
La cumbre Trump-Putin dejó más dudas que certezas
Putin se retiró como el ganador político del encuentro. No por concesiones explícitas -no las hubo-, sino por el valor simbólico y estratégico de la escena: Reunirse con el presidente de EEUU con total libertad de movimiento, rompiendo el cerco de aislamiento que Moscú ha enfrentado desde 2022.
La foto en Alaska prometía más de lo que podía cumplir. Donald Trump y Vladimir Putin llegaron a la mesa con una narrativa de “pragmatismo” y “fin del derramamiento de sangre”, pero la realidad fue implacable: No hubo alto al fuego, no hubo hoja de ruta verificable y, mientras ambos dirigentes hablaban de “progresos”, las fuerzas rusas siguieron golpeando posiciones ucranianas a lo largo del frente. El contraste entre el gesto y los hechos marcó la pauta de una cumbre que terminó sin la única noticia que importaba: El cese inmediato de las hostilidades como umbral mínimo para negociar.
Putin se retiró como el ganador político del encuentro. No por concesiones explícitas -no las hubo-, sino por el valor simbólico y estratégico de la escena: Reunirse con el presidente de Estados Unidos con total libertad de movimiento, rompiendo el cerco de aislamiento que Moscú ha enfrentado desde 2022 y proyectar, de paso, la idea de que el fin de la guerra es materia de conversación exclusiva entre Washington y el Kremlin. Esa imagen, por sí sola, altera la arquitectura diplomática: Sugiere que la suerte de Ucrania se decide sin Ucrania, y que los europeos -principales garantes de su resistencia- quedan reducidos a espectadores inquietos.
Ese marco es insostenible. Negociar sobre el futuro de Ucrania sin el gobierno ucraniano en la mesa ni la presencia activa de la Unión Europea y la OTAN equivale a deslegitimar cualquier resultado. La historia reciente lo demuestra: Los acuerdos que nacen sin el consentimiento del agredido y sin mecanismos de cumplimiento son, en el mejor de los casos, treguas precarias. En el peor, son invitaciones a la próxima ofensiva.
Según medios como Financial Times y El País de España, Trump ya le dijo al presidente Volidimir Zelenski que Putin exige el control total de la región de Donbás (las provincias separatistas de Donetsk y Lugansk), en el este de Ucrania, para aceptar congelar la línea del frente tal y como está hoy. Actualmente, su control de esa zona es de un 75%, aproximadamente.
El punto es que, además, Rusia ha invadido la mayor parte de las provincias de Zaporiyia y Jersón. Congelar hoy la línea del frente de batalla, implicaría que Putin se quedaría con todo ese 20% del territorio ucraniano. ¿Y qué gana Ucrania? ¿O Putin estaría dispuesto a devolver estas dos últimas provincias solo a cambio del Donbás? Parece poco probable, ya que eso le significaría perder el corredor terrestre que hoy le permite conectar el Donbás con Crimea y -de paso- controlar todo el mar de Azov.
Los temas de fondo que tarde o temprano deberán abordarse siguen siendo los mismos y no admiten eufemismos. Primero, el estatuto de los territorios ocupados por Rusia desde febrero de 2022: Su estatus no puede “congelarse” como moneda de cambio sin premiar la conquista por la fuerza. Segundo, el régimen de garantías de seguridad para Ucrania: Sin una disuasión creíble -sea el camino de adhesión a la OTAN, un compromiso de defensa colectiva al estilo “OTAN-plus”, o el despliegue de una fuerza multinacional en territorio ucraniano-, cualquier “fin de la guerra” es apenas una pausa operativa para Moscú.
Putin lo insinuó en la conferencia de prensa: Está dispuesto a hablar de “garantías”, pero en sus términos, que suelen equivaler a un desarme político de Kiev y límites a su soberanía estratégica. Aceptar ese encuadre sería institucionalizar la vulnerabilidad ucraniana. Por eso, la discusión sobre la membresía de Ucrania en la UE y la OTAN no es un maximalismo idealista, sino una respuesta lógica al patrón de coerción ruso: sólo una ancla institucional y militar robusta corrige los incentivos de agresión.
Hay, además, un efecto demostración que trasciende a Europa del Este. Lo que ocurra con Ucrania será observado con lupa en Taipéi y Beijing; también en Georgetown y Caracas. Si la comunidad transatlántica convalida hechos consumados, otros revisionismos -el de China sobre Taiwán, el de Venezuela sobre Guyana- tomarán nota. El mensaje que emita Alaska no termina en el Ártico: Viaja por las líneas maestras del sistema internacional en transición, donde los precedentes se convierten en reglas no escritas.
Conviene recordar una obviedad: El “fin de la guerra” no es sinónimo de paz. El silencio de las armas sin justicia ni garantías es sólo el prólogo de la siguiente guerra. La paz exige fronteras respetadas, soberanía efectiva y un marco de seguridad que haga más costoso romperla que preservarla. Nada de eso se alcanzó en Alaska.
La cumbre, entonces, deja dos lecciones. Para Washington y Europa, que no hay atajo que sustituya la participación plena de Ucrania y sus aliados en cualquier negociación seria. Para Kiev, que su resiliencia militar y política sigue siendo la variable que ordena el tablero: Sin ella, toda diplomacia deriva en geometría de capitulaciones. En este interregno del orden global -todavía sin un equilibrio consolidado-, cada decisión sienta precedentes. El de Alaska, por ahora, es inequívoco: El Kremlin ganó tiempo, pero la paz, en cambio, sigue esperando su turno.
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