
Trump contra Mozart
Cuando se aterroriza y deporta a un niño no sólo se está cometiendo un crimen contra la humanidad. Lo que ustedes están haciendo, les advertiría Mozart, es cometer un crimen contra la belleza y la imaginación compasiva de nuestra especie.
Dos niños, un chico de nueve años y su hermana de seis, juegan a ser papá y mamá, repitiendo las palabras que sus padres se han estado susurrando cuando pensaban que su progenie no los escuchaba, jugando como los niños inocentes de todo el mundo juegan y han jugado desde el principio de la historia.
Pero no hay inocencia alguna en las palabras con que se entretienen un creciente número de niños hoy en los Estados Unidos.
Basta con escuchar lo que dicen, reiteraciones de lo que la mamá y el papá dijeron.
¿Qué hacemos si vienen por ti, mi amor, si no puedo averiguar dónde te llevaron? ¿A quién llamo, a quién pedir ayuda? ¿Y si me llevan a mí, entonces qué? Y los niños, ¿qué pasa si también vienen por los niños?
Aunque estas preguntas nacen, por cierto, de mi atribulada imaginación, tienen, sin embargo, una triste base en la realidad. Es lamentablemente verosímil que muchos pequeños en los Estados Unidos pudieran estar intercambiando frases semejantes, fruto del temor perpetuo que vive su familia indocumentada ante la amenaza de que la policía de migración vendrá a deportarlos.
No es la primera vez que me toca adentrarme en una situación infantil tan angustiosa. Hace casi cincuenta años atrás, cuando me hallaba exiliado en Ámsterdam, escribí un cuento, “A la escondida”, protagonizado por un par de hermanos que se hacen precisamente preguntas como las que acabo de transcribir. Ambienté el relato en Chile, usando la ficción para regresar al país que me estaba vedado, especulando sobre cómo esos niños de mi patria lejana estarían registrando e internalizando la presencia de agentes del Estado que recorrían las calles en busca de disidentes. Era mi manera de tratar de comprender qué cicatrices permanentes de recelo se grabarían en las almas y los cuerpos de aquellos niños apremiados a convertirse en adultos antes de tiempo.
Es trágico y vergonzoso que el destino de un niño y una niña en el Chile dictatorial de los años ’70 pueda resonar de manera tan perversa en los Estados Unidos de hoy, haciéndose eco de tantos otros países donde otros jovencitos han ido sufriendo pesadillas paralelas.
En efecto, durante el último medio siglo he ido proyectando aquella experiencia traumática de los pequeños chilenos de mi relato a los niños judíos en la época de los nazis y a los niños palestinos en la época de los ataques israelíes, he ido sumando los pequeños de Sudán y Brasil, Irán y Bielorrusia, Turquía y Ruanda y Egipto y así, inagotablemente, un aluvión de naciones donde tantos chicos pueden haberse preguntado ¿Qué pasa si se llevan a mis padres, qué pasa si me llevan a mí?
Es probable que mi identificación y simpatía por esa serie de desafortunadas víctimas jóvenes hayan surgido de mis propias experiencias vitales. No recuerdo la zozobra que debo haber sentido cuando tuve que abandonar mi patria argentina a la edad de dos años y medio, gracias a que mi padre rebelde se había visto obligado a marcharse a Nueva York para escapar de la ira del ejército proto-fascista de ese país, pero todavía me aguijonea en la memoria el miedo que me invadió a los nueve años de edad cuando comenzó el gobierno norteamericano a perseguir a hombres y mujeres de izquierda, un acoso que llevó a mi familia a huir de nuevo, esta vez a Chile. Y la historia iba a multiplicarse cuando, después del golpe de Pinochet de 1973, mi hijo Rodrigo, de seis años, siguió a su padre y a su madre a comarcas extranjeras, donde vivió como refugiado durante largos períodos. Y la maldición de la expatriación volvió a golpearnos en 1986, cuando fui detenido en el aeropuerto de Santiago por la policía secreta de Pinochet que procedió a expulsarme del país junto a mi hijo Joaquín, de siete años, que, nacido en nuestro exilio holandés, se unió así a la historia familiar nuestra de represión y desarraigo.
No es extraño, entonces, que me obsesione la tragedia de tantos niños desamparados, y que quiera entender cómo les afecta la sempiterna posibilidad de que mañana los vayan a deportar. Pero más allá de esa secuela psíquica en uno u otro individuo existe otra repercusión de alcances sociales más extensos. Las víctimas sufren, por supuesto, pero también sufre pérdidas la sociedad misma, y vale la pena preguntarnos ¿qué perdemos nosotros, los que presenciamos tales agravios y hacemos poco o nada para evitarlos, qué pierde un país y la humanidad entera al desterrar a estos niños y demoler su existencia?
Huelga decir (y sin embargo hay que decirlo), que nos vemos empobrecidos por la desaparición de uno siquiera de estos menores indefensos, desperdiciando la galaxia cósmica de habilidades, sueños y dones que promete el más humilde los proscritos. Esa verdad evidente, el malgasto de tantos aportes presumibles de tantos chiquillos anónimos, no ha sido suficiente para sacudir a la opinión pública. Parecería ser necesario, entonces, buscar ejemplos más dramáticos y espectaculares, arquetipos que hagan comprensible cuán insensato es hostigar a esos niños indocumentados.
A esas interrogantes incómodas, ¿qué perdemos?, ¿qué pierde un país y la humanidad entera? respondo con un nombre que a nadie le puede ser indiferente o desconocido, respondo con el nombre de Mozart. ¿O acaso no es perfectamente plausible que esta política de deportaciones despiadadas corre el riesgo de matar la potencialidad de alguien que podría convertirse en un Mozart del futuro?
En lugar de ese nombre podría, por supuesto, sugerir muchos otros seres humanos maravillosamente dotados. Podría haber un Einstein acechando dentro de la cabeza de uno de los chicos expulsados, podría haber una Madame Curie dentro de una de las chicas pasando por esa brutal experiencia. Un Cervantes, un George Eliot, un Serrat, una Taylor Swift, un Mandela, un Lincoln, un Lorca, un Simón Bolívar, un Garibaldi, un Monet, una Safo, una Meryl Streep, ¿quién sabe qué milagros se están apagando con la desaparición de cada niño desvalido?
Permítaseme insistir, sin embargo, en Mozart como el parangón más luminoso para esta tentativa de remover conciencias. Es cierto que, durante su infancia, nunca se enfrentó a la inminencia de una azarosa expatriación por parte de autoridades brutales. Y, sin embargo, estoy seguro de que entendería las ansiedades e incertidumbres que aquejan a los jóvenes migrantes de hoy en Estados Unidos. Uno puede imaginarse, como lo hice en mi novela Allegro, lo que debió sentir un niño tan sensible cuando fue separado de su familia y se vio obligado a aceptar tareas y responsabilidades de adultos, enfrentando un mundo repentinamente lleno de extraños. Como yo a su edad, como mis propios hijos, como tantos niños en peligro en los Estados Unidos, Mozart también debe haberle azorado una muerte prematura, debe haber temido verse abandonado a una edad temprana.
¿Quién podría representar mejor las aspiraciones latentes y los eventuales talentos de esos jóvenes contemporáneos violentados? ¿Quién podría abogar con más elocuencia musical por los derechos de los niños vulnerables del mundo vasto y cruel y ajeno, que el niño prodigio más famoso de todos los tiempos, que compuso una sonata a los cinco y tocó el piano para monarcas a los siete, quién podría ser un portavoz más célebre e ideal?
Invoquemos, por consiguiente, al fantasma de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart para que regrese a la Tierra y recrimine a esos represores que están llevando a cabo tales actos de agresión feroz contra tantos niños en los Estados Unidos y más allá de sus fronteras.
Puedo escuchar los reproches de Mozart. Puedo oírle anunciar con esa voz que alguna vez llenó el mundo de melodías inmortales y consoladoras, que cuando se aterroriza y deporta a un niño no sólo se está cometiendo un crimen contra la humanidad. Lo que ustedes están haciendo, les advertiría Mozart, es cometer un crimen contra la belleza y la imaginación compasiva de nuestra especie.
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