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Padres que nutren: hacia una nueva cartografía de lo parental Opinión

Padres que nutren: hacia una nueva cartografía de lo parental

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Christian Ovalle V
Por : Christian Ovalle V Psicólogo Clínico • Psicoanalista Docente • Supervisor clínico
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Los “padres que nutren” emergen hoy no solo como una figura concreta, sino también como un deseo cultural y una necesidad psíquica profundamente arraigada.


Actualmente estamos frente a un fenómeno que revela una cartografía inédita de lo que significa ser padre, más allá de la biología, la tradición y el mandato. Ya no se trata simplemente de invertir los roles clásicos ni de diluir las diferencias, sino de explorar nuevas formas de presencia emocional y simbólica en la crianza. Hoy se abre un campo fértil para pensar las transformaciones contemporáneas de los roles parentales, más allá de sus contornos tradicionales. Lejos de reducirse a una descripción de fenómenos sociológicos, una lectura psicoanalítica permite entrelazar lo simbólico, lo inconsciente y lo cultural para dar cuenta de nuevas formas de ser padre, y también de las resistencias y malentendidos que estas generan.

El “padre que nutre” no es una figura caricaturesca ni un accidente social. Es un sujeto que asume con naturalidad funciones históricamente asociadas a la maternidad —cuidado, ternura, contención—, sin por ello perder su inscripción simbólica como padre. En este sentido, el desafío parece consistir en construir una masculinidad capaz de acunar sin aplastar, de jugar sin someter, de sostener sin dominar. Este padre ya no se define por la distancia ni por la dureza de la ley, sino por su proximidad afectiva y por su capacidad de contención emocional.

El padre del que hablamos, no es ya la figura lejana del proveedor silencioso ni el déspota emocional del pasado. Es alguien que sostiene al hijo entre los brazos y también en la mirada; que participa del juego sin temer al ridículo y que descubre en el contacto físico una vía legítima de expresión del amor. Pero también —y aquí reside la agudeza del análisis— puede fracasar si se refugia en la ternura para evitar el conflicto, el límite o la angustia inherente a la tarea de criar.

Esta figura emergente corre el riesgo de volverse defensiva si se absolutiza. Algunos padres se centran exclusivamente en la infancia temprana, para luego retirarse cuando llega la adolescencia. Al mismo tiempo, ciertas madres —bajo el velo del progresismo— pueden boicotear inconscientemente la inclusión real del padre en la crianza. Así, se repiten, con nuevos ropajes, viejas asimetrías disfrazadas de modernidad.

Por eso, la crianza no puede quedar atrapada en ideales de perfección, sino que debe orientarse, como lo propuso Winnicott —pediatra y psicoanalista ingles— hacia lo “suficientemente bueno”. Esta premisa se aplica también a los padres de hoy: aquellos que asumen funciones tempranas de cuidado sin renunciar a su lugar simbólico como figuras de orientación y límite. La ternura no es incompatible con la firmeza, ni la sensibilidad con el deseo de marcar un rumbo.

No se trata, entonces, de alcanzar ideales imposibles, sino de encontrar un punto de equilibrio entre la necesidad de ternura del niño y la construcción progresiva de su autonomía. En tiempos donde las estructuras familiares se redefinen, pensar estas funciones parentales como móviles, compartidas y simbólicamente activas se vuelve no solo deseable, sino urgente.

Los “padres que nutren” emergen hoy no solo como una figura concreta, sino también como un deseo cultural y una necesidad psíquica profundamente arraigada. Su aparición representa uno de los signos más reveladores de nuestro tiempo. No se trata de reemplazar a la madre ni de entrar en competencia con ella, sino de ensayar —con dignidad, presencia y compromiso afectivo— una nueva forma de estar en la crianza: menos autoritaria y más amorosa; menos vertical y más cercana; menos normativa y más disponible emocionalmente. Esta figura encarna una transformación en los modos de vinculación, en la que lo paterno ya no se define exclusivamente por la ley o la distancia, sino por la capacidad de sostener, cuidar y alojar subjetividades en desarrollo.

En definitiva, se trata de pensar la parentalidad no como una suma de funciones fijas —maternas o paternas—, sino como una red compleja y dinámica de identificaciones, alianzas y renegociaciones subjetivas. Por ello, no importa tanto quién da el biberón o quién pone los límites, sino cómo cada sujeto se posiciona frente al hijo y frente al deseo del otro progenitor. En esta danza simbólica, el “padre que nutre” no es una anomalía ni una moda pasajera: es una figura necesaria en tiempos en que el patriarcado cruje y las familias se reconfiguran con creatividad y fragilidad.

Ojalá esta figura siga multiplicándose —con sus errores, su ternura y su potencia transformadora— en el corazón mismo de nuestras nuevas genealogías. Quizás de eso se trate hoy la revolución de los vínculos: no de abolir las diferencias, sino de habitarlas con responsabilidad, con deseo y con humanidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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