
Al fondo de la cloaca
El verdadero peligro está allí donde la inmundicia se convierte en sistema, donde se naturaliza que el engaño sea oficio periodístico, que la mentira sea carrera, que la infamia sea currículo. Ese es el fondo oscuro de la cloaca.
El periodismo y la política siempre han cruzado aguas turbias. No hay ingenuidad posible: en ambos oficios circulan formas cloacales de acción que son transversales a todas las fuerzas, a todas las banderas. La cloaca es ese espacio donde se acumulan los desechos de la vida pública, porque beben de las pulsiones más repulsivas de la insociable sociabilidad humana: la envidia, la codicia, el resentimiento, la necesidad de dominar. Es parte de la estructura torcida de nuestra vida colectiva, inseparable de la fragilidad de lo humano.
Pero en la cloaca no todo es lo mismo. Hay un fondo. Ese es el lugar donde la podredumbre se convierte en imperativo institucional, donde la práctica del daño sistemático, el engaño industrializado y el despojo se normalizan como forma estable de existencia. Allí, en lo más profundo, habitan quienes han hecho de la infamia y la mentira no un accidente de la vida pública, sino su profesión permanente.
Ese es el territorio de los patos verdes, aves que no flotan en la superficie como las demás, sino que se han adaptado a las flemas más oscuras y estancadas. No conocen el aire libre ni la luz de la verdad; residen en el lodo, en la fermentación interminable de rumores, operaciones y falsedades.
El periodismo de trinchera, el militante o el de opinión son prácticas legítimas, porque reconocen su lugar: son voces que toman partido, que discuten abiertamente desde su perspectiva, a cara descubierta. Incluso se puede entender una eventual caída al barro o tener que cruzar un lodazal circunstancial.
Pero otra cosa es el “periodismo” de los patos verdes, que no reconoce límite, porque su hábitat natural es el disfraz. Es propio del gran director que mueve hilos administrativos en el canal del angelito en la mañana y, en la tarde, se coloca una capucha para defecar sobre la conversación pública con excreciones deliberadas, camufladas de información. Un ciclo perverso, que abusa de una legalidad de prensa parda, hilachenta, carcomida por la sal del barro y el estrepitoso rumor de las aguas fecales en las que reside.
Se trata de un periodismo que no defeca dos veces al día como el resto de su especie, sino que ha encontrado en expeler su estado permanente, su aire vital, su forma de existir. Vive en el estiércol que produce, se alimenta de él, lo multiplica y lo reparte como si fuese alimento, cuando en realidad es el tufo ocre del mierdal.
La cloaca existe y seguirá existiendo, porque forma parte de nuestra naturaleza torcida. Pero hay quienes se solazan en ella, la sostienen, la financian y la alimentan de carroña. Y hay muchos candidatos coprófagos, que no solo deambulan en ella, sino que disfrutan de su regusto. Y empresas comunicacionales enteras que exhiben como atributo sus aromas de miseria.
Por eso hay que aprender a distinguir. El verdadero peligro está allí donde la inmundicia se convierte en sistema, donde se naturaliza que el engaño sea oficio periodístico, que la mentira sea carrera, que la infamia sea currículo. Ese es el fondo oscuro de la cloaca, y es allí donde debemos reconocer a quienes han hecho de ella la única patria que conocen.
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