
El trauma: cuando el pasado insiste en quedarse
En Chile también tenemos nuestro propio “événement-monstre”: el 11 de septiembre de 1973, cuando el golpe de Estado dejó una huella traumática que atraviesa generaciones.
El trauma no es solo un mal recuerdo. Es una huella profunda que se instala en la mente y en el cuerpo, alterando la manera en que sentimos, pensamos y nos relacionamos con los demás. A diferencia de una experiencia dolorosa que con el tiempo puede cicatrizar, el trauma es un golpe emocional tan fuerte que desborda nuestra capacidad de procesarlo. A su vez es un proceso subjetivo, lo que para ti es traumático para el de al lado no lo es, pero no significa que tú estés mal. Significa que todos procesamos de distinta forma, porque es propio de nuestra personalidad, todo es respetable.
La psicóloga Judith Herman (1992), en Trauma and Recovery, lo definió como una experiencia que quiebra los sistemas de cuidado y seguridad que sostienen la vida humana. Desde entonces, la investigación ha mostrado que el trauma interrumpe los mecanismos habituales de memoria. Los recuerdos traumáticos no se archivan como los demás: quedan fragmentados, desorganizados, a veces como imágenes sueltas, olores, sonidos o sensaciones corporales. Esto explica por qué muchas personas reviven la experiencia a través de flashbacks, pesadillas o reacciones físicas intensas, incluso después de meses.
El psiquiatra Bessel van der Kolk (2014) en The Body Keeps the Score: Brain, Mind, and Body in the Healing of Trauma, popularizó la idea de que “el cuerpo lleva la cuenta”: frente al trauma, no solo la mente se ve afectada, también el organismo. La neurociencia ha mostrado que el cerebro activa sistemas de alarma que quedan encendidos mucho después de que el peligro desaparece. La amígdala, clave en la detección de amenazas, se mantiene en alerta permanente, mientras que el hipocampo, encargado de organizar los recuerdos, pierde eficacia. El resultado es una memoria marcada por la intrusión y la confusión.
El cuerpo, a su vez, aprende a anticipar el peligro: se tensa, se agita, se paraliza. Es lo que ocurre cuando, de manera casi automática, evitamos a una persona o situación asociada con la herida vivida: el cuerpo recuerda incluso cuando queremos olvidar.
Una de las celebridades de la neurología, Antonio Damasio (1999) ha demostrado que las emociones y las memorias no son procesos abstractos, sino experiencias profundamente encarnadas: quedan inscritas en la biología del cuerpo. Esto explica por qué un simple estímulo, un olor, un sonido, una imagen, puede detonar una reacción de pánico en alguien que ha vivido un trauma. Esto habla de la fragilidad humana y de las diversas formas que tiene nuestro cuerpo para afrontar las experiencias de la vida.
El trauma no es solo un fenómeno individual; también existe el trauma colectivo, que adquiere dimensiones sociales e históricas. Cada año, llegamos a un mes marcado por estas memorias. En Estados Unidos, el 11 de septiembre de 2001 es recordado no solo como un atentado terrorista, sino como un trauma colectivo que reconfiguró la vida pública, la política exterior y la percepción de seguridad.
Para millones de personas, las imágenes de las Torres Gemelas desplomándose quedaron grabadas en la memoria como un punto de quiebre, lo que Pierre Nora denominó un “événement-monstre” o acontecimiento monstruo, capaz de trastocar los marcos habituales de interpretación. Su impacto trascendió las fronteras estadounidenses: fue un suceso global. El horror se instaló no solo en quienes vivieron de cerca la tragedia, sino también en quienes, a distancia, presenciamos cómo la superpotencia era atacada por un fundamentalismo llevado al extremo.
En Chile también tenemos nuestro propio “événement-monstre”: el 11 de septiembre de 1973, cuando el golpe de Estado dejó una huella traumática que atraviesa generaciones. No se trata solo de quienes sufrieron de manera directa la represión, el exilio o la violencia, sino también de sus hijos, nietos y, en general, de toda la sociedad chilena (independientemente de la posición ideológica), que heredó memorias fragmentadas y silencios persistentes. El trauma histórico plantea un desafío ético ineludible: cómo narrar aquello que desgarra el lenguaje, cómo transmitir lo indecible para que no se diluya en el olvido, cómo hacer justicia.
Los traumas, tanto individuales como colectivos, muestran que el pasado nunca queda atrás. Se enraíza en el presente, insiste, exige ser recordado y procesado. El silencio o la negación no sanan; solo perpetúan la herida. Por ello, reconocer y elaborar el trauma constituye un paso esencial para transformar el dolor en memoria y el miedo en resiliencia.
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