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Ofensa y defensa de Elisa Loncon Opinión

Ofensa y defensa de Elisa Loncon

Aïcha Liviana Messina
Por : Aïcha Liviana Messina Profesora titular y directora del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales
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“Yo acuso” fue un gesto político, decidido y calculado en sus consecuencias. La publicación de este panfleto creó dos campos irreconciliables: el de los dreyfusianos y el de los antidreyfusianos. Marcó un límite que hizo que reconocer una injusticia y su camuflaje fuese una responsabilidad a la vez colectiva e individual. 


En estos días, la prensa ha dado a conocer dos tipos de posturas respecto de la situación de Elisa Loncon, profesora de la USACH y expresidenta de la Convención Constitucional. Como es sabido, la profesora Loncon ha sido y es objeto de burlas y ataques que refieren a su forma de vestirse, de hablar y a los supuestos privilegios de los que gozaría por afirmar sus orígenes mapuches.

Uno de los posicionamientos es el de Carlos Peña. En una carta publicada en El Mercurio, titulada “Defensa a Elisa Loncon”, el rector de la Universidad Diego Portales se ha atrevido a dar un nombre a estas ofensas públicas, calificándolas como el “más repudiable racismo y clasismo”; a condenarlas, afirmando que se trata de “un acto inaceptable de discriminación”; y, por último, a invitarnos a un gesto de autocrítica y de análisis respecto de lo que hace posible tanto la instalación de este racismo como nuestra complacencia ante su manifestación. A diferencia de otros escritos de Peña, esta carta no es una columna de opinión que da lugar a un debate: reconoce y nombra un acto de discriminación y lo repudia.

Otro posicionamiento es el de Rafael Gumucio. En la columna “Elisa Loncon, vivir para nombrarse”, publicada en Ex-Ante, Gumucio, siguiendo una lógica retórica ya utilizada anteriormente en dicho mismo medio, argumenta que la violencia que padece Elisa Loncon es la que ella misma ejercita por haber utilizado su nombre con fines políticos. Según Gumucio, el modo en el que Elisa Loncon usa su apellido le ha permitido tener una visibilidad política (indebida ya que, según este mismo autor, ella fracasó en su pretensión de representar al pueblo mapuche). Usaría, además, de forma perversa y oportunista, su apellido como escudo para rehusarse a las obligaciones implicadas por su cargo (en este caso, entregar los antecedentes con los cuales postuló a un año sabático).

De este argumento se desprende que la violencia en la discriminación que padece Loncon se vuelve equivalente a la que ella produce en el uso de su nombre. Así, Gumucio no está lejos de pensar que Elisa Loncon no sería víctima de racismo, sino que inventaría el escenario del racismo, suscitándolo. A diferencia de la carta de Peña que condena de forma inequívoca “un acto inaceptable de discriminación”, estamos aquí ante una columna de opinión que desactiva la “Defensa a Elisa Loncon”, desplaza el foco de la violencia, volviendo entonces equívoca la naturaleza y realidad de la ofensa. 

Aunque no han de ser asemejados en sus contenidos, estos posicionamientos hacen pensar en lo que ocurrió con el panfleto redactado por Émile Zola,J’Accuse…!” (“Yo acuso”), ante el caso Dreyfus –condenado indebidamente como traidor a la patria por un supuesto espionaje–. Cuando Zola publicó su texto, no solo estaba en juego restablecer la verdad sobre Alfred Dreyfus, quien fue finalmente reconocido inocente, sino relacionar la violencia de su acusación con la violencia del antisemitismo, el cual debía ser reconocido como un fenómeno político. Una sociedad se torna por completo antisemita, racista o misógina cuando la violencia en juego en cada una de estas apelaciones es denegada. Una forma de denegar la violencia es pervertir los focos y apuntar a quien la padece como si fuera quien en realidad la suscita, la merece o la ejercita. Con “Yo acuso”, Zola, por cierto, no impidió la violencia que se iba a instalar en gran parte de Europa en el siguiente siglo y que llevó a la destrucción de los judíos de Europa. Hizo, sí, del antisemitismo una realidad política nombrable y reconocible. 

En los escritos de Peña y Gumucio está en juego decidir si el racismo es una violencia política, real, arraigada en las estructuras de nuestra sociedad, o si es una fantasía producida por quien pretende, con el uso de su apellido, padecerla. Llama la atención que en su carta Peña se refiera a la profesora Loncon, saludando así, de forma respetuosa y sin cuestionar su legitimidad, una trayectoria académica. Al revés, en su columna, Gumucio no sale del lugar perverso y poderoso que se señalaría con los apellidos (aludiendo también al suyo y a la violencia que suscita, como si todos los apellidos y todas las violencias fueran iguales).

Estos estilos de escrituras son decisivos. Referirse a la “profesora Loncon” es un gesto que reconoce su trayectoria y su trabajo. Dice que su legitimidad y, por ende, su lugar en la sociedad no están en duda desde el punto de vista de quien escribe. Confinar a Elisa Loncon en el mundo perverso y poderoso de los apellidos es, al revés, negarle toda realidad y reducirla a la abstracción de un símbolo. Si Elisa Loncon no es más que un símbolo, las ofensas que padece se mantienen en una zona de irrealidad.

“Yo acuso” fue un gesto político, decidido y calculado en sus consecuencias. La publicación de este panfleto creó dos campos irreconciliables: el de los dreyfusianos y el de los antidreyfusianos. Marcó un límite que hizo que reconocer una injusticia y su camuflaje fuese una responsabilidad a la vez colectiva e individual. 

Cuando Rafael Gumucio desactiva la defensa a Elisa Loncon mostrando que ella usa o incluso fabrica el racismo que padece, produce un caso Dreyfus invertido. Hace que quienes hoy defienden a Loncon estén en realidad defendiendo el racismo, y que quienes le pidan legitimar su periodo sabático estén, al revés, más allá del particularismo que exhibe. Si creyéramos en este tipo de argumentos, tendríamos que saludar la generosidad universalista de El Mercurio, que usa la Ley de Trasparencia con el fin de mostrar la lógica racial incrustada en cada reivindicación particular; estaríamos, así, llevados a hacer un giro copernicano y ver en Dreyfus al real inventor del antisemitismo y en Loncon a la nueva figura de una elite racista. Lo terrible es que este giro, esta manera de volver o torcer un escenario contra sí mismo, no es tan nuevo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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