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La sobreoferta de profesionales en Chile: un futuro incómodo para las ciencias sociales

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Héctor Mora Nawrath
Por : Héctor Mora Nawrath Director del Doctorado en Antropología Universidad Católica de Temuco
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No podemos dejar que el futuro de los profesionales en Chile se resuelva por la autorregulación y los ajustes a través de la libre competencia entre instituciones de la educación superior. 


La expansión del sistema universitario fue celebrada como símbolo de democratización: más universidades, carreras y matrículas permitieron el acceso de sectores históricamente excluidos. Sin embargo, aquello que pareció un avance hacia la equidad derivó en deudas elevadas y una sobreoferta de profesionales, particularmente en áreas donde el mercado laboral no logra absorberlos.

Las ciencias sociales encarnan este fenómeno. Aunque abarcan disciplinas diversas, comparten un mismo horizonte de empleabilidad. No es casual encontrar en convocatorias laborales la fórmula repetida: “Se necesita profesional de las ciencias sociales para…”.

Expansión sin regulación

El origen está en la apertura de programas desde fines de los 80, muchas veces sin evaluar pertinencia ni campo laboral. El Estado incorporó la empleabilidad en procesos de acreditación, pero no reguló la relación entre oferta y demanda. El resultado: un desajuste estructural con miles de egresados compitiendo en un mercado reducido. Entre 2020 y 2024 se titularon 114.351 profesionales de ciencias sociales; cada año ingresan en promedio casi 23 mil.

La antropología ilustra bien el problema. De cinco programas en los 90 pasó a trece en la posdictadura. Entre 1996 y 2022 se titularon 2.755 antropólogos en Chile, proporción que cuadruplica la de México, país con población mucho mayor. Lo que parecía “vitalidad académica” devino en sobreoferta y precariedad laboral.

Precarización y género

El aumento de matrículas no se tradujo en estabilidad. En antropología, más del 45% trabaja a honorarios, sin seguridad social. Aunque el ingreso promedio supera el millón trescientos mil pesos, la mayoría vive con inestabilidad contractual. En la academia, la situación es aún más crítica: profesores y asistentes reciben pagos por horas que en ocasiones no alcanzan el salario mínimo.

La desigualdad de género agrava el escenario. Seis de cada diez titulados en ciencias sociales son mujeres, pero ellas ganan en promedio un 12% menos que los hombres, brecha que se amplía en tramos altos. No sorprende entonces que más de la mitad declare que, de poder elegir, estudiaría otra carrera.

El espejismo académico

El problema no es solo cuantitativo. Muchas carreras siguen formando bajo un ideal académico que supone docencia e investigación, cuando menos del 20% logra insertarse en ese ámbito. Hoy, acceder a la academia exige doctorado, publicaciones, gestión y experiencia, elevando aún más las barreras. El desfase entre formación y realidad genera frustración y erosiona la legitimidad en estas disciplinas.

Responsabilidad institucional y ética

Superar esta paradoja requiere algo más que ajustes programáticos. El Estado debe asumir un rol activo, regulando cupos y pertinencia en la apertura de nuevas carreras. A su vez, colegios profesionales y asociaciones deben fortalecer la defensa gremial con mayores atribuciones y visibilizar los aportes de estas disciplinas en políticas públicas, cultura, medioambiente o economía.

La sobreoferta no es solo un problema numérico: es también ético. Cada estudiante ingresa a la universidad con la expectativa de un futuro digno. Sin garantizar condiciones mínimas de inserción, lo que se produce no es movilidad social, sino precarización y frustración.

Chile no necesita más profesionales por acumulación estadística, sino responsabilidad institucional y reconocimiento del valor del conocimiento en la construcción de una sociedad más justa. Resolver esta paradoja implica definir qué lugar otorgamos a las ciencias sociales y qué rol asignamos a quienes, desde ellas, buscan comprender y transformar nuestra vida colectiva, una labor valiosa, pero muchas veces invisible. 

No podemos dejar que el futuro de los profesionales en Chile se resuelva por la autorregulación y los ajustes a través de la libre competencia entre instituciones de la educación superior. Educación y trabajo constituyen un derecho, y ese debe ser el punto de partida de toda discusión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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