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Los márgenes de la salud pública y la exclusión del cuerpo femenino Opinión

Los márgenes de la salud pública y la exclusión del cuerpo femenino

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Claudia Santiago
Por : Claudia Santiago Asociación de Ginecológicas Chile
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De todas las formas en que se manifiesta la desigualdad de género, la injusticia reproductiva es quizás la más silenciada y, a la vez, la más brutal.


No se trata solo de una cuestión médica, sino de una estructura profunda de opresión que atraviesa los cuerpos, las biografías y las decisiones de las mujeres y personas gestantes. El modelo patriarcal ha permitido ciertos avances en salud como derecho humano, pero siempre dentro de los márgenes que él mismo define.

Así, se garantiza una salud que responde a una visión hegemónica, biologicista, tecnocrática, centrada en un ideal masculino, blanco, urbano y heterosexual. Una salud diseñada para un cuerpo universal que, en realidad, nunca ha sido el de las mujeres, ni el de las disidencias sexuales, ni el de las personas racializadas o empobrecidas.

La medicina moderna ha sido históricamente androcéntrica, desde la investigación científica hasta los modelos de atención clínica. Con ello, la experiencia femenina ha sido invisibilizada o patologizada. En este contexto, la salud sexual y reproductiva ha sido tratada como un asunto de control social más que de derechos, y la autonomía sobre el cuerpo ha sido sistemáticamente negada.

La injusticia reproductiva no es un fenómeno nuevo. Es el resultado de siglos de políticas que han intentado regular la fertilidad de las mujeres de acuerdo con intereses estatales, religiosos o económicos. La criminalización del aborto, la imposición de esterilizaciones forzadas a mujeres indígenas y pobres, el acceso desigual a métodos anticonceptivos, y la medicalización del parto, son expresiones distintas de una misma lógica de dominación, la cual no solo decide quién puede gestar, sino también quién merece ser madre y bajo qué condiciones.

En nuestro país, la historia del aborto refleja con crudeza esta realidad. Se ha legitimado como aborto terapéutico (1931–1989), prohibido de forma absoluta (1989–2017) y actualmente restringido a causales excepcionales (desde 2017). Estos vaivenes legales, sin embargo, no han impedido que las mujeres aborten. Lo que ha cambiado es la seguridad con la que lo hacen y el descenso en las cifras de mortalidad, como resultado de la resistencia femenina, del acceso clandestino, pero más seguro a medicamentos abortivos, y de la existencia de redes solidarias que han reemplazado lo que el Estado ha negado.

Desde una mirada de salud pública, el aborto médico es una prestación esencial de salud reproductiva. Es más seguro que un parto, tiene una efectividad del 95% con combinación de medicamentos, y puede autogestionarse sin requerir hospitalización. Legalizar y garantizar el aborto no solo salva vidas, sino que también crea una oportunidad para articular políticas de salud integrales: consejería anticonceptiva postaborto, tamizaje de ITS y VPH, acompañamiento psicosocial, y educación en derechos sexuales y reproductivos.

La evidencia internacional demuestra que, cuando los servicios de aborto son accesibles, gratuitos y acompañados de educación sexual y acceso a anticonceptivos, las tasas de aborto disminuyen, no aumentan.

Pero hablar solo en términos de salubridad es insuficiente. La justicia reproductiva es una categoría política para ir más allá del discurso liberal del “derecho a elegir”. La justicia reproductiva entiende que no todas las mujeres pueden elegir en igualdad de condiciones. ¿Qué libertad tiene una mujer pobre, migrante, indígena o adolescente si no tiene acceso a anticonceptivos, si vive bajo violencia machista, si es criminalizada por su identidad o si depende económicamente de quienes controlan su cuerpo?

Desde esta perspectiva, la justicia reproductiva incluye el derecho a tener hijos, a no tenerlos, y a criarlos en condiciones dignas. Es decir, no basta con despenalizar el aborto: se necesita transformar el sistema económico, social y cultural que impide a las mujeres decidir con libertad. Esto implica también repensar el rol de los hombres, despatriarcalizar la salud pública, y asegurar condiciones materiales –como vivienda, trabajo, educación y salud– que permitan a las personas gestantes tomar decisiones reales sobre su sexualidad y su reproducción.

Además, es urgente reconocer que los cuerpos feminizados no son propiedad del Estado ni de ninguna institución religiosa. La soberanía corporal debe ser reconocida como parte del derecho a la autodeterminación de las personas, especialmente en contextos donde las mujeres más vulnerables han sido objeto de control reproductivo con fines eugenésicos o coloniales.

Las mujeres que abortan no responden a un perfil único: son adolescentes, adultas, madres, sin o con hijos, pobres, con recursos, creyentes y no creyentes. Algunas no usaron anticonceptivos, otras sí, pero fallaron. Todas, sin excepción, deciden desde lo más íntimo y complejo de sus vidas. Han estado dispuestas a resistir la violencia institucional, el estigma social y el riesgo físico para ejercer su derecho a decidir. Y seguirán haciéndolo. La pregunta es: ¿seguirá el Estado criminalizándolas o asumirá su deber de proteger su salud y sus derechos?

El acceso al aborto legal, gratuito y sin causales –dentro de plazos razonables– no es un privilegio, es un mínimo ético en cualquier democracia que aspire a la igualdad y la justicia

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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