
Estado Palestino y una paradoja enorme
Al declarar la “guerra total” a Hamas, Netanyahu la definió, tácitamente, como poder beligerante. Esto es, reconoció que gobernaba un asentamiento territorial poblado y que tenía una fuerza militar idónea para atacar o defenderse. En lógica jurídica, reconoció que Gaza era un protoEstado palestino.
Cuando el líder guerrillero Yasser Arafat proclamó un Estado Palestino, en 1988, sabía que era un gesto retórico. Carecía de población civil que lo reconociera como autoridad sobre un territorio determinado y, por tanto, no tenía “efectividad”. Lo que buscaba era un impacto político que lo legitimara, para una estrategia más cercana al realismo.
Lo consiguió. Entre los casi 90 países que aprobaron esa proclamación estaban Egipto, Irak, Siria, Líbano, Arabia Saudita y Yemen, los mismos que en 1947 habían rechazado la resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, que creaba un Estado para los judíos y otro para los palestinos. Fue como reconocer una gran chapuza. El mero origen de la nakba filastin (catástrofe palestina).
En cuanto líder de la Organización de Liberación Palestina (OLP), esa movida habilitó a Arafat para iniciar negociaciones secretas con los líderes laboristas de Israel, que apreciaban el sentido estratégico de la paz. Así fue como, en 1991, el gobierno de Itzhak Rabin, con Shimon Peres como canciller, reconoció la representatividad palestina de la OLP y, en 1993, firmaron los Acuerdos de Oslo. Con estos se iniciaba una negociación para instalar un Estado Palestino real, de diseño complejo y con base en concesiones mutuas. Comprendía zonificaciones, devolución y canje de territorios, medidas de seguridad militar y un compromiso tácito para negociaciones posteriores sobre temas como el retorno de los exiliados y el estatus de Jerusalem.
Lo que vino ya fue narrado en columnas anteriores. Fundamentalistas judíos, árabes y árabe-palestinos se las arreglaron para incrementar los atentados terroristas, asesinar a Rabin, derrotar electoralmente a Peres y entronizar en Israel como gobernante casi perpetuo a Biniamin Netanyahu, un expansionista geopolítico, férreo opositor a Oslo y a un Estado Palestino.
Fue el fin de la paz como hábitat de la seguridad compartida y el inicio de un Estado de Seguridad Militar en Israel.
LA POLÉMICA INTRAPALESTINA
Con todo, Oslo dejó como legado una Autoridad Palestina (AP) asentada en Cisjordania y Gaza, con elementos precursores de soberanía: agentes políticos y administrativos, financiamiento propio, cuerpo policial, bandera nacional, contactos internacionales, sellos postales, reconocimiento acotado de la ONU y sufijo en internet.
Tras la muerte de Arafat -ya acusado de corruptelas varias- ese legado “nacionalista” fue disputado por Hamas. En cuanto organización fundamentalista islámica, su Carta de Principios contenía la eliminación del Estado de Israel y su programa político implicaba (simétrico consenso con Netanyahu) el rechazo a los Acuerdos de Oslo. Desde esa plataforma insurgió contra la AP dirigida por Mahmoud Abas y asumió todo el poder palestino en Gaza. Mucho la favoreció el que Ariel Sharon, efímero primer ministro de Israel, antes hubiera retirado los asentamientos judíos.
La polémica intrapalestina colocó a Netanyahu ante una alternativa obvia: concesiones políticas a la AP o disuasión militar contra Hamas. Prisionero de su ideologismo y de su electorado, asumió rápido la segunda opción. Suponía que le bastaban sus recursos de alta tecnología y las represalias en modo incremental. Ignoró, así, la necesidad de una inteligencia palestina con base en Cisjordania y contactos en Gaza.
Gambito de la AP
Ante tamaña subestimación, Mahmoud Abas optó por reposicionar el tema del Estado palestino, una movida que rechazaba enfrentamientos asimétricos y evocaba negociaciones en “el espíritu de Oslo”.
No le fue mal. Con Hamas inscrita como organización terrorista en los EE.UU. y la Unión Europea, la cifra de reconocimientos retóricos subió a más de 140 países. En América Latina se incorporaron Brasil, Argentina, Chile, Perú, Uruguay, Bolivia y Ecuador.
Como réplica, ese gambito consolidó los proyectos maximalistas de los extremistas religiosos palestinos e israelíes. Unos, decididos a combatir contra Israel hasta sacarlo del mapa. Los otros, decididos a controlar todos los territorios palestinos, en línea con el expansionismo bíblico de Eretz Israel.
Era la profecía bimesiánica de las guerras de exterminio, que tuvo un principio de ejecución con el macabro atentado de Hamas del 7 de octubre de 2022. La réplica de Netanyahu fue una declaración de “guerra total” en Gaza.
La paradoja enorme
Entre los horrores de esa guerra, las acusaciones de genocidio y el proyecto en sordina de una Gaza-balneario-sin-gazatíes, el tema de la estadidad palestina está experimentando un segundo aire.
En una primera oleada de nuevos demandantes se incorporaron Suecia, España, Irlanda, Noruega, Eslovenia, Bélgica, Chipre, Hungría, Polonia, Rumania, Eslovaquia, Luxemburgo, Malta, Andorra, Mónaco y San Marino. Luego firmaron el Reino Unido, Francia, Portugal, Australia y Canadá. En suma, tres miembros del G-7, más de la mitad de los países de la Unión Europea y más de dos tercios de los países miembros de la ONU. La cantidad original mutó en calidad y, por añadidura, instaló un silogismo nuevo: si el Estado Palestino es reclamado por la gran mayoría de los países del mundo, significa que el Estado de Israel está en el mayor aislamiento de su historia.
Disparo a los pies
Lo dicho no sólo implica amenazas mayores para Israel. En paralelo ilumina una paradoja enorme: el Estado Palestino ahora tiene un principio de efectividad.
En efecto, al declarar la “guerra total” a Hamas, Netanyahu la definió, tácitamente, como poder beligerante. Esto es, reconoció que gobernaba un asentamiento territorial poblado y que tenía una fuerza militar idónea para atacar o defenderse. En lógica jurídica, reconoció que Gaza era un protoEstado palestino.
Lo señalado no es una ocurrencia jurídica al paso. Corresponde a las tesis de Hans Kelsen, el más célebre de los filósofos del Derecho del siglo XX. En su Teoría general del Derecho y del Estado dijo que “por el dominio efectivo del gobierno insurgente sobre una parte del territorio y del pueblo del Estado envuelto en la guerra civil, fórmase una entidad que realmente se parece a un Estado”.
Tanto o más sugerente es que Donald Trump ya agarró ese protoEstado al vuelo. Según el punto 9 de su Plan de Paz para Gaza, su territorio debe ser gobernado de manera transitoria por “un comité palestino tecnocrático y apolítico”. El detalle es que, además de palestinos, estaría compuesto por expertos internacionales (Tony Blair sería uno de ellos) y bajo la supervisión de una junta “encabezada y presidida por el presidente Donald Trump”. Para mejor entendimiento, el punto 10 dispone que “se creará un plan económico de desarrollo liderado por Trump”.
Tres conclusiones transitorias
Primera: aunque los alegatos en Derecho nunca han dirimido una guerra, sí ayudan a repartir sus despojos.
Segunda: parafraseando un viejo aforismo, en las guerras prolongadas muchos no saben para quien combaten.
Tercera: los israelíes debieran asumir que Netanyahu no califica como promotor del Premio Nobel de la Paz.
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