
Cuando la escuela deja de significar: apuntes sobre juventud, marginalidad y política educativa
Recuperar el sentido público, cultural y político de la escuela es una tarea urgente, no solo para reencantar a las nuevas generaciones con la educación, sino también para reconstruir los vínculos sociales y democráticos que hoy se encuentran profundamente erosionados.
En una entrevista en El Mostrador, el académico Juan Pablo Luna describe una realidad que muchos en el sistema escolar conocen de cerca, pero que rara vez se asume con honestidad en el debate público: las escuelas y los docentes están desbordados. A la sobrecarga estructural y la falta de recursos, se suma una tensión más profunda, de carácter cultural y social, que tiene que ver con la distancia creciente entre la escuela como institución y las trayectorias vitales de las y los jóvenes en sectores más populares.
Luna advierte que hoy la escuela es uno de los pocos espacios de socialización que quedan en pie para amplios sectores populares. Pero también señala que esa función se cumple en un entorno cada vez más hostil, marcado por el debilitamiento de los vínculos comunitarios, la precariedad y la inseguridad cotidiana.
Las escuelas, dice, están solas enfrentando el peso de múltiples crisis: la fragmentación de las familias, la violencia barrial, el malestar subjetivo y la desesperanza respecto al futuro. Y lo hacen, muchas veces, sin herramientas culturales ni políticas adecuadas para interpretarlas o intentar abordarlas.
Una de esas crisis tiene que ver con el profundo malestar subjetivo que hoy habita en amplios sectores juveniles. Estudios recientes (Encuesta Juventud y Bienestar 2024 de Senda y Diagnóstico 2025 de la Defensoría de la Niñez) revelan que una proporción importante de adolescentes en Chile siente que “no es bueno para nada” o se percibe como un fracaso. Declaraciones duras que reflejan no solo una crisis emocional, sino una desconexión con los sentidos que históricamente articulaban el proyecto educativo: la promesa de futuro, la construcción de identidad, el reconocimiento y la pertenencia.
Se trata de una crisis subjetiva mayor que, como lo planteaba hace algunos meses el último Informe sobre Desarrollo Humano en Chile, también se ve reflejada en las nuevas generaciones, y no puede seguir siendo leída como un simple “problema de disciplina” o de “motivación escolar”.
Además, se ha registrado un aumento del involucramiento de adolescentes en situaciones de violencia, bullying y agresiones, ya sea como víctimas o como agresores. Las respuestas institucionales, sin embargo, tienden a ser reactivas y fragmentadas, donde se refuerzan reglas, se multiplican protocolos, pero se evita discutir el fondo: que la escuela ha dejado de ser un espacio de sentido para buena parte de las y los estudiantes.
A esto se suma un dato no menor: las expectativas de futuro han cambiado drásticamente. Según el mismo Diagnóstico 2025, la aspiración a estudiar una carrera profesional ha disminuido significativamente, y en su lugar aparece con fuerza el deseo de ser deportistas o figuras públicas. Este cambio no debe leerse como una banalización del proyecto de vida juvenil, sino como una señal de que la educación formal ya no representa un camino confiable ni deseable para algunos sectores de la juventud.
Como ha señalado el sociólogo Manuel Canales, los jóvenes populares han dejado de creer que la escuela sea una vía segura de movilidad social; no porque hayan renunciado a sus aspiraciones, sino porque las promesas meritocráticas de la educación no se condicen con sus experiencias concretas de exclusión y precariedad.
En esa misma línea, Jacqueline Gysling, hace años advertía que la educación media estaba perdiendo su capacidad de ofrecer un proyecto de futuro coherente y significativo para los jóvenes, especialmente, para aquellos de sectores populares. Su propuesta educativa no logra conectar con sus experiencias ni con sus expectativas, lo que contribuye directamente a su desmotivación, a la sensación de estar atrapados en un sistema que no los reconoce, y a su progresiva desconexión del proceso educativo.
En este contexto, la escuela pierde centralidad como espacio de futuro, y otras formas de afirmación –como el deporte, las redes sociales, el emprendimiento o incluso el narcotráfico– se tornan más significativas, porque ofrecen reconocimiento, autonomía y sentido en el presente, algo que el sistema educativo no siempre ha sido capaz de proporcionarles.
Es cierto que, a partir de la pandemia, la dimensión subjetiva del aprendizaje ha adquirido una mayor relevancia en las políticas educativas a nivel mundial y también en nuestro país, impulsando la incorporación de la formación en habilidades socioemocionales y la salud mental de los actores educativos como parte de una educación integral. Sin embargo, aunque esto representa un avance significativo, no basta para generar estrategias pertinentes a nuestra realidad y que respondan a las demandas y tensiones que se presentan en los territorios.
Para que una política educativa sea verdaderamente transformadora, necesita considerar el componente cultural: tanto la cultura social y simbólica que atraviesa a nuestro país, como aquella inscrita en nuestras instituciones educativas y, especialmente, la que portan los propios estudiantes. Sin esa articulación, el riesgo es repetir marcos vacíos que no logran conectar ni con las experiencias ni con las aspiraciones de las nuevas generaciones.
Es necesario complejizar el diseño de políticas educativas. Necesitamos alternativas programáticas capaces de leer el presente, que comprendan que el sentido de la educación no puede definirse sin hacernos cargo de la configuración cultural de nuestros estudiantes. Eso implica recuperar la pregunta por el “para qué” de la escuela, incorporar con más fuerza aún la voz de las y los adolescentes, y abrirse a formas distintas de concebir el aprendizaje, el vínculo y la comunidad.
Durante el retorno a la democracia, las políticas orientadas a la educación media se hicieron cargo, en parte, de esta tensión. En un primer momento, a través del Programa MECE Media, se intentó configurar una propuesta que favoreciera la pertenencia y la pertinencia de este nivel educativo, reconociendo la creciente relevancia de la cultura juvenil en el propósito de mejorar la calidad educativa.
Más adelante, el Programa Liceo para Todos también intencionó esta discusión con el propósito de promover una educación significativa en contextos escolares complejos para favorecer la retención educativa. Sin embargo, el escenario social del país ha cambiado profundamente y, con él, los códigos culturales que hoy portan los y las jóvenes.
En definitiva, lo que ocurre hoy en nuestras escuelas no es solo un problema del sistema educativo: es también una expresión visible de la crisis más profunda que atraviesa nuestra democracia. Muchas de nuestras instituciones siguen operando formalmente, pero han dejado de tener sentido en la vida cotidiana de las personas. La escuela no escapa a esa desconexión. Cuando los y las jóvenes ya no encuentran en ella un lugar que los acoja, los reconozca o les ofrezca un horizonte de futuro, no solo se alejan del aula, sino también de la promesa de una ciudadanía activa, justa y compartida.
Recuperar el sentido público, cultural y político de la escuela es una tarea urgente, no solo para reencantar a las nuevas generaciones con la educación, sino también para reconstruir los vínculos sociales y democráticos que hoy se encuentran profundamente erosionados. Volver a hablar de estos temas, desde la educación, es también una manera de volver a hablar de nuestra democracia.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.