
El Estado enfermo: una verdad incómoda que debemos enfrentar
El Estado debe defenderse. Y eso no se hace con discursos vacíos ni con silencios cómplices. Se hace con voluntad política, con reglas claras, con sistemas modernos y una verdadera cultura de responsabilidad. Se hace enfrentando privilegios mal usados, licencias sin control y nepotismo sin pudor.
He trabajado tanto en el sector público como en el privado. Conozco desde dentro los engranajes de ambos mundos. Y si bien ningún entorno está libre de problemas, es en el aparato estatal donde ciertas malas prácticas no solo se toleran, sino que se reproducen y se blindan con una naturalidad alarmante. Hablo de licencias médicas falsas, nepotismo, sueldos desiguales, bonos ocultos y gremios que muchas veces funcionan más como mafias internas que como defensores del trabajo digno. Lo he visto. Lo he vivido.
Uno de los males más visibles —y más normalizados— es el uso abusivo de las licencias médicas. Hay funcionarios que durante meses, incluso años, recurren a ellas de forma reiterada sin justificación real, paralizando servicios completos. Aún más grave es que muchas de estas licencias se toman estratégicamente durante la temporada estival, con el fin de guardar las vacaciones legales y así acumular días de descanso. El resultado: empleados que están “fuera” todo el año, pero cobrando íntegramente su sueldo. Porque sí, en el sector público las licencias se pagan al 100% del sueldo, sin topes, sin descuentos, algo impensado para cualquier trabajador del mundo privado.
Y por si fuera poco, cada tres meses, gran parte de los funcionarios públicos recibe un bono PMG (Programa de Mejoramiento de la Gestión). Un nombre técnico que en la práctica significa un segundo sueldo trimestral, muchas veces sin una relación real con resultados medibles. ¿Hay gestión que mejorar cuando las oficinas están vacías por licencias eternas? ¿Dónde están los indicadores de cumplimiento? En la práctica, este bono se ha transformado en un derecho adquirido más que en un incentivo de desempeño.
Todo esto ocurre mientras se protege la ineficiencia desde adentro. Los gremios, en lugar de actuar como defensores del buen trabajo y de los trabajadores responsables, muchas veces operan como verdaderas murallas de impunidad. Denunciar malas prácticas implica arriesgarse a represalias internas, al aislamiento laboral o incluso a sumarios por “mala convivencia”. El mensaje es claro: cállate y acostúmbrate, porque aquí nadie toca al que abusa.
A esto se suma el cáncer silencioso del sistema: el nepotismo. No es extraño ver servicios completos dominados por clanes familiares, donde cargos, concursos y beneficios circulan entre apellidos repetidos y amistades estratégicas. La meritocracia brilla por su ausencia. El “amigo de” o el “primo de” tiene más posibilidades de ingresar que cualquier profesional brillante sin redes de contacto político o familiar. Esto desmotiva a los buenos funcionarios, margina a los mejores talentos y perpetúa una cultura de favores en vez de resultados.
Y, como si todo esto no fuera suficiente, hay una brecha salarial escandalosa dentro del mismo Estado. Mientras miles de funcionarios cumplen funciones críticas por sueldos paupérrimos, otros —frecuentemente en cargos de confianza o creados “a medida”— reciben sueldos millonarios, bonos, viáticos y asignaciones por funciones poco claras o fácilmente delegables. Esto no es justicia laboral, es desigualdad institucionalizada.
Pero que nadie se equivoque: esto no es un ataque al Estado ni a lo público. Todo lo contrario. Es porque creo profundamente en lo público, en su capacidad de garantizar derechos, cohesionar territorios y equilibrar oportunidades, que levanto la voz para denunciar lo que lo está corrompiendo desde dentro.
El Estado debe defenderse. Y eso no se hace con discursos vacíos ni con silencios cómplices. Se hace con voluntad política, con reglas claras, con sistemas modernos y con una verdadera cultura de responsabilidad. Se hace enfrentando privilegios mal usados, licencias sin control, nepotismo sin pudor y bonos sin justificación.
Modernizar el Estado no es solo una urgencia técnica. Es un imperativo ético. Una obligación moral. Una demanda ciudadana. Y una deuda histórica que ya no puede seguir esperando
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