’e fierro” de Iquique a Puerto Montt a lo largo de casi 9.000 km en un camarote dotado de una cama acogedora. El nocturno a Puerto Montt, en el que viajaré varias veces hasta San Rosendo para trasbordar al ramal de Chillán, formaba parte de la tupida telaraña ferroviaria que teníamos en Chile, telaraña que será criminalmente desmantelada por un criminal.

En 1851 se inaugura con fanfarrias el tren para pasajeros y minerales entre Copiapó a Caldera y desde entonces nunca se dejan de escuchar las tronaduras y el ruido de picotas y palas, la excavación de túneles, la construcción de puentes, el tendido de durmientes y rieles. Varias generaciones de carrilanos ponen el hombre y cientos de animitas a lo largo de las vías nos recordarán a los mártires de las faenas. El ruido se escucha desde Arica a Puerto Montt y en la isla de Chiloé, y los nombres de Wheelwright, Meiggs y otros ingenieros del milagro llenan todas las bocas. Ningún presidente querrá abandonar el cargo sin antes cortar cintas de flamantes estaciones y montarse en la locomotora de un viaje inaugural y, durante su campaña, Salvador Allende recorrerá Chile en el Tren de la Victoria.

Un día viajaré en el transandino Los Andes-Mendoza sintiendo en mi cuerpo los bufidos de la locomotora y el redoble de la cremallera de la que se agarra con dientes y uñas para no patinar en el ascenso. Ene veces regresaré de Valpo a Santiago en el Ruletero de la una de la madrugada, el tren en que volvemos los jugadores después de apostar la última bolita en el Casino de Viña. De película será mi viaje de Arica a La Paz, cuando en las subidas en que disminuye la velocidad, los pasajeros audaces caminamos junto al tren agarrados de una manilla; las que no se bajan son las cholitas por temor a que se les caigan las bolsas de contrabando que llevaban bajo los pollerones.

Los ferrocarrileros, fogoneros, mecánicos forman el gremio altivo de los tiznados al que pertenece el marido maquinista de la Violeta Parra que la saludará con un pitazo cada vez que llegue de regreso. La red ferroviaria será el espinazo de un pez con la cabeza en la frontera de Perú y Bolivia, que se estirará por el desierto, bajará hacia el sur por el valle central y asentará la cola en el golfo de Reloncaví, cruzado por las espinas de 78 ramales que irán de cordillera a mar.

En medio de mis recuerdos sonrío en un carro de tercera rodeado por viajeros que remojan sus tutos de pollo con gárgaras de tinto, cantan y zapatean una cueca. Los vendedores circulan por el pasillos y en las paradas los comerciantes nos ofrecen sus primicias desde el andén. “Le muestro la guata, le tiro las patas”, anuncian sus sándwiches de guatitas y patas de chancho las canasteras de la estación de Rancagua, mientras una vecina de asiento susurra su consejo: “No vayan a comprarles sándwiches de ave, porque es carne de tiuque”. Vienen luego las empolvadas tortitas de Curicó y más allá la sustancia de Chillán, esponja de gelatina de huesos saborizada con anís. Los viajeros de primera se anotan para los turnos del carro comedor. Mi madre nos prohíbe asomarnos por las ventanillas con la leyenda del niño decapitado por el tren que corría en sentido contrario y cuya cabeza entró por una ventanilla del carro siguiente. Grave peligro son las pavesas de la locomotora que pueden aterrizar en un ojo por la ventana abierta en esos años en que aún no han llegado las locomotoras eléctricas y petroleras: “Cierra que una chispa te va a dejar tuerto”.

Y revivo mi viaje de Moscú a París en un tren que permanece varias horas detenido en cierta frontera, mientras unos veinte obreros embadurnados de grasa entonan un concierto de martillazos y gritos al tiempo que una grúa hace levitar nuestro vagón por encima de sus ruedas con nosotros dentro, para dejarlo caer en un chasis de trocha 8,5 centímetros más angosta. Al acabarse la faena, las botellas de vodka corren de mano en boca para celebrar el ingenio y el músculo que han permitido superar la diferencia de la separación de los rieles ideada por astutos estrategas para precaverse de invasiones enemigas por vía ferroviaria. Al zarpar, cruzamos en tren la famosa Cortina de Hierro: ¿algún veinteañero de estos días habrá oído nombrar esa cortina?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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