
Ganar en noviembre
La izquierdas y el progresismo requieren, por tanto, de una buena cuota de pragmatismo para disputar las venideras elecciones, pero de igual forma revaluar los supuestos con los cuales ha venido operando la política tradicional al momento de construir mayorías electorales.
No es un secreto que las elecciones de noviembre representan un escenario adverso para la izquierda y la centroizquierda chilena. Todas las encuestas coinciden en que, a día de hoy, José Antonio Kast sería el ganador de la contienda presidencial, sumando así a Chile a la creciente lista de países que han elegido gobiernos de derecha radical por la vía democrática.
A nivel internacional, el progresismo se ha demostrado incapaz de enfrentar el avance de este tipo de derechas cuando ha optado por estrategias centradas en exponer su radicalidad, falta de seriedad y el peligro que suponen para la democracia. Esos argumentos no han logrado hacer mayor mella en el apoyo ciudadano que estas derechas han concitado.
En el plano nacional se agrega, además, un desafío no menor: la incapacidad del progresismo, hasta ahora, de interpelar a ese electorado popular mayoritariamente despolitizado que hoy concurre a las urnas tras la implementación del voto obligatorio.
¿Qué opciones le quedan entonces al progresismo chileno para enfrentar a una fuerza política que, según todas las encuestas, es la favorita para ganar en noviembre? ¿Cómo conectar con ese votante popular arrastrado a las urnas y que hoy no ve en la izquierda una alternativa confiable?
En los últimos años, desde la Fundación Nodo XXI, nos hemos dado a la tarea de analizar el nuevo panorama social y político de Chile con el fin de entender las percepciones, expectativas y evaluaciones existentes en la ciudadanía respecto del devenir del país. A partir de este esfuerzo, nos encontramos con una sociedad para la cual Chile se encuentra en un estado de decadencia y desorden, impresiones que se sustentan en los altos costos de la vida, las altas cifras de desempleo, la llegada masiva de inmigrantes y, sin sorpresas, en la crisis de seguridad pública que ha hegemonizado el debate público los últimos tres años.
Coherentemente, el panorama social chileno es uno en donde posiciones autoritarias han ganado terreno como alternativas creíbles para restablecer un orden considerado perdido, especialmente entre sectores populares que en su mayoría componen a los nuevos votantes.
Si hasta hace unos años el malestar social se alineaban con la oferta programática de la izquierda –especialmente la emergente–, en materias como educación, salud o desigualdad, hoy pareciera que dichas expectativas de cambios coinciden con la agenda de la derecha política, por sobre todo en su versión más radical. El progresismo así se enfrenta no solo a un nuevo tipo de elector, más desafecto y valóricamente tradicionalista, sino que además a un humor social hostil a lo que hoy representa.
No es de extrañar entonces que para algunos sectores del progresismo la elección presidencial (y parlamentaria) de noviembre se asuma como ya zanjada. No obstante, estas posiciones deterministas y hasta autoflagelantes terminan por oscurecer una discusión cada vez más importante para el progresismo y en particular para la izquierda sobre cómo conectar y empatizar con un sentido común aparentemente esquivo.
En el contexto de dicha discusión, en los últimos años, tras la contundente derrota del Apruebo en el plebiscito constitucional de 2022, distintas vocerías buscaron instalar en el debate público que este resultado podría interpretarse como un llamado a volver al camino de la gradualidad y la moderación, en contraste con el espíritu refundacional que primó durante el primer proceso constituyente.
Dichas interpretaciones aciertan al afirmar que los nuevos votantes no se identifican con posiciones “extremas” y que los cambios propuestos por los borradores constituciones, tanto el primero como el segundo, se alejaban de las transformaciones demandadas por la ciudadanía. Más allá de las acaloradas discusiones ideológicas que marcaron estos procesos constitucionales, lo cierto es que la sociedad chilena terminó votando de manera pragmática, rechazando dos alternativas que ofrecían cambios percibidos como riesgosos, inciertos y alienados de sus intereses inmediatos.
No obstante, el error de este análisis radica, quizás, en haber asumido que dicho pragmatismo era sinónimo de moderación y gradualidad o, más aún, en interpretarlo como una expectativa de retorno a la forma tradicional de hacer política de los años 90 o 2000. Muy por el contrario, lo que observamos es un pragmatismo entendido como la disposición a respaldar aquello que funcione, lo que entregue soluciones inmediatas a problemas largamente arrastrados, sobre todo en el plano material –seguridad pública, salud, educación, pensiones, desempleo o el alto costo de la vida–, sin importar la ideología o incluso el mecanismo mediante el cual se concreten dichos cambios.
Este pragmatismo, además, convive con un persistente rechazo hacia todo lo que se asocia a la política tradicional. No sorprende, por tanto, que aquellas alternativas que apostaron en su momento por la moderación, la gradualidad y, en definitiva, por un camino de centro, no hayan alcanzado los resultados que esperaban.
A partir de este análisis se derivan, además, una serie de discusiones claves para la izquierda y el progresismo en general. El aparente apoyo que actualmente se observa, particularmente entre sectores populares, a medidas de corte autoritario para resolver la crisis de seguridad pública no debiera interpretarse como un giro por parte de la sociedad hacia posiciones de derecha, ni como una demanda por un gobierno autoritario.
Por el contrario, el apoyo a medidas como cerrar las fronteras o sacar a los militares a la calle son percibidas como efectivas ante la lentitud percibida de los avances en materia de seguridad, independientemente de los reparos más que justificados por parte de expertos a dichas medidas.
En consecuencia, tachar a quienes promueven este tipo de medidas de ser una amenaza para la democracia difícilmente conectará con una ciudadanía cuyo sentido común, por razones de pragmatismo, exige “mano dura” para combatir la delincuencia y restablecer el orden perdido.
Por otro lado, aunque una parte importante de la sociedad observa con interés la agenda de la derecha en materia de orden público, ello no significa que apoye con igual convicción su apuesta por reducir el gasto social. Nuestros estudios muestran percepciones ambivalentes en torno al Estado y su rol.
Por un lado, se reconoce la precariedad de los servicios públicos y las deficiencias de la administración estatal. Por el otro, estas críticas no se traducen en una demanda por un Estado más ausente, y menos aún en áreas vinculadas a la seguridad social, debido a la misma lógica pragmática ya señalada. Por el contrario, lo que se reclama es un Estado eficiente, libre de corrupción, que trate a las personas con dignidad y que sea capaz de resolver problemas concretos en ámbitos como educación, salud, vivienda, empleo y pensiones.
Por último, en nuestros estudios encontramos, en efecto, una demanda por liderazgos fuertes y que resuelvan problemas inmediatos sin mayor preocupación por el proceso político. No obstante, dichas expectativas conviven con demandas por liderazgos con terreno, percibidos como cercanos, que sepan cómo vive la gente común, con experiencia comprobada para cumplir sus promesas y, por cierto, que no provengan de la élite y de la política tradicional.
En resumidas cuentas, ni apelar a un centro político debilitado ni advertir sobre el peligro de la extrema derecha para las instituciones democráticas parecen ser estrategias efectivas para convencer a una sociedad cuyo posicionamiento político responde al pragmatismo, especialmente en lo que respecta a nuevos votantes.
Sin embargo, a pesar de la hostilidad del escenario electoral para la izquierda y el progresismo, la agenda de la derecha en materia de seguridad social y los liderazgos que actualmente ofrece al país todavía están lejos de satisfacer las expectativas de la ciudadanía, especialmente de aquellos sectores que recién se han incorporado a la participación electoral.
Ganar en noviembre sigue siendo posible, siempre que la izquierda logre conectar con el sentido de urgencia que prevalece en la sociedad y con las demandas de cambios profundos en los temas que la ciudadanía identifica como prioritarios.
La izquierdas y el progresismo requieren, por tanto, de una buena cuota de pragmatismo para disputar las venideras elecciones, pero de igual forma revaluar los supuestos con los cuales ha venido operando la política tradicional al momento de construir mayorías electorales.
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