
Conservación, pero económica y socialmente responsable
Si queremos impulsar el crecimiento, no basta atacar la parte burocrática de la “permisología”, sino también revisar sus conceptos.
Es ampliamente sabido que el concepto de sustentabilidad debiera abarcar con igual preocupación tres aspectos, el ambiental, el económico y el social. Sin embargo, en el mundo de la “permisología” hemos visto que en la práctica los valores económicos y sociales se subordinan al valor ambiental. Lo peor de esto es que no se evalúa ninguno de ellos en forma comparativa y se da por sentado que prevalecerá este último, lo que equivale a asignarle un valor infinito a priori frente a los otros.
Los bienes ambientales, al igual que cualquier otro bien, tienen un valor económico y social marginalmente decreciente con su abundancia. O sea, a mayor abundancia, las unidades adicionales tienen cada vez menor valor. Ejemplificando lo anterior, si el consenso es no tolerar la extinción de especies, la última pareja de una especie de fauna en peligro valdría infinito para nosotros. Las siguientes serían muy valiosas, pero de valor menor a infinito. Si ya hay una pequeña población que puede sostenerse, las siguientes parejas tienen un valor ambiental cada vez menor.
Es decir, por encima de un cierto nivel crítico de abundancia de un bien ambiental, comienza a ser más valioso para la sociedad utilizar los recursos (tierra, capital, bosques, etc.) en actividades que puedan hacer aportes económicos y sociales a las personas. La pulsión de “conservar todo lo que hay” (que parece ser la visión predominante hoy) puede llegar a ser socialmente muy onerosa, además de ambientalmente superflua, pues, como se verá, las decisiones ambientales son también económicas. .
Las medidas ambientales tienen diversos tipos de costos, ya sea inversiones directas en mitigación (como el tratamiento de efluentes industriales), costos de oportunidad por inmovilizaciones de recursos susceptibles de producir, o la pérdida del beneficio social de los empleos que dichos recursos proporcionarían si se pusieran en producción.
Hay, desde luego, medidas de conservación menos costosas y más eficientes que otras. Por ejemplo, preservar un ecosistema desértico probablemente tendrá bajo costo para la sociedad, porque las alternativas productivas son muy escasas; y en este caso será muy ineficiente inmovilizar un área rica en minerales si es posible optar por otra que carece de interés de explotación minera.
En tiempos en que se ha comprendido mejor la relevancia de la necesidad de crecer y de administrar bien los recursos, resulta muy irresponsable que no se haga un análisis de las necesidades reales y de costos de las alternativas de conservación buscando las opciones menos costosas socialmente, tanto en las evaluaciones ambientales como en los proyectos legislativos.
Es así como en ocasiones se paralizan proyectos por riesgos ambientales que resultan dudosos o que se podrían mitigar con decisiones menos costosas que su paralización; o se rechazan soluciones de captura de carbono que tendrían una fracción muy menor del costo de las que promueven sectores del ambientalismo solo por razones ideológicas.
Junto con elegir las soluciones ambientales de menor costo para la sociedad, es muy importante también asignar correctamente sobre quién recaen los costos. Hoy, por ejemplo, se exige a los forestadores y agricultores medidas de conservación de la biodiversidad, limitando el uso de sus tierras. Pero si la biodiversidad es un bien público que beneficia a toda la sociedad, ¿por qué debe financiarla a su costo un grupo de productores? Esto encarece producciones específicas o puede limitar la factibilidad de proyectos productivos social y económicamente beneficiosos, y además oculta su costo apareciendo como gratuito al público, con lo que aumenta su demanda más allá de lo razonable.
Generar un procedimiento transparente y técnico que permita evaluar y apreciar los costos y beneficios ambientales y socioeconómicos de las medidas ambientales, permitirá a los sectores políticos y el público en general apreciar balanceadamente la conveniencia de dichos proyectos, en relación con otras necesidades de la sociedad; y probablemente contribuirá a hacer más expedito su trámite, una vez establecida su conveniencia para el país.
El Ministerio del Medio Ambiente podría dar una señal potente en este sentido si considerara en su objetivo el desarrollo sustentable y no solo la preservación o conservación sin tomar en cuenta los costos socioeconómicos asociados.
Si queremos impulsar el crecimiento, no basta atacar la parte burocrática de la “permisología”, sino también revisar sus conceptos. Una visión equilibrada del desarrollo sustentable nos exige buscar un criterio de conservación responsable económica y socialmente, que no imponga gravámenes superfluos e injustificados a la sociedad, pues eso la empobrece innecesariamente.
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