Publicidad
Las municiones de la batalla ideológica Opinión

Las municiones de la batalla ideológica

Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
Ver Más

Enfrentar la batalla ideológica exige entender que el mundo de las ideas no es separable del mundo de las necesidades. Las ideas políticas son conexiones de sensaciones, pero esas sensaciones obedecen a experiencias vitales.


¿La izquierda chilena ha abandonado la lucha ideológica? A partir de un comentario del diputado Gonzalo Winter se ha generado una cierta discusión, que no alcanza a ser un debate, respecto a los retrocesos en el sentido común de nuestra sociedad en aspectos claves de la agenda progresista. Se relaciona con el avance de las ideas de ultraderecha y su especial sintonía con ciertas audiencias generacionales (los mayores de 50), de género (masculinas) y territoriales (rurales o provinciales). 

Lo que se está denominando “batalla ideológica” en esta coyuntura se relaciona con la exitosa manera en que la derecha radical ha movido el ideario de lo aceptable para la opinión pública. Ese proceso, que se suele ilustrar con la llamada “ventana de Overton”, mide el rango de propuestas políticas que pueden ser tolerables de acuerdo al clima de opinión imperante en un momento determinado. De acuerdo con este esquema, se puede entender por qué propuestas que en un tiempo fueron consideradas demasiado extremas hoy pueden ser consideradas normales, si se genera un contexto comunicacional favorable. La ventana se abre o se cierra de acuerdo con el despliegue de factores muy concretos que dan espacio de viabilidad a ciertas discusiones. 

Hace algunos años si algún político hubiera cuestionado la existencia de la violencia machista, el cambio climático, la necesidad de impuestos para desarrollar políticas públicas, o de garantizar todas las condiciones para implementar algo tan básico como un Censo, habría recibido el rechazo público más absoluto. Hoy no es así. Hay verdaderos nichos en el mercado de las audiencias políticas que se formulan estas y otras preguntas similares y las responden de forma brutal y absoluta, sin la menor necesidad de contrastar sus hipótesis con los hechos y sus consecuencias. 

Ante ese desplazamiento de lo políticamente debatible, las bases de la sociedad democrática empiezan a horadarse. La idea de soberanía popular es confrontada por una concepción de soberanía autocrática, a lo Bolsonaro o Bukele. El consenso internacional de 1948 en torno a los derechos humanos se diluye ante un principio de seguridad policial sin restricciones. La fuerza normativa del método científico, basado en el uso de la razón analítica y la falsabilidad popperiana,  da paso al “viva la libertad, carajo” de Milei, que no es otra cosa que el despliegue de la subjetividad individual sin más restricción que la propia voluntad de poder, dispuesta a llegar hasta donde se quiera. 

Este problema no se soluciona con el mero activismo. No se resuelve saliendo a la calle, poniendo empeño o teniendo coraje. El voluntarismo no soluciona nada si no se asume un diagnóstico crítico del desgaste de la institucionalidad que sirve de soporte a las ideas y principios que se trata de impulsar. Si la derecha radical ha tenido este éxito es porque ha logrado crear sus propias instituciones, las que logran seducir a bolsones de audiencias sumisas a una interpretación extrema de la realidad. Esas personas reciben esos mensajes ante la carencia de otras propuestas de interpretación más complejas, que ni siquiera logran oírse en el mar del ruido imperante. 

La visión de mundo que proyecta la derecha radical es totalmente simple, concreta y tajante. Utiliza nociones excluyentes y binarias: lo bueno y lo malo está claro, y sus políticas son pragmáticas y rotundas, asumiendo que para ellos el poder es fuerza más que legitimidad, sin dudas ni vacilaciones. En cambio, el universo de las propuestas progresistas es líquido, fluido, poroso. No ofrece certezas, sino dudas. No genera confianza, sino incertidumbre. No alimenta la acción práctica, sino el derrotismo o la fatalidad. Y esto tiene que ver con que la izquierda no puede renunciar al principio de la libre argumentación racional sin caer en contradicción total con los fundamentos claves de su discurso. A menos que la izquierda caiga en una deriva autoritaria e irracionalista que la aleje totalmente de su arraigo en la Ilustración, la democracia y la ciencia como fundamentos de su acción política. 

Enfrentar la batalla ideológica exige entender que el mundo de las ideas no es separable del mundo de las necesidades. Las ideas políticas son conexiones de sensaciones, pero esas sensaciones obedecen a experiencias vitales. Las ideas anarcocapitalistas de Javier Milei pueden parecernos deschavetadas a la distancia, pero se volvieron razonables en Argentina por la angustia que genera la hiperinflación. Las políticas autoritarias y violentas de Bukele no se comprenden sin el contexto de impotencia del Estado ante el descontrol de las maras salvadoreñas. El ataque frontal a la universalidad y a la intangibilidad de los Derechos Humanos por la ultraderecha no se entiende sin las pequeñas y grandes renuncias en las que ha caído la propia izquierda, ya sea al justificar lo injustificable o al tolerar lo intolerable. Cabe allí el “complejo de la dictadura amiga” y el “síndrome del intervencionismo humanitario”.  Desconocer o minimizar la dificultad que planean esos dilemas excluye de partida para dar cualquier batalla ideológica.

Un factor fundamental es la carencia de instrumentos institucionales para participar del debate público. Esto va desde el debilitamiento orgánico de los partidos políticos hasta la carencia de un ecosistema de medios de comunicación capaz de equilibrar los argumentos de un adversario que posee un complejo entramado comunicativo comercial enteramente a su servicio. No caben excusas. En plena dictadura se logró mantener radios y revistas masivas, levantar organizaciones no gubernamentales sólidas, amplios movimientos territoriales de base, plataformas sindicales poderosas, estructurar asociaciones sectoriales de segundo y tercer nivel que sobrevivieron por largos períodos. Hoy estos campos asociativos se han desarticulado de manera alarmante y no se ve, desde el actual Gobierno, una estrategia eficaz de fortalecimiento a la institucionalidad social y cultural que haga posible la existencia de actores legitimados para enfrentar la discusión de los asuntos públicos desde una perspectiva crítica. 

Tampoco cabe la queja al Estado sin propuestas desde la sociedad civil. En peores circunstancias pudieron levantarse cabildos, congresos nacionales a nivel poblacional, sindical o asociativo, foros sociales y encuentros ciudadanos que generaron programas, alianzas y propuestas de ley que hoy se ven como prácticas lejanas o imposibles. En lo comunicacional no basta la denuncia en redes sociales. Es fundamental el trabajo colaborativo entre medios digitales, locales y los equipos comunicacionales que llevan adelante las agendas sectoriales. Llama la atención la desarticulación de esta débil red de dispositivos, que en su dispersión incrementan su insignificancia. Mientras tanto, la derecha radical sigue empujando la ventana de Overton hasta el rango de lo impensable. 

Cuando tengamos que pedir permiso para existir, será demasiado tarde. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias