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La mercantilización de la educación superior Opinión

La mercantilización de la educación superior

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Pablo Maillet
Por : Pablo Maillet Filósofo y académico
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Con claridad jurídica, podría decirse así: la distinción formal entre universidades estatales y privadas quedó jurídicamente obsoleta, pues no permite distinguir modelos académicos de modelos empresariales.


Cuando Eduardo García de Enterría (1923-2013) uno de los mayores juristas españoles del siglo XX, analizaba el estatuto jurídico de la autonomía universitaria —particularmente a la luz de lo ocurrido tras el Mayo del 68 francés— advertía que las revueltas no solo alteraron la política europea, sino que fracturaron a la universidad como institución. Desde entonces, sostenía, la universidad como institución de larga data, dejó de ser un cuerpo orgánico relativamente homogéneo y pasó a dividirse en dos formas, quizás opuestas, pero que tomaron dos formas jurídicas distintas: una, de carácter burocrático, triestamentario y de propiedad estatal; la otra, configurada como persona jurídica de derecho privado, progresivamente entregada a lógicas de mercado que terminaron configurando lo que hoy llamamos, sin pudor, el “mercado universitario”.

Conviene recordar que esta fractura no tiene relación directa con la calidad, como suele asumirse en Chile. Estados Unidos demuestra que las mejores universidades pueden ser tanto públicas como privadas: Berkeley, Georgia Tech o Michigan en un extremo; Yale y Harvard en el otro. Europa ofrece ejemplos similares: la Universidad de Barcelona (pública) y la Universidad Autónoma de Barcelona (privada) compiten en los mismos rankings internacionales con resultados equivalentes. Esto sugiere que la forma jurídica —estatal o privada— jamás garantizó por sí misma excelencia. Y aquí está la clave: la privatización como forma jurídica no es lo mismo que la mercantilización como lógica institucional.

Es justamente lo que aparece en un libro de Carlos Hoevel, Doctor en Filosofía, y profesor de pensamiento económico, “La industria académica” (Teseo, 2021), quien profundiza en este punto: la universidad contemporánea no solo adoptó elementos del mercado; se transformó en una industria en sentido estricto. Hoevel identifica rasgos estructurales de este fenómeno: la redefinición del conocimiento como “output”, la competencia entre instituciones como dinámica empresarial -es cosa de ver que hablamos de “rankins”-, la estandarización de procesos formativos según métricas de productividad, la transformación del investigador en productor de papers, y —quizás lo más notable— la conversión del alumno en cliente, del profesor en colaborador y la convocatoria de directivos con experiencia y capacidad de gestión administrativa.

En este contexto, la categoría jurídica “pública/privada” se vuelve crecientemente inútil para comprender lo que realmente ocurre. Existen universidades estatales profundamente mercantilizadas, y universidades privadas que operan con modelos más bien académicos y mucho más resistentes a las lógicas del mercado. De hecho, Harvard o Chicago —formalmente privadas— están más lejos de la lógica de mall que muchas instituciones estatales chilenas sometidas hoy a presiones de mercado, competencia por matrícula, financiamiento condicionado a indicadores de logro y metas, y la insoportable dependencia de evaluaciones de “satisfacción del cliente”.

La mercantilización altera los fines de la institución y cambia la evaluación social acerca del éxito de una universidad. La administración se impone sobre lo académico; la gestión se devora a la dirección intelectual; los curriculistas reemplazan la formación de virtudes intelectuales por modelos centrados en la “productividad” y el “enfoque de capacidades”; y la evaluación docente se transforma en un equivalente universitario de encuestas más propias del retail. Es una universidad que puede funcionar impecablemente como empresa. Pero no necesariamente como universidad.

Con claridad jurídica, podría decirse así: la distinción formal entre universidades estatales y privadas quedó jurídicamente obsoleta, pues no permite distinguir modelos académicos de modelos empresariales. De hecho, jurídicamente todas las universidades estatales de Chile expresan que son “autónomas” en sus propios estatutos jurídicos, a pesar de que sean “del estado”, y esta tradición jurídica viene desde antiguo en nuestra república, como lo demuestran los estatutos de la Universidad de Chile desde 1842, 1931, 1973, y a la fecha. Esto sitúa a las universidades públicas o estatales en una especie de “gremio” institucional que la autorización a que operen en Chile universidades privadas en 1981 no logró diferenciar, toda vez que esa autonomía, pese a su propiedad administrativa, la revestía de la autonomía originaria que resguarda su naturaleza: investigar, enseñar y buscar la verdad.
La distinción entre “públicas y privadas” aunque encuentra amparo en la Constitución y en las Leyes expresa solo una forma jurídica, pero ya no su forma institucional real u objeto. El Derecho chileno continúa regulando la universidad como si fuera un sujeto institucional único, pero la realidad demuestra que hoy conviven universidades orientadas a la producción intelectual y universidades orientadas a la producción de capital humano, en el sentido descrito por José Joaquín Brunner durante los 90, para distinguirlo del José Joaquín Brunner de hoy en día.

Esa distinción —universidades académicas versus universidades productivas— parece mucho más adecuada para el sistema chileno y para el propio Sistema de Aseguramiento de la Calidad. Si el Estado tiene un deber de supervisión, debería reconocer explícitamente que no todas las instituciones producen conocimiento, que muchas solo lo consumen; que no todas forman criterio, algunas solo entregan competencias; que no todas educan universitariamente, algunas solo capacitan para el mercado laboral.

De ahí que la metáfora resulte inevitable: en Chile, las universidades funcionan como malls. Luchan por atraer clientes, repiten slogans de temporada (cuando se acerca la matrícula anual), tercerizan su identidad en consultoras y venden su oferta como si fueran productos en góndola. Eso explica, en parte, la estandarización a la que asistimos. Pero una universidad no es una tienda frente a un patio de comidas.

La pregunta que viene es simple y urgente: ¿los mecanismos que regulan el mercado de la educación superior chileno responde a la realidad de cada institución, dividida en dos formas totalmente distintas y que exigen cuestiones radicalmente diversas? La respuesta, lamentablemente, se ha tornado más política que técnica. Sin embargo, una respuesta honesta a esta pregunta expresa de mejor manera el tipo de sociedad que tenemos que construir en adelante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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