
¿Uberización del arte en Bienalsur?
Este modelo tiene una ventaja comunicacional inmediata al “estar en red”, lo cual, en términos noventeros, suena democrático y anticolonial. Pero, hoy, la “descentralización” de Bienalsur es, en buena medida, una descentralización administrativa.
Hace diez años, cuando supe de la existencia de Bienalsur, llamó bastante mi atención, sobre todo cuando entré a leer algunos pre-supuestos a los que aspiraba el evento, planteado como una opción al arte contemporáneo (desde el sur) internacionalmente. Se anunciaba como una apuesta distinta (incluso, al interesante y truncado proyecto, Entrecampos Regiones, que parecía dirigirse, sin prisa, al trabajo de internacionalización regional, no solo Argentina, y con espesores analíticos no menores). La bienal “desde América del Sur”, se inicia tres años después, desde la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), con ambiciones de descentralizar la circulación del arte contemporáneo y “movilizar” la geografía como dispositivo artístico-cultural.
El enunciado fundacional, “una bienal distinta: descentralizada, democrática, horizontal y humanista”, forma parte del manual de identidad de hace años, nunca mencionando referencias a Entrecampos y las documentaciones que podrían existir. Bienalsur toma (quiéralo o no) los primeros años de Entrecampos, cuando se finalizaban los proyectos en ciudades capitales, pero no toma la segunda etapa que eliminó esto. Al contrario, la bienal se proyectó de una manera muy mediática, con un discurso descentrado.
Una pregunta incómoda es: ¿esta cartografía extensa, y ambiciosa, equivale a una transformación artística curatorial real o, por el contrario, mira más a ampliar una marca con “aura descolonial”? En su quinta edición (2025) Bienalsur exhibe 140 sedes en más de 70 ciudades y 34 países. La dirección no se cansa de repetir el carácter de “la bienal más extensa del mundo”, y presentó su programa en la sede de la UNESCO, gesto simbólico que confirma su ambición global, pues el establecimiento de estándares en el arte contemporáneo, a través de la ONU puede generar contradicciones a muchos autores.
Mi tesis es sencilla: Bienalsur no escapa a las “lógicas estéticas” tradicionales. Su retórica de “desde el Sur” opera más como etiqueta de legitimación que como criterio curatorial transformador. En lugar de una curaduría, mínima, unificadora y crítica que articule preguntas y métodos compartidos, Bienalsur funciona como una plataforma conectiva, donde convoca, recibe propuestas, firma acuerdos con sedes locales y despliega una cartografía de exposiciones que, aunque plural, carece de un hilo narrativo robusto. En la práctica, la dirección central oferta una marca y una infraestructura simbólica, y las instituciones locales se suman voluntariamente y generan programación propia bajo ese paraguas. El resultado es una suma de exhibiciones que, unidas por nombre pero no por programa curatorial, producen una visibilidad geográfica que no siempre se traduce en pensamiento crítico colectivo.
Este modelo tiene una ventaja comunicacional inmediata al “estar en red”, lo cual, en términos noventeros, suena democrático y anticolonial. Pero, hoy, la “descentralización” de Bienalsur es, en buena medida, una descentralización administrativa, donde sedes, curadorías locales y proyectos específicos se articulan por adhesión y convenios. La dirección proclama algunos ejes temáticos (memoria, migración, medio ambiente, derechos humanos, inteligencia artificial, trabajos que hacen casi todos los artistas y proyectos del mundo), y luego la diversidad hace el resto. Nada de esto es negativo en sí, pero cuando los mismas keywords circulan como fórmulas repetidas -paisajes, rituales, protestas, memoria- la posibilidad de ruptura estética se vuelve limitada. La heterogeneidad se convierte en suma de singularidades que no conversan entre sí más allá de compartir etiquetas progresistas.
El modelo me recuerda la “uberización”, o sea, una uberización del arte donde, incluso, una futura “app” podría sustentarla, o sea, una plataforma central (aunque se mencione que no lo es) que articula oferta y demanda, externalizando costos y visibilizando servicios sin transformar las condiciones estructurales del trabajo (mencionar que cada localidad es descrita con un kilometraje, donde el punto cero es el inicio de la Bienal: Buenos Aires).
En la versión cultural, la dirección de Bienalsur “provee la app” (marca, convocatoria, distribución simbólica), y las sedes locales y los artistas aportan el trabajo -gestión, montaje, mediación, viajes- por el “prestigio” de figurar en ese mapa global. La analogía no me da felicidad, pues se produce una externalización de gestiones y riesgos, mientras la marca concentra el prestigio y los indicadores de alcance. Si establecemos debates sobre la plataformización de la cultura y la mercantilización de la curaduría, podríamos converger en que formas como esta terminan precarizando el trabajo cultural y priorizando métricas de visibilidad sobre profundidad crítica, algo que no es nuevo, solo se sofistica.
Un punto es que los distintos lugares donde se realizan exposiciones podrían hacerlas y organizarlas perfectamente sin el timbre Bienalsur. Acá podría haber hipotetizado sobre una segunda orfandad curatorial, pero no lo es. En este caso es un orfanato de la producción internacional.
La edición 2025 ofrece ejemplos elocuentes para leer esta dinámica. Exposiciones -como la muestra de video sudamericano “Resistencia” en el Museo Reina Sofía, curada por Diana Wechsler y articulada en colaboración con Bienalsur- reúnen piezas (obras de Sebastián Díaz Morales, Voluspa Jarpa, Francisca Jiménez, entre otras) que dialogan con urgencias políticas reales. Sin embargo, la curaduría, más que radicalizar esos debates, los inserta en un repertorio ya conocido, como la marcha tradicional, la memoria y la denuncia, que aparecen en formato de antología y, en algunos casos, sin los contextos locales que permitirían activarlos de otra manera (al menos, de forma básica, Norte-Sur, o Europa-Latinoamérica).
Los principales logros que reivindica la Bienal son en ciudades capitales/centros. Así se muestra en la declaración de Interés Cultural que la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, este pasado martes 12, le otorgó a través de la gestión de la diputada Ferrero, la cual menciona que la importancia del reconocimiento es porque “Bienalsur ha logrado insertar a artistas argentinos en los circuitos internacionales del arte y ha traído al país figuras de relevancia mundial, enriqueciendo el ecosistema cultural local”.
Centralidad como importancia de reconocimiento. A través del mismo reconocimiento se menciona que Jozami y Wechsler (director general y directora artística, respectivamente) han sido claves “para consolidar el anclaje académico y educativo de Bienalsur. La red académica que respalda la bienal posibilita un análisis riguroso del panorama artístico contemporáneo…” En la página Web de la bienal se pueden contar, hasta ahora, 28 instituciones (la mayoría universidades), pero no existe, en 10 años de gestión, ninguna investigación al respecto para discutir las artes contemporáneas desde el sur (a estas alturas hay más sedes en Europa que en Latinoamérica). Es un interés de legitimación central, una marca. Si se habla de lugares excluidos, cuasi marginados de un imaginario contemporáneo, ¿qué hace una “sede” de la Bienal en Riad? (capital de Arabia Saudita, el más grande centro económico del medio oriente). ¿Patrocinio?
Las operaciones de Bienalsur se basa en convocatorias abiertas y en acuerdos con instituciones, donde la misma UNTREF difunde convocatorias internacionales y listas de sedes. Ese procedimiento habilita pluralidad, pero también reproduce redes ya existentes de “legitimación cultural”. Gran parte de las “distintas curadurías territoriales” se construyen sobre amistades, afinidades precedentes y relaciones interinstitucionales. En términos políticos eso significa que la “inclusión”, muchas veces, abre la puerta a quienes ya estaban en condiciones de cercanía extra-reordenarprofesional. Lo que propicia asimetrías (más preocupadas de la antigua dialéctica “centro-periferia”).
Esto último, no invalida la plataforma, pero sí me hace recordar que la descentralización no es sinónimo de democratización cuando los mecanismos de selección privilegian la competencia de gestión sobre la inversión en procesos comunitarios. La propia Bienal describe sus convocatorias en detalles logísticos y de admisibilidad, estética y conceptual. Pero, ¿cuál estética y cuáles conceptos, si repiten que no tienen línea programática ni curatorial?
Esto, también me recuerda las fotos, en la Web, de las sedes donde se realiza la bienal, ahí se puede ver un lenguaje visual donde hay una inclinación hacia edificios monumentales y patrimoniales de museos, universidades y centros culturales. Espacios medianos, muy poquitos. De hecho, en Valparaíso, se puede ver el frontis del Museo de Historia Natural (no es sede), que es el Palacio Lyon. Tal vez, al lado de tantas sedes apoteósicas, prefirieron no mostrar la oculta y oscura entrada a la Galería Municipal (la que si fue sede). ¿Quién decidió eso?
Una curaduría que no se limite a sumar sedes no es un proyecto limitante. Entre seis curadores “centrales” (existen en la directiva) debiesen plantear hipótesis en base a urgencias entrópicas, las cuales, muchas de ellas, son comunes a las distintas ciudades y países. Esto último, en base a una(s) propuesta(s) de diálogo crítico realmente articulado. De lo contrario, su mayor aporte seguirá siendo un mapa que, en la medida en que no reordene estructuras, terminará siendo la fachada de una empresa cultural. O tal vez debiese definirse como tal, pero no… Esto eliminaría la marca universal.
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