
Pregunta a los aspirantes a La Moneda: ¿quién se beneficia de la riqueza que produce Tarapacá?
El verdadero progreso no radica en la riqueza mineral en sí misma, sino en la capacidad de transformarla en oportunidades compartidas, de modo que Tarapacá deje de ser un territorio explotado y se convierta en la vanguardia de un Chile inclusivo, innovador y sostenible.
El Norte Grande –particularmente la Región de Tarapacá– debería ser declarado formalmente como una zona de sacrificio por el Estado. Nuestro territorio ha sido, desde tiempos precolombinos y coloniales, un espacio fértil para la extracción de recursos no renovables. Durante el ciclo del salitre, gran parte de los beneficios se destinaron a financiar la Guerra del Pacífico y, cuando el mercado colapsó, la región fue abandonada a un destino de olvido, hambrunas, huelgas obreras y matanzas que aún marcan la memoria colectiva, como La Coruña y la Escuela Santa María.
Sin embargo, esa misma industria modificó para siempre el rumbo del país. El ADN pampino, forjado en la dureza del desierto más árido del mundo, y una industria extractiva, transformaron la filosofía y sobre todo el pilar económico del país. A partir de este momento Chile dejó de ser un país agrícola para convertirse en un país minero. De esta manera, con el tiempo, se descubrieron los gigantescos yacimientos porfídicos de cobre-molibdeno en la cordillera principal y otros en las diversas morfoestructurales de nuestro territorio, consolidando un nuevo ciclo extractivo que aún se mantiene vigente en nuestra economía e identidad.
Hoy, la minería del cobre no solo sostiene buena parte de la economía chilena, sino también la posición geopolítica del país en el mundo. Basta recordar el episodio en que el expresidente Donald Trump decidió excluir al cobre chileno de los aranceles aplicados a otras materias primas: un gesto que reveló de manera concreta el peso estratégico que tiene este recurso en el tablero internacional. Con precios cercanos a los 9.500 dólares por tonelada, el metal rojo atraviesa un ciclo de rentabilidad histórica.
Sin embargo, mientras la producción nacional se ha mantenido estable en los últimos años –al menos en la Región de Tarapacá–, la pregunta resulta inevitable: ¿quién se beneficia realmente de esta bonanza? La cuestión abre un debate profundo sobre el reparto de la riqueza minera y el verdadero rol que el cobre cumple en el desarrollo del país.
Pero aquí surge la paradoja. En la Región de Tarapacá, el PIB se ha mantenido prácticamente estable durante los últimos 15 años, y el aporte porcentual de la minería no ha mostrado un crecimiento significativo según los datos oficiales. En cifras absolutas, se trata de decenas de miles de millones de pesos, pero sin un aumento proporcional a la histórica rentabilidad que ha alcanzado el cobre. La pregunta es evidente: si la industria minera gana cada vez más, ¿por qué la región no recibe un beneficio mayor?
El royalty minero, presentado como solución, apenas roza la superficie del problema: ¿es realmente proporcional al beneficio de la extracción? Además, no olvidemos que gran parte de las compañías ni siquiera tributa en la región, pues su universo contable y administrativo se encuentra fuera de la Región de Tarapacá.
¿Podemos entonces hablar de progreso en la región o, más bien, de un supermercado extractivo, donde los recursos se venden al mejor postor, mientras la comunidad se limita a reponer estanterías? La metáfora de las cajas de autoservicio en los supermercados resulta iluminadora: la innovación tecnológica aumentó la rentabilidad, pero no generó nuevos empleos, más bien los eliminó. Así, ¿puede llamarse progreso cuando la riqueza no es compartida?
Los economistas Daron Acemoglu y Simon Johnson plantean en Poder y Progreso que los avances tecnológicos y económicos no garantizan por sí mismos mejoras para la mayoría de la población. El progreso ocurre solo cuando las instituciones permiten que esa riqueza se distribuya y genere oportunidades amplias. En la misma línea, en Por qué fracasan los países, Acemoglu y Robinson demuestran que las sociedades prosperan cuando construyen instituciones inclusivas, capaces de expandir los beneficios, pero fracasan cuando predominan instituciones extractivas, que concentran el poder y los recursos en élites reducidas.
Si observamos la historia del Norte Grande bajo esa luz, el diagnóstico es claro: nuestras instituciones han operado mayormente como extractivas. El valor de la minería ha financiado la modernización estatal y el crecimiento macroeconómico, pero rara vez ha regresado a las comunidades que habitan el territorio. La riqueza fluye hacia la nación o hacia las grandes corporaciones, pero no se traduce en ciudades seguras o en servicios públicos de calidad.
¿Puede existir un nuevo pacto regional? Si aceptamos este desafío, el Norte Grande no debería ser visto como una zona de sacrificio, sino como una plataforma de futuro, lo que exige un pacto institucional capaz de articular la minería con un desarrollo inclusivo y sostenible.
Ello implica asegurar regalías regionales efectivas que destinen un porcentaje significativo de la renta minera a educación, salud, ciencia y tecnología; a fomentar la innovación local mediante polos tecnológicos vinculados a energías renovables, reciclaje de minerales, hidrógeno verde y economía circular; a invertir en capital humano con universidades, centros de formación y programas técnicos que garanticen empleos de calidad para la población local; a consolidar instituciones inclusivas y transparentes que gestionen los recursos con participación ciudadana y control democrático, evitando la captura política o corporativa; y, finalmente, a avanzar en una diversificación económica que use la renta minera como palanca para desarrollar turismo patrimonial, agricultura sustentable y ciencia aplicada al desierto, reduciendo la dependencia extractiva.
Grandes ideas requieren grandes inversiones, como lo comprendió Ferdinand de Lesseps en la construcción del Canal de Suez y, posteriormente, del Canal de Panamá, proyectos que transformaron realidades enteras.
Hoy, el Corredor Bioceánico encarna esa oportunidad para Tarapacá, como sinergia entre minería, comercio global e infraestructura, siempre que exista voluntad política, creatividad institucional y la convicción de que la riqueza minera debe ser motor y no obstáculo del desarrollo.
La historia de la región refleja el dilema planteado por Acemoglu: la riqueza sin instituciones inclusivas no genera progreso, solo agrava desigualdades y, por ello, el desafío es aprovechar esta bonanza del cobre para reorientar el timón, romper los ciclos extractivos heredados del salitre y superar de una vez por todas la maldición de las zonas de sacrificio. El verdadero progreso no radica en la riqueza mineral en sí misma, sino en la capacidad de transformarla en oportunidades compartidas, de modo que Tarapacá deje de ser un territorio explotado y se convierta en la vanguardia de un Chile inclusivo, innovador y sostenible.
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