El que hoy tengamos sistemas democráticos fuertemente determinados por la figura del Poder Ejecutivo, es el resultado del fracaso del fenómeno de la representación y de su expresión sistémica, el Parlamento. Estamos en condiciones de sostener, entonces, que la elección de representantes no tendría nada que ver con la de los gobernantes. Esta diferencia, que parece elemental, no está para nada clara y hemos, más bien, tendido a naturalizar las bodas entre la democracia y el Presidente(a).
He tenido la posibilidad de asistir en París al seminario del sociólogo Pierre Rosanvallon en el Colegio de Francia titulado “Democracia ejecutiva”. Dentro de la increíble cantidad de información histórica que procesa y el consiguiente análisis de cada uno de los elementos en los que profundiza, hay un concepto que me quedó dando vueltas y que me trasplantó de un tirón, como en las escenas de teletransportación de la antigua serie televisiva Viaje a las estrellas, a un planeta excéntrico en donde cohabitan Charlie Hebdo y el Caso Penta. Me refiero al concepto de “instituciones invisibles”.
A grandes rasgos, el seminario de Rosanvallon propone reflexionar y profundizar sobre lo que hoy entendemos por democracia presidencialista. El punto es que las democracias no son, en su origen, presidenciales, sino que han devenido tales en la medida que ha fracasado su naturaleza más elemental, la parlamentaria. En otras palabras, el que hoy tengamos sistemas democráticos fuertemente determinados por la figura del Poder Ejecutivo, es el resultado del fracaso del fenómeno de la representación y de su expresión sistémica, el Parlamento. Estamos en condiciones de sostener, entonces, que la elección de representantes no tendría nada que ver con la de los gobernantes. Esta diferencia, que parece elemental, no está para nada clara y hemos, más bien, tendido a naturalizar las bodas entre la democracia y el Presidente(a).
En esta línea, habría que decir inicialmente que la democracia supone dos dimensiones. Por un lado, es una forma de gobierno, es decir, gestiona y monitorea la “cosa pública”, y, por otro, que es un régimen, es decir, una forma de organizar y distribuir el poder. Es en esta línea que la instalación de lo ejecutivo como eje rector de las democracias contemporáneas responde, necesariamente, a esta doble dimensión, por un lado de gestión y, por otro, de organización. Ambas, sin embargo, pueden englobarse –siguiendo a Michel Foucault– bajo la idea de control y gubernamentalidad.
Ahora bien, más allá de esta aridez conceptual, lo que resulta inquietante, a mi modo de ver, es que la crisis de la idea de representatividad se fundaría no en lo que podríamos denominar las instituciones clásicas y tangibles sino, precisamente, en aquellas inoculadas e incorpóreas. La democracia en esta dirección es mucho menos un conjunto de procedimientos, tal y cual lo define Habermas, o una pléyade de instituciones supuestamente coordinadas y rotuladas. La democracia también es lo que no se ve ni se presenta y que deambula de forma atmosférica en la percepción de la ciudadanía. Rosanvallon señala que una de estas instituciones fantasmagóricas es, por excelencia, la confianza.
Graham Greene escribió una vez que “es imposible ir por la vida sin confiar en nadie; es como estar preso en la peor de las celdas: uno mismo”. La política y el sistema democrático tienden a encontrar su legitimidad sobre este axioma validante subentendiendo que la ciudadanía, lo que necesita, es confianza en sus instituciones. Sin embargo, no existe algo así como un ministerio u oficina de la confianza encatrado en los edificios de gobierno; el Parlamento es de diputados y senadores, no es un Parlamento de la confianza. Por lo tanto, lo que decimos es que es en personas específicas en donde la confianza es depositada concretamente, en este caso, en el Presidente(a). Es esto, justamente, lo que favorece a una crisis de la legitimidad de lo representativo y sobrepone a lo ejecutivo como factótum de la gubernamentalidad.
[cita]Los avatares de la democracia, ya sea en su versión de crisis occidental, como se ha rotulado lo de Charlie Hebdo, o bien a la manera de corrupción doméstica, como lo es el Caso Penta, están determinados por esa confianza fantasmal que carece de buró, pero que es más fuerte que cualquier mandato formal. Para bien o para mal, es lo intangible lo que ordena el mundo real.[/cita]
Ahora bien, entendiendo a la confianza como una institución invisible que es capturada por figuras específicas, en este caso las ejecutivas, nos atrevemos con un par de hipótesis.
Hay un punto en que la masacre de Charlie Hebdo y el Caso Penta se cruzan. Asumimos la desproporcionalidad en la base de esta comparación, sin embargo, se cree, vale la pena el riesgo.
Según los datos del observatorio de la política nacional de Francia, al 6 de enero del 2015 (justo antes del atentado a Charlie Hebdo) la mala opinión respecto de la figura de François Hollande orbitaba en torno al 76%. Una semana después, el 14 de enero y a tres días del atentado, esta mala opinión había caído drásticamente 11 puntos, es decir, al 65%. Todo en una semana. Nada mal para un gobierno que naufragaba derechamente a la deriva en los océanos de la impopularidad. Por otro lado, la buena opinión sobre su figura a la misma fecha, es decir, 6 enero del 2015, era del 24%. Al 14 de enero subió 10 puntos, es decir, al 34%. Si bien es una aprobación que sigue siendo baja, la remontada es tremendamente significativa para un tramo de tiempo tan corto. Cifras parecidas se movieron alrededor de su ministro del Interior, Manuel Valls. La derecha, expresada en el UMP de Nicolas Sarkozy y en el Frente Nacional de Marine Le Pen, no experimentó grandes cambios y no ha podido sacar provecho de lo de Charlie.
Por supuesto que lo que explica estas cifras a favor del oficialismo francés es la confianza que mediáticamente el presidente ha emanado hacia sus conciudadanos. Un llamado a la unidad nacional frente a la figura amenazante del terrorismo fundamentalista islámico, y la opción de estabilizar un relato cohesionador y vinculante, han sido las estrategias simbólicas que le permiten, nuevamente, robustecer su descalcificada imagen pública. No es ni el Parlamento ni sus ministros, es la figura del Ejecutivo, nuevamente, la que se fortalece sobre la base de la confianza que expresa. Hollande sin duda puede llorar a los muertos de Charlie Hebdo, pero es seguro, también, que sonríe más tranquilo en la soledad de su despacho por la inyección de sangre que se le inoculó a su agónico cuerpo político y que vino de la mano de la tragedia.
El escandaloso y vergonzoso Caso Penta en Chile, que ha dejado al descubierto esa suerte de ontológico pacto entre la UDI y el empresariado, y que ha desnudado rudamente la orgánica perversa y “transa” en la que se desenvuelve parte de la cotidianeidad histórica de la política chilena, ha permitido, igualmente, celebrar y llorar desplazamientos porcentuales. Como mostró la última encuesta Adimark, el respaldo a Bachelet subió en enero 4 puntos, llegando al 44% (ya se quisiera Hollande estos numeritos). Correlativamente, la aprobación a la Nueva Mayoría subió del 32 al 35% y, por supuesto, las reformas tributaria y de educación también se vieron alcanzadas por este viento fresco y revitalizante que les llegó justo a tiempo desde el infierno de la UDI. La UDI misma, por su parte, atónita, dando pasos de borracha y autonarcotizada con la falsa moral de lo “involuntario”, fue testigo en palco preferencial de su desplome histórico.
Lo que está en la base del caso Penta y sus efectos es, nuevamente, la confianza, perdida absolutamente por la derecha y ganada, por defecto, por Bachelet. Otra vez la institución invisible desplegando el ritmo y dibujando la partitura de la legitimidad en la política. Lo que es interesante de recalcar en este punto, es que las reformas tributarias y de educación dejan de tener un impulso puramente ciudadano originado en las demandas de los movimientos sociales. Ahora tendremos reformas instaladas en su tramo final gracias a la crisis de la UDI; crisis que se codificó como el contexto impostergable que obligaba a legislar en el aquí y ahora. Confianza, perdida o ganada. Institución invisible que determina la sociología más profunda de un país.
Los avatares de la democracia, ya sea en su versión de crisis occidental, como se ha rotulado lo de Charlie Hebdo, o bien a la manera de corrupción doméstica, como lo es el Caso Penta, están determinados por esa confianza fantasmal que carece de buró, pero que es más fuerte que cualquier mandato formal.
Para bien o para mal, es lo intangible lo que ordena el mundo real.