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La universidad como fábrica de desempleo Opinión

La universidad como fábrica de desempleo

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Pablo Maillet
Por : Pablo Maillet Filósofo y académico
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El informe de la UDP enumera causas: currículos desactualizados, desconexión con el mercado, dificultades de empleadores para encontrar habilidades específicas. Lo cierto es que esta desconexión no se resuelve ajustando la universidad a la demanda laboral.


En 1994, José Joaquín Brunner publicó el famoso Informe Capital Humano. Su tesis era clara: Chile debía poner el foco en la educación superior como motor de desarrollo. Dos décadas después, el movimiento estudiantil de 2011, con líderes como Gabriel Boric y Camila Vallejo —hoy Presidente y vocera de Gobierno—, empujó la gratuidad universitaria en nombre de la democratización del acceso. El sueño era noble: abrir las puertas de la universidad para todos.

Treinta años más tarde, las cifras parecen dar un portazo a esas aspiraciones. Según un estudio del Observatorio del Contexto Económico de la UDP, la tasa de desempleo entre trabajadores con educación superior llegó al 7,6% este 2025, y más de 1,2 millones de personas están subempleadas. Es decir, profesionales que invirtieron años y recursos en un título universitario trabajan en labores que no requieren esa formación. Paradojalmente, bajo el gobierno que empujó ese mismo sueño. 

Esas cifran significan que hoy un egresado de enseñanza media o un técnico tiene más probabilidades de encontrar empleo que un titulado universitario. El sueño, como escribió Pablo Ortúzar en Sueños de Cartón, se desmorona.

La universidad como OTEC

La tentación de muchos “expertos” en educación superior es apelar a “currículos desactualizados” o a la “desconexión con el mercado laboral”. Y no les falta razón en el diagnóstico, pero sí en la solución. Porque este problema no ocurre cuando la universidad cultiva lo propio y lo suyo: reflexión, pensamiento crítico, contemplación, conocimiento avanzado, aquello que por definición no caduca. La desconexión entre universidad y mercado laboral ocurre, más bien, cuando la universidad se convierte en lo que nunca debió ser: un centro de capacitación laboral, una especie de OTEC, tremendamente costosa.

De ahí provienen fenómenos como la presión por acortar carreras, eliminar asignaturas de formación general o sustituir, a modo de absoluta igualdad y equivalencia, las clases presenciales por programas advance, que son programas en línea que prometen el mismo título en la mitad del tiempo. Todo acreditado, por supuesto. Pero al hacerlo, lo que se erosiona es justamente lo que le da sentido a la universidad: la amplitud del conocimiento, la reflexión humanista, la contemplación intelectual de la existencia humana. 

La universidad, recordémoslo, no nació para asegurar empleos, sino para asegurar saberes. Si bien es cierto que desde su primer intento por profesionalizarla, con la universidad napoleónica, recibió un segundo embate en las reformas de Mayo del 68, nunca se le ha podido deformar del todo. La sociedad necesita quienes dediquen sus vidas al conocimiento, principalmente al conocimiento especulativo. Es un magnífico invento medieval cuyo fin fue y será por siempre, para muchos, cultivar la investigación, la verdad, la sabiduría, la theorein de la que hablaron los griegos. Cuando se la reduce a una fábrica de empleabilidad, pierde su esencia y, con ello, se pierde el aporte que de manera específica hacer a la sociedad.

Vocación y no masificación

El debate no es político ni de segmentación social. Tanto la izquierda como la derecha han promovido la expansión de la matrícula universitaria: unos en nombre de la equidad, otros en nombre de la competitividad. Pero el resultado ha sido el mismo: una desnaturalización de la institución universitaria.

No cualquiera quiere, ni debe, ir a la universidad. Lo mismo que no cualquiera quiere ser militar, o minero, o médico. Hay algo llamado vocación, que no puede ser sustituido por masificación ni por marketing. El foco, me parece, debe estar en la universalidad y calidad de la educación escolar, para formar ciudadanos libres y responsables, y capaces de “conocerse a sí mismos”, de tal manera que puedan llegar a la mayoría de edad poseyéndose a sí mismos de tal modo que puedan y sepan elegir su propio destino, como ir o no a la universidad, entre otras materias relevantes. 

Que a la universidad no deba ir cualquier persona, no significa que los factores económicos deban cerrar las puertas: si un estudiante tiene mérito y vocación, el Estado debe garantizar que la falta de recursos no sea un obstáculo. Pero la gratuidad universal, como se ha implementado, es quizá el experimento más caro —y no solo en términos económicos— de las últimas décadas, sin mencionar el daño que se les hace a las personas, y jóvenes, durante 5 años o más, sometiéndoles un régimen de vida y estudio totalmente ajeno a su propio interés. 

El retorno que no llega

Desde la perspectiva país, la educación superior se ha transformado en una de las inversiones más cuantiosas. Hoy por hoy, en que se discute la Ley de Presupuesto Nacional, es posible ver que supera muchos otros ítems presupuestarios que, a diferencia, traen beneficios sociales, cumplimiento de sueños y promesas, mucho más reales. Pero la inversión en la universalidad de la educación superior no está generando retorno. Y no hablo del retorno económico de cada egresado, sino del retorno en capital humano y cultural que la universidad debería entregar a la sociedad. Incluso del retorno de felicidad que debe acompañar la elección de la vocación propia, nos hace pensar este estudio recientemente publicado. 

Argentina lo vivió en los años 70, 80 y 90: médicos e ingenieros manejando taxis o trabajando en empleos de baja calificación. Lo saben también los migrantes venezolanos, que con títulos universitarios llegan a Chile a trabajar en áreas que nada tienen que ver con su formación, más allá del problema de la convalidación de sus diplomas.

Cuando un país transforma la universidad en un trampolín laboral y no en una institución de cultura, termina perdiendo en ambos frentes: ni asegura empleo, ni asegura cultura.

La desconexión mal entendida

El informe de la UDP enumera causas: currículos desactualizados, desconexión con el mercado, dificultades de empleadores para encontrar habilidades específicas. Lo cierto es que esta desconexión no se resuelve ajustando la universidad a la demanda laboral. Eso es, de nuevo, pedirle a la universidad lo que corresponde a otras instituciones, como los centros de formación técnica o los institutos profesionales.

Ya en 2012, el BID publicó el informe Desconectados, advirtiendo que el problema no era la universidad en sí, sino la falta de un sistema técnico-profesional robusto que absorbiera la demanda de capacitación práctica. Paradójicamente, José Joaquín Brunner, que en 1994 empujaba la universidad como eje del capital humano, hoy aboga, por lo contrario: una universidad compleja, orientada a la investigación y las artes liberales, y un fortalecimiento paralelo de la educación técnica o bien, como se puede vislumbrar, el fortalecimiento y apoyo al emprendimiento a edad temprana, incluso al salir del colegio, puede ser una vía no sólo más rentable para el Estado, sino más satisfactoria con los sueños de tener trabajo que miles de jóvenes desean. 

Una crítica transversal

Lo más sintomático es que esta crítica, que antes provenía de ciertos sectores políticos, hoy se escucha desde la academia misma. Porque las universidades —sobre todo las privadas— han terminado dirigidas por gestores empresariales más que por académicos, con estructuras administrativas que replican las de cualquier negocio, cuestión que ha sido magníficamente descrita por Carlos Hoevel en su libro “La industria académica” (Editorial Teseo). Cuando la lógica empresarial coloniza lo académico, lo que se mide no es la verdad ni la calidad del conocimiento, sino la eficiencia de procesos y la rentabilidad de carreras, cuestión que explica por qué universidades de muy baja calidad y compromiso con las exigencias verdaderamente académicas pueden acreditarse en niveles avanzado. 

El resultado de esta desnaturalización también lo sufre el estudiante. Toda una generación de jóvenes que no quiere leer lo que no entra en la prueba, que concibe el estudio como un trámite para obtener un empleo seguro, lo que fomenta el plagio, la “copia” y la trampa, y que se frustra cuando ese empleo no llega. También lo sufre el docente, que es exigido a una hiperproducción académica con fines de acreditación, de gestión, que al final es mera simulación, o es presionado a optimizar su rendimiento laboral con más horas de clases, como lo demuestra el famoso estudio publicado por Nature en 2023 “Papers and patents are becoming les disruptuve over time”, en que señalan que el trabajo de los académicos es cada vez más pobre e irrelevante. 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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