
Infraestructura para envejecer
Envejecer con dignidad requiere planificación. Pero también imaginación política, participación ciudadana y voluntad intergeneracional. No estamos preparando las ciudades para “otros”: las estamos preparando para nosotros mismos.
La planificación urbana, como disciplina, nació en los albores del siglo XX, cuando las ciudades crecían al ritmo acelerado de la industrialización. En ese contexto, se volvió urgente organizar el caos urbano, y para ello se inventó un usuario estándar: un hombre joven, blanco, de 1,80 metros, con auto propio, empleo estable y plena autonomía. A partir de esa figura –tan funcional como ficticia– se diseñaron las calles, el transporte público, los parques y hasta los bancos de las plazas.
Pero ese habitante nunca fue real. Y menos aún en Chile. Si hiciéramos un retrato del ciudadano promedio en nuestro país, el resultado sería otro: una mujer mestiza, de 1,56 metros, con educación media, y cuidando a 1,16 hijos. No todos nos parecemos a ella, claro. Pero hay algo que probablemente sí compartiremos, tarde o temprano: todos vamos a envejecer. Y en ese momento, cuando los años nos pesen un poco más, descubriremos que la ciudad tampoco fue pensada para nuestra vejez.
Chile envejece. Según el Censo 2024, más del 20% de la población tiene 60 años o más, y esa cifra seguirá creciendo. Pero nuestras ciudades siguen operando bajo el paradigma de la juventud eterna. Las infraestructuras que habitamos –calles, edificios, transporte, espacios digitales– no dialogan con los cuerpos, ritmos y necesidades de una población longeva.
Tenemos 10, 20 o quizás 30 años para preparar nuestras ciudades al país que seremos. Y eso exige un cambio de paradigma en, al menos, cuatro dimensiones críticas. Primero, en el entorno construido: necesitamos infraestructuras que reconozcan la diversidad funcional, incorporando accesibilidad universal, movilidad reducida, confort térmico, seguridad y –por supuesto– bancos en las veredas.
Segundo, en las dinámicas sociales: la calidad de vida en la vejez depende tanto del acceso a salud como de los vínculos comunitarios. Promover redes de colaboración social, espacios de participación y visibilizar el aporte de la llamada economía plateada es esencial para darle propósito a esa etapa de la vida.
Tercero, el sector privado también debe transformarse, no solo adaptando productos y servicios, sino construyendo un ecosistema laboral y de consumo que valore la longevidad como una oportunidad de innovación. Y cuarto, la infraestructura digital debe dejar de ser una barrera: a medida que los servicios migran a plataformas online, el analfabetismo digital amenaza con dejar fuera a millones. Invertir en alfabetización tecnológica es tan urgente como construir rampas en las calles.
Este debate, además, debe territorializarse. Las personas mayores no viven en promedios nacionales, viven en barrios concretos, con aceras que se rompen, con transporte que no llega y con farmacias que cierran temprano. Las políticas de envejecimiento activo no se construyen desde Santiago: se implementan en las municipalidades, en los Cesfam, en las juntas de vecinos. La modernización de las políticas públicas pasa, inevitablemente, por bajar de escala e interconectar acciones desde lo local.
Envejecer con dignidad requiere planificación. Pero también imaginación política, participación ciudadana y voluntad intergeneracional. No estamos preparando las ciudades para “otros”: las estamos preparando para nosotros mismos.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.