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El Alma de Chile Opinión

El Alma de Chile

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Guillermo Pickering
Por : Guillermo Pickering Abogado, exsubsecretario del Interior y de Obras Públicas.
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Este país será justo cuando deje de mirar el territorio como una bodega y empiece a verlo como una “herencia sagrada”. Será libre cuando ningún niño nazca condenado por el código postal de su cuna. Será grande cuando comprenda que el poder más alto no es mandar, sino “servir con humildad”.


Hay períodos en la historia en que los pueblos sienten el cansancio y resignación. En esos momentos, la política –tantas veces degradada– debe volver a su sentido original: “Levantar el espíritu”.

No estamos en política por intereses, sino por “ideales”; no por privilegios, sino por “convicciones”. Nos guía la fe en el ser humano y su dignidad, en la comunidad y su destino, en la solidaridad que nos une y en la naturaleza que nos da hogar. Queremos un “Chile a escala humana”, donde el desarrollo no sea devastación y donde cuidar la tierra sea una forma de amor por el país.

La política con ideales no es ingenua: es la única capaz de transformar la realidad cuando el escepticismo lo cubre todo. Es la que pone el alma antes que la encuesta.

Por eso nos repugnan esas frases que han ido destruyendo el valor “ético y estético” de la política:

  • “La política es sin llorar”.
  • “No tengo enemigos políticos, sino políticos amigos”.
  • “Lo que importa es el cosismo”.
  • “En política se gana o se pierde, y mañana se almuerza igual”.
  • “Esto no es personal, es política”.
  • “Lo importante no es tener razón, sino tener poder”.
  • “La ética se arregla con votos”.
  • “La moral no gana elecciones”.
  • “Primero hay que llegar, después se ve”,
  • “El que se enoja, pierde”.

Cada una de esas frases es un clavo en el ataúd del espíritu público. Son consignas del cinismo. Le roban a la política su dimensión moral, la rebajan a un trueque sin honor, a una comedia sin grandeza.
La política no es un mercado ni una oficina: “Es una vocación de servicio y de sentido”, el arte de cuidar a los otros y al porvenir.

Necesitamos volver a creer que el país puede “caminar con propósito y corazón al mismo tiempo”, como un cuerpo vivo que respira en unidad: mente, manos y conciencia.

Porque las naciones no avanzan solo con cifras ni con decretos; avanzan cuando su gente vuelve a creer que la decencia importa, que la palabra empeñada vale, que el futuro se construye con trabajo y con esperanza.

Lo entendió Radomiro Tomic, cuando escribió en 1970:

“Las ideas tienen un misterioso modo de crecer. Como los árboles en invierno, alzan el tronco yerto y las ramas desnudas en una aparente soledad desamparada. Así días tras días. Pero una mañana cualquiera, sin aviso previo, cuando el ciclo de su fortalecimiento interior está cumplido, cuando las raíces de la fe penetran y se alimentan de la fidelidad de los que esperan, el corazón helado de la tierra echa hacia arriba el golpe prodigioso de la savia, millares de hombres (diremos personas) se reconocen atónitos en aquellos que hasta entonces miraban impasibles… ¡Y el milagro de la victoria se consuma con la rapidez fulmínea del relámpago!”.

Esa es la verdadera política: la que “siembra en silencio”, la que “resiste el invierno” y “espera la savia”.

Nada ocurre de un día para otro, pero cuando la fidelidad y la fe se encuentran, la historia se acelera.

Defender la política hoy es defender el derecho a “soñar con dignidad”. No se trata de etiquetas ni trincheras, sino de una causa común: reconstruir la confianza.

Chile puede “crecer y repartir mejor”, “cuidar y exigir”, “respetar y transformar”. Puede volver a creer.

Porque lo más revolucionario en estos tiempos de cinismo es tener “ideales”. Y lo más urgente, levantar el espíritu

El mayor enemigo de la política no es la derecha ni la izquierda: es el “cinismo”. Esa corrosión lenta que disuelve toda fe en las palabras y todo respeto por las convicciones. El cinismo convierte las ideas en instrumentos, las causas en pretextos, los principios en moneda de cambio. Se disfraza de realismo, pero en el fondo es “rendición disfrazada de madurez”.

El cinismo mata lo más sagrado de la política: su belleza.

Porque la política –cuando es verdadera– “no solo debe ser buena, también debe ser bella”. La belleza de la política está en su ética, en la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, en la mirada limpia de quien actúa por deber y no por cálculo. La política no es el arte de lo posible, como repiten los tibios; es el arte de “ensanchar lo posible” para que quepan la justicia, la compasión y la esperanza.

Por eso repugnan esas frases que rebajan el oficio a la mecánica de sobrevivir:

  • “Así se hace política desde siempre”.
  • “No hay que tomarse las cosas tan en serio”.
  • “El fin justifica los medios”.
  • “Todos roban, pero unos reparten”.

Cada una de esas frases –tan repetida en pasillos y sobremesas– es una pequeña traición. Son excusas de quienes ya no creen en nada, salvo en sí mismos. Con ellas se justifica la mediocridad, la corrupción, el acomodo. Son los mantras del desengaño convertido en sistema.

Frente a eso, “el deber moral del político es mantener encendida la llama”, incluso cuando todo alrededor parece oscurecerse. Creer, aunque parezca absurdo. Actuar, aunque sea impopular. Defender la ética como forma de belleza, la coherencia como forma de decencia y la compasión como forma de inteligencia.

La política solo recobrará su prestigio cuando vuelva a ser “una escuela del carácter y no del oportunismo”. Cuando un joven entre a servir y no a ascender. Cuando el mérito no sea el disimulo, sino la consecuencia.

Necesitamos políticos que teman más a la vergüenza que al fracaso y que comprendan que “la derrota con honor vale más que la victoria sin alma”.

El cinismo cree que todo está perdido. Nosotros creemos que todo está por hacerse.

Por eso seguimos aquí: porque sabemos, como dijo Tomic, que “las ideas tienen un misterioso modo de crecer”, incluso en medio del invierno.

El deber no es ganar siempre; el deber es “mantener viva la fe en la política como tarea moral y estética”, como arte del encuentro humano y del servicio a la comunidad.

No queremos un país deslumbrado por las cifras, sino “habitado por personas”.

Un Chile donde el crecimiento no se mida en kilómetros de carreteras ni en toneladas exportadas, sino en “vidas dignas, hogares tranquilos y comunidades que se reconocen”.

El desarrollo no puede ser una carrera por acumular, sino un camino para “vivir mejor y con sentido”. La modernidad, sin humanidad, es apenas una maquinaria que devora sus propios engranajes.

El Chile que soñamos se construye “a escala humana”:

  • en la mirada del trabajador que vuelve a casa con orgullo,
  • en la maestra que enseña a leer y siembra conciencia,
  • en el campesino que entiende el valor del agua,
  • en la enfermera que sostiene la vida anónimamente cada noche,
  • en el joven que todavía cree que servir a los demás es una forma de belleza.

Un país así no se decreta: se “cultiva”.

Se alimenta con respeto, con instituciones que funcionen, con dirigentes que escuchen, con ciudadanos que participen.

El Chile a escala humana requiere volver a la “política del rostro”, donde cada decisión tenga un nombre y un destino, donde el éxito de uno no se construya sobre la humillación del otro.

El progreso debe dejar de ser un lenguaje de ingenieros y volver a ser un lenguaje de “personas”. No basta con levantar edificios; hay que levantar esperanzas. No basta con atraer inversiones; hay que “repartir oportunidades”. No basta con hablar de sostenibilidad; hay que cuidar el mar, los glaciares, los ríos y los bosques con la ternura con que se cuida a un hijo.

Este país será justo cuando deje de mirar el territorio como una bodega y empiece a verlo como una “herencia sagrada”.

Será libre cuando ningún niño nazca condenado por el código postal de su cuna.

Será grande cuando comprenda que el poder más alto no es mandar, sino “servir con humildad”.

La política que soñamos no quiere salvar el mundo en abstracto, sino “reencantar lo cotidiano”: el trabajo, el vecindario, la escuela, el parque, el tiempo de estar con los otros.

El Chile a escala humana es el que hace compatibles el progreso y la paz, la eficiencia y la empatía, la innovación y la justicia.

Es el país que no se mide por su PIB, sino por “la serenidad de sus plazas y la esperanza de su gente”.

Porque la tarea que nos convoca no solo es ganar una elección sino, como decía el querido y recordado cardenal Silva Henríquez  “devolver el alma de Chile a su pueblo”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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