
El lucro en la máquina del dolor
El periodista Javier Rebolledo, autor del libro “Falsas denuncias: una investigación sobre padres acusados de abuso sexual”, responde a la carta abierta enviada a este diario por 250 profesionales que cuestionan el contenido de su investigación periodística.
Lo primero que llama la atención es que la carta inicialmente difundida en redes para intentar funarme dedica sus diez primeras líneas a destacar el extenso currículum de su ideóloga, la psicóloga Janet Noseda, cuya experiencia —se sugiere— sería incuestionable para desacreditar el libro “Falsas denuncias”, Una investigación sobre padres acusados de abuso sexual. Lo menciono porque, pese al despliegue de credenciales, la carta está plagada de afirmaciones irresponsables y falsas, siendo una de las más graves la que asegura, de forma tajante, que los padres integran la “gran mayoría” de los abusadores sexuales, en particular contra sus propios hijos. Una afirmación lanzada con ligereza, a la que adhieren los firmantes con la misma liviandad con que critican la supuesta falta de rigor del libro.
Ninguno de ellos menciona —ni se detiene a considerar— un informe de UNICEF de 2012, uno de los pocos estudios que entrevistó directamente a 1.650 niñas y niños de seis regiones de Chile. ¿Qué reveló ese informe? Que la mayoría de los abusadores son hombres, y la mayoría de las víctimas, mujeres. El libro lo expone con claridad. También muestra que, estadísticamente, ni padres ni madres figuran como actores relevantes en la comisión de abusos sexuales contra sus propios hijos.
Basada en esa falsedad de origen, la carta intenta equiparar los casos del libro con las denuncias de abuso sexual infantil en general, incluyendo a los padres como si fueran parte del mismo patrón. Pero el libro se centra precisamente en padres acusados en contextos de alta conflictividad, donde diversos profesionales advierten un aumento preocupante de denuncias falsas. Muchas surgen tras años de enfrentamientos, cuando aparece la “carta ganadora” que anula toda discusión previa.
Quizás parte del problema detrás de tantas afirmaciones sin sustento y del tono iracundo de la carta esté en su origen. Su autora, que se presenta como experta, declara una cantidad abrumadora de especializaciones, que van desde el tratamiento de niños hasta adultos mayores y desde trastornos graves hasta temas cotidianos. Otros firmantes, por su parte, no transparentan que han lucrado directamente con denuncias que luego resultan ser falsas.
Escondiendo el pecado
Me imagino que parte de esta ceguera proviene del cantinfleo que han dado en torno a las cifras de falsas denuncias, todas orientadas a minimizar el problema y relegarlo a lo marginal. Se ha dicho que son el 0,1%, luego el 1%, después que fluctúan entre el 1 y el 8%, e incluso que podrían llegar al 10%. Diferencias enormes entre quienes, sin embargo, coinciden en lo esencial: invisibilizar el horror, evitar enfrentarlo y desviar la atención hacia el “negocio del dolor”, como si hablar del daño que estas denuncias provocan a la infancia fuera una amenaza y no una urgencia.
Lo he señalado —y lo repito—: ningún crítico ha abordado el contenido del libro ni lo planteado en entrevistas posteriores. Por ejemplo, que en los últimos seis años más de 107 mil hombres han sido imputados por abuso sexual infantil, con un alza explosiva en los últimos cuatro. Que el Poder Judicial no distingue si los imputados son padres u otros vínculos porque el Estado no lleva ese registro. Que cerca del 50% de las causas se archivan por falta de antecedentes siquiera para formalizar, muchas veces por ausencia de relato. Y que aun así, no pueden considerarse falsas denuncias por distorsiones del propio sistema.
Tampoco se menciona que el Defensor Nacional, jueces, psicólogos y otros actores coinciden en que muchísimas de estas denuncias hoy apuntan a padres, a menudo con un beneficio detrás y en causas de larga data. Lo ven a diario. También advierten que estas causas duran más de tres años, agravando una crisis judicial con un año de espera. ¿Quién se hace cargo de la espera que soporta una víctima real de abuso infantil? Ni la firmante ni sus adherentes han denunciado esa violación de derechos humanos. ¿Por qué? ¿No les conviene?
Nada dicen tampoco de las agrupaciones que reúnen a casi 100 mil personas —mayoría padres— que denuncian alejamientos forzados por acusaciones unilaterales. ¿Son todos pedófilos? ¿Y por qué también gritan abuelos, abuelas, tías, parejas? ¿Cómo explican que en la gran mayoría de los casos del libro no hay relato alguno de niñas o niños?
Según la carta, los profesionales que acompañan a víctimas de abuso sexual infantil —y a sus madres, muchas también víctimas de violencia de género— quedan profundamente dañados por esa experiencia. Por eso consideran gravísimo concluir que muchas denuncias son falsas sin consultar a psicólogos con experiencia directa, a pesar de que el libro lo hace. Pero más grave, nada dicen del otro lado: ¿han acompañado a padres falsamente acusados, a sus familias y entornos arrasados por denuncias injustas? ¿Saben que algunos se han suicidado o fueron violados en prisión preventiva antes de ser declarados inocentes? ¿Han visto a esos niños crecer con la imagen del padre destruida, ideación suicida y vínculos rotos? Nada dicen, porque no les importa.
Desconfianza y desinformación
Llama la atención la virulencia con que José Andrés Murillo, uno de los firmantes, ha insistido en atacar el libro. En una publicación previa, oficial de la Fundación para la Confianza —firmada por él, James Hamilton y otros directores— se afirma: “¿Existen denuncias falsas? Sí, las hay, pero son muy pocas. Como veremos más adelante, estas representan cerca del 1% de los casos y, en general, pueden identificarse claramente”. Sin embargo, en el mismo texto luego citan un estudio según el cual las denuncias falsas oscilarían entre un 2% y un 10%. ¿En qué quedamos? ¿Son el 1%, el 10%? ¿Por qué se permite ese margen enorme de ambigüedad?
La actitud de Murillo y de la Fundación para la Confianza es grave. Hoy hacen lo mismo que hizo la Iglesia católica y, en particular, el papa Francisco frente a las víctimas del sacerdote Fernando Karadima: los acusaron de mentir. Solo pidió disculpas cuando quedó claro que lo denunciado era cierto. ¿A alguien le importó entonces si los sacerdotes abusadores representaban el 1% o el 10% del total? Espero que no, porque habría sido inaceptable. Ese abuso, aunque le hubiese sucedido solo a un puñado de jóvenes, era y sigue siendo injustificable.
Hoy, sin embargo, esa misma fundación justifica el descrédito. A pesar de las voces que denuncian falsas acusaciones, y de los casos presentados en el libro, insisten en invisibilizar el problema. Peor aún, su presidente firma una carta que afirma que los padres están entre los parientes que mayoritariamente abusan sexualmente de sus hijos. Eso no solo es falso: es un insulto a los padres y su entorno, pero sobre todo, a los hijos que leerán esa carta y verán su firma avalando una mentira publicada en un medio masivo, con el propósito explícito de acallar una verdad que no pueden controlar.
Ya lo he dicho y lo reitero: espero que la fundación no esté protegiendo un nicho ni actuando en función de los intereses de uno de sus directores, Juan Pablo Hermosilla, abogado de su hermano, uno de los hombres más cuestionados del país. Resulta evidente cómo han usado casos de alto impacto justo cuando les conviene, y cómo se equivocaron en los casos del exsacerdote Felipe Berríos y del subdirector del SII, André Magnere, ambos absueltos. Demasiadas veces la fundación acusa y, cuando los cargos no se prueban, se retira reafirmando su postura, como si nada. Igual que un político corrupto que es expulsado, pero despedido entre aplausos.
Negocio redondo
La carta critica que en el libro se entrevistó con “mucho énfasis” a abogados penalistas o defensores, afirmando que su rol se limita a rebajar penas o sacar acusados de la cárcel. Pero omite algo esencial: también hay abogados éticos y otros que lucran con la falsa denuncia. Según la propia Fundación para la Confianza, hasta un 10% de las denuncias podrían ser falsas. ¿Y quién las articula? No solo abogados, sino también psicólogos, psiquiatras, testigos falsos y peritos. Porque una falsa denuncia no se improvisa: se construye.
Para que se entienda, una denuncia falsa en el contexto de una disputa judicial de larga data no suele nacer de una urgencia repentina. No es que alguien corra de madrugada a una comisaría en bata. Lo que ocurre, generalmente, es que luego de años de conflicto y recriminaciones cruzadas, cuando ya se han agotado otras estrategias, aparece la “carta ganadora”: una denuncia de abuso sexual o violencia intrafamiliar. Y desde ese momento, el sistema empieza a tratar al acusado no como presunto agresor, sino como agresor a secas, alejándolo inmediatamente de su retoño. Con la carga de la prueba invertida, él debe costear peritos judiciales privados —los mismos que trabajan estrechamente con los abogados en múltiples causas— para intentar desmontar la acusación.
Pero el sistema está viciado: en la mayoría de los casos, los peritos contratados por una parte favorecen a esa parte. Si no lo hicieran, el negocio no funcionaría. Y existen profesionales éticos también dedicados a desmontar mentiras, los hay, y hoy están alzando la voz también.
No sorprende que 250 profesionales hayan firmado la carta. Muchos más participan de este engranaje que lucra con el dolor y los conflictos no resueltos, donde niñas y niños ya han sido expuestos demasiadas veces.
Aunque la carta, como muchos antes, intenta presentar este debate como un ataque contra las mujeres, no lo es. El libro no dice que todas —ni siquiera la mayoría— hagan falsas denuncias; esa es una afirmación de Janet Noseda y los firmantes. Por el contrario, muchas mujeres, incluidas periodistas reconocidas, han expresado su preocupación por este fenómeno. ¿Qué les responden? ¿Dónde las ubican dentro de su lógica de trincheras?
Este debate es necesario. Lo importante es que nos obliga a discutir lo fundamental. Y lo fundamental es que las niñas y niños deben estar primero, aunque para los firmantes de la carta no sea así. La infancia no puede seguir siendo usada como arma en peleas entre adultos.