
Sueño y desigualdades sociales
Los determinantes sociales están deteriorando el sueño a los más vulnerables, con consecuencias graves para la salud pública.
¿Ha tenido una mala noche de sueño? Tal vez por el estrés del trabajo o una preocupación familiar. Ahora, imagine que esa mala noche se repite una y otra vez, no por elección, sino porque su código postal, su nivel de ingresos, su etnia o el color de su piel determinan que su descanso será pobre y fragmentado. Esto no es una hipótesis; es la conclusión de una abrumadora evidencia científica que expone las profundas desigualdades en la salud del sueño.
La ciencia del sueño ha dejado claro que dormir bien no es un lujo, sino un pilar de la salud. Sin embargo, el acceso a un sueño reparador está lejos de ser equitativo. Estudios como Sleep Health Disparities, una reciente revisión publicada en Annual Review of Medicine, demuestran que las personas de grupos sociales de bajos ingresos, étnicos y raciales minoritarios tienen una probabilidad significativamente mayor de sufrir sueño corto, de mala calidad y de padecer trastornos como la apnea del sueño.
Pero ¿por qué? La respuesta no está en la biología, sino en la sociología. La calidad de nuestro sueño está determinada por los “determinantes sociales de la salud”.
Piense en el ruido constante de un vecindario con tráfico intenso, que fragmenta el sueño profundo. En la contaminación del aire que inflama las vías respiratorias y agrava los ronquidos y la apnea. En la inseguridad de vivir en una zona con alta criminalidad, que mantiene al sistema nervioso en un estado de alerta permanente, imposibilitando la relajación. Estos no son meros inconvenientes; son agresores ambientales que se ceban con los barrios más desfavorecidos.
A esto se suma el estrés tóxico y crónico de la discriminación, la precariedad laboral y la lucha diaria por llegar a fin de mes. Este estrés no se apaga con un interruptor al acostarse. Se metaboliza en el cuerpo, elevando los niveles de cortisol y dificultando que la mente encuentre la paz necesaria para conciliar el sueño y mantenerlo. El trabajo por turnos es más común en grupos sociales de bajos ingresos y minorías, y altera directamente el ritmo circadiano.
El círculo vicioso se cierra con un sistema sanitario con limitaciones y sesgos. Los grupos vulnerables tienen menos acceso a especialistas en general, y del sueño en particular. Los dispositivos de diagnóstico, como los oxímetros, pueden ser menos precisos en pieles morenas, lo que lleva a un subdiagnóstico. Y tratamientos como las máquinas de CPAP para la apnea del sueño resultan menos adherentes para quienes carecen de apoyo o viven en condiciones de hacinamiento y/o inestabilidad habitacional.
Las consecuencias son devastadoras para la salud pública. La deuda de sueño y sus trastornos se pagan con intereses altísimos: mayor riesgo de hipertensión, diabetes, obesidad, depresión y enfermedades cardiovasculares. Las inequidades en el sueño no son solo una cuestión de cansancio; son un motor silencioso que amplía las brechas de salud existentes.
Es urgente dejar de ver el insomnio como un fracaso personal y empezar a verlo como un síntoma de fracaso social. Las soluciones requieren un enfoque colectivo: políticas de planificación urbana que prioricen la tranquilidad y los espacios verdes; regulaciones ambientales más estrictas; y un sistema de salud que active protocolos de screening en poblaciones de riesgo y elimine las barreras estructurales que impiden el acceso al cuidado.
Dormir bien no debería ser un privilegio. Es un derecho fundamental cuya denegación sistemática a los más vulnerables refleja y profundiza las injusticias de nuestra sociedad. Hasta que no abordemos los factores que mantienen a una parte de la población en vela y durmiendo mal, nuestra conversación sobre la salud pública seguirá cojeando. Es hora de despertar ante esta realidad.
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