
Conectividad rural: ¿vamos a seguir mirando para otro lado?
O entendemos que la conectividad rural es una prioridad nacional —y no un extra para la foto—, o seguiremos condenando a millones de personas al rezago. Esto requiere visión de Estado, políticas sostenidas en el tiempo, alianzas público-privadas que sean reales y, sobre todo, voluntad.
En pleno siglo XXI, tener acceso a internet no puede seguir tratándose como un lujo. Es tan esencial como la electricidad o el agua potable. Sin embargo, en Chile, más de una cuarta parte de la población que vive en el mundo rural todavía enfrenta esta carencia como si se tratara de un problema secundario.
Mientras en las ciudades se habla de 5G, de teletrabajo o de educación en línea, en muchos pueblos y localidades rurales los niños aún caminan kilómetros para encontrar señal. Agricultores deben perder horas en trámites presenciales porque no tienen conexión. Familias enteras quedan al margen de servicios de salud, apoyo estatal o simples oportunidades cotidianas por vivir en zonas sin cobertura.
La brecha digital rural no es nueva. La hemos estudiado, medido, diagnosticado… y ahí sigue, intacta. Según datos de la Subtel, en las zonas urbanas la conexión fija alcanza el 70%, pero en el mundo rural apenas supera el 30%. Y para quienes logran conectarse, la historia tampoco es alentadora: servicios lentos, inestables y a precios que no guardan relación con la calidad. En regiones como Aysén o Atacama la geografía complica el despliegue de infraestructura, pero la falta de decisión política pesa igual o más.
No hablamos solo de desigualdad: hablamos de oportunidades que dejamos pasar. La digitalización del agro, por ejemplo, no es un sueño futurista. Ya existen tecnologías que permiten monitorear cultivos, optimizar el riego o conectar productores con mercados internacionales. Pero sin internet, todo eso queda en el papel.
Lo mismo ocurre en educación. ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que la calidad del aprendizaje dependa del lugar donde naciste? Una niña en Santiago no debería tener más acceso al conocimiento que un niño en La Araucanía solo porque en su barrio hay mejor señal.
Es justo reconocer que se han hecho esfuerzos: programas públicos, despliegue de fibra óptica, instalación de torres. Pero, si al final del día la vida de la gente no mejora porque la señal sigue siendo débil o los precios impagables, entonces seguimos fallando.
Chile está en un punto de definición. O entendemos que la conectividad rural es una prioridad nacional –y no un extra para la foto–, o seguiremos condenando a millones de personas al rezago. Esto requiere visión de Estado, políticas sostenidas en el tiempo, alianzas público-privadas que sean reales y, sobre todo, voluntad.
Porque cerrar la brecha digital no es solo conectar aparatos. Es conectar vidas. Es abrir puertas a la educación, a la salud, a la innovación y a la dignidad.
Ya es hora de dejar de mirar para otro lado.
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